Andrés Canedo / Bolivia.
Además de bella, de sutilmente erótica, era, sobre todo, distinguida. Elegante el rostro, notable el cuerpo no por exacerbaciones somáticas, sino por armonioso. Sus piernas, cruzadas por debajo de la improvisada mesa de conferencias a la que estaba sentada, revelaban una breve porción de muslos que se correspondían con lo que la estética más estricta aceptaba como perfecto, la grácil curva de la pantorrilla que se precipitaba hacia los pies de arco elevado en el empeine y que se sumergían en hermosos zapatos de tacón alto. Y la ropa que la cubría, parecía de diseñador, aunque no lo fuera. Mirándola desde allí, desde el costado de la plataforma que hacía de escenario, uno distinguía el cuello largo, la leve protuberancia de sus labios en movimiento, la respingada nariz, el ojo derecho, los ojos, emitiendo luces castañas, el cabello suelto, pero prolijamente ordenado. Y claro, la voz, con tonalidades de flauta o de oboe, las palabras precisas, suaves, dulces, sin altisonancias. Así era, esta doctora en Artes, graduada en la Université de Montpellier, Francia.
La doctora Ariana, venía a ejercer como asesora en nuestro museo capitalino, donde yo, pobre de mí, era pintor restaurador, que ponía precisas pinceladas en un espacio mínimo de un cuadro de algún antiguo maestro famoso del país, como Melchor Pérez de Holguín o Gaspar Miguel de Berrío y, claro, también de otros. Ese era yo, uno de los dos restauradores, así, sin importancia y sin nombre, de 34 años, que, sin embargo, en las noches, en mi casa, pretendía crear mis propias obras, hasta entonces con mala fortuna. Era restaurador, simplemente por ser pintor, sin fama, sin los estudios universitarios necesarios, simplemente por mi habilidad con el pincel. El país no podía darse mayores lujos. Así como yo, era el otro, Emiliano, 50 años, feo, mal entrazado, aficionado a la bebida y también, pintor sin nombre. Ella, Ariana, explicaba al personal técnico del museo cuál sería su misión y lo que pretendía de todos nosotros. Desde mi posición, a tres metros de ella, percibía el aroma que emanaba, posiblemente de algún perfume francés, o, lo más probable, de su piel de mujer joven, hermosa y aristocrática.
Me pareció absurdo percibirme pensando todas esas cosas, me pareció absurdo el sentirme subyugado por esa dama a todas luces inalcanzable. Para mí, aunque no era feo, eran Manuela, o Juana, o Silvia, más descaradas, más francas, más ardientes, más fáciles. Ellas podían posar desnudas para que las pintara, y después, como si fuera parte del mismo procedimiento, abrían las piernas, se dejaban penetrar, me decían algunas agradables indecencias. Por todo ello, yo les hacía el amor, sin amor. No me comprometía, no se comprometían. Decidí, que debía olvidarme de la doctora. Escuchar sus indicaciones, sí; soñar con ella, no.
Al día siguiente, yo estaba concentrado en la restauración del cuadro de un pintor de principios del siglo pasado, cuando sentí como si una luz especial colmara todo el ambiente: a mi lado, como un resplandor que no se agota, estaba ella. Observó mi trabajo durante unos minutos, que a fuerza de voluntad, pude continuar sin que me temblara el pulso, porque yo, otra vez, estaba ante la presencia de la belleza inefable, y esa epifanía de su presencia, me hizo saber que ella era a la vez, Nefertiti y Simonetta Vespucci; Henrietta Moraes, la modelo de Lucien Freud; Victorine Meuret, la musa de Manet; Jeanne Hébuterne, la de Modigliani; Gala, la de Dali. Ella era todas, y además, todas las otras que exaltaron la genialidad de tantos otros maestros de la pintura. Supe que ella era, debía ser, el sueño de todos los artistas de la tierra, pues desde que el arte empezó a tratar de mostrar la belleza, la inspiración de todos los pintores del planeta, se encontraba en ella, desde el principio de los tiempos. Me habló, pero eso fue lo de menos, dijo que lo hacía bien, me agradeció por haber preparado el día anterior la sala para su presentación, y me llamó por mi nombre, Ignacio.
A partir de entonces, se volvió mi obsesión, Aparecía por minutos para observar mi trabajo, o la veía pasar como un torrente de sol por algunos de los espacios del museo. Sabía que también miraba el trabajo de Emiliano y pensaba si este, hosco y vulgar, también habría reconocido que ella era la musa única y eterna. En realidad, no me importaba lo que pudiera descubrir Emiliano, sólo sabía, lo que Ariana significaba para mí y yo, sin razón aparente, me sentía privilegiado. Un día, al salir del trabajo, la encontré en la vereda esperando un taxi. Hablamos tres o cuatro minutos y en un momento de exaltación, las palabras brotaron en contra del control de mi conciencia, y le dije que un día de esos, me gustaría invitarle un café. Ella clavó sus ojos sonrientes en los míos, y, sin hacerme sentir menos, me dijo: “Acepto, con todo gusto. Yo le haré saber cuándo”. En ese instante, mi corazón que había estado oprimido, se abrió como una flor al amanecer y me habilitó el horizonte siempre incierto de la esperanza. También, claro, me introdujo en el territorio escabroso de la ansiedad. Pasaron cuatro días, en que los segundos pesaban como montañas, pues el tiempo de la espera se hace de coágulos que se dilatan, que se estiran, que nunca acaban de romperse ni de sucederse uno tras otro. Pero al cuarto día, se arrimó donde yo estaba y me dijo: “Esta noche, al salir de aquí, el café”.
Por algún misterioso poder que se me reveló súbitamente, no me sentí apocado por mi vestimenta pobre, y además, porque ella, ese día, en una concesión generosa que no dejé de advertir, vistió ropa sencilla. Ya en el café, le conté de mí y supe algunas cosas de ella: que tenía 28 años, que había deseado volver a este país que era el suyo, para prestarle un servicio; que había estado casada prematuramente, con un compañero de facultad, pero que aquello no había durado más de once meses. Supe también, con contundencia absoluta, que era más bella así, conversando y derramando simpatía, y por supuesto, supe que yo estaba irrevocablemente enamorado, condenado a sufrir sus encantos, a perderme en los laberintos infinitos de su luz. Y así, perdido en esa embriaguez que producían sus formas, sus palabras, y los asomos de su espíritu que se manifestaban entre expresiones, gestos y vocablos, le dije que yo también pintaba, que si algún día quisiera ir a mi casa a conocer mi obra. Me dijo que sí, que lo haríamos otro día, con más tiempo. Y aunque nunca había dejado de tratarme de “usted”, al despedirse me dio un beso en la mejilla.
Los días pasaron con su densidad de siglos. Ella aparecía a observar mi trabajo, siempre amable, siempre distante, pero breve como una saeta de luz. Yo atribuía esa su conducta, al hecho de mantener las formas dentro de la institución, y aquel día de café, aquel beso en la mejilla, tenían el valor de una secreta complicidad. Una tarde se asomó a mi espacio y me dijo: “Hoy voy a su casa”. Las horas restantes, las pasé en un estado de exaltación como el de un niño que va a asistir a la fiesta de cumpleaños de su mejor amigo. Cuando llegamos a mi vivienda, no me atemorizaron ni la relativa humildad de la misma, ni las posibles pobrezas de mis pinturas. En el espacio que funcionaba como mi atelier, su presencia, su mirada profunda y acuciosa, alumbraron con una luz distinta mis obras, y eso me permitió descubrir defectos y logros que yo no había notado. “Tiene mucho talento”, me dijo. Enfatizó luego, en un desnudo que yo había hecho de Silvia. Le parecía, muy bueno, técnicamente perfecto. Me habló de lo figurativo en ese trabajo, y de los trazos añadidos de colores distintos sobre los muslos y el rostro de la modelo. Me dijo que eso le añadía encanto. Por supuesto, no me estaba diciendo que yo era un gran pintor, pero que sí había logrado una obra de su completo gusto. Yo, insólitamente desinteresado de mi trabajo, junto a ella, la respiraba y la introducía en mí, la absorbía en los remolinos de sus átomos que se incorporaban y vivían en mi sangre. Tuve que hacer esfuerzos desesperados para frenar mis brazos que ansiaban enredarla para beber, desde su boca, el jugo poiético y el elixir de su propia vida, de su cuerpo en espasmos de sol. Pero si su humanidad desbordante me estuviera negada, debía, al menos, pintarla. Ella era la musa absoluta, era a ella a quien yo debía pintar. Hacerla surgir en trazos, líneas y formas, sería una manera velada de poseerla, de hacerla mía.
Hablamos de los maestros a los que amábamos, hablamos también de los libros que leíamos, aquellos que abordaban el alma, y la comunión empezó a establecerse. Un rato de esos, me dijo “tú”, pero enseguida volvió al “usted”, y yo no tuve el valor de rectificarla. Entonces, con dificultad, le dije que me gustaría pintarla, que quisiera que posara para mí. Ella se sonrió: “No soy lo suficientemente bella”, me respondió, y yo, ya sin bloqueos, le dije: “Usted es más bella que el sol”. Ella volvió a sonreír, entornó los ojos que hasta ese momento transmitían todas las luces del universo, y contestó: “Voy a pensarlo. Te prometo que yo te avisaré”. El “tú” se había reinstalado y sería en adelante, nuestra modalidad de nombrarnos, excepto en el Museo donde la formalidad era imprescindible.
“Voy a posar para usted”, me comunicó una mañana, “dos o tres veces a la semana, y sería mejor que aprovechemos los sábados o domingos. Lo haré, pero con una única condición y esto no admite contradicciones, que ese cuadro, cuando esté terminado, lo voy a comprar yo”.
A partir de allí, todo fue como transitar por el paraíso, lleno de manzanos de los cuales no podía arrancar los frutos. Ella era Eva, y yo Adán, pues desde mi propio cuerpo, desde lo más hondo de mi alma, la estaba creando. Cuando llegó por primera vez, estaba plácida como una nube detenida, como una flor que se viste, o desviste, para que la vean. Se fue quitando la ropa como si estuviera en la más absoluta intimidad. La progresiva revelación de su cuerpo me sumergió en visiones maravillosas que llegaban más hondo que lo meramente erótico. Sus pechos, pequeños, erectos y rosados. Su vientre plano y lustroso que se expandía en la amplitud de las caderas, debajo de una cintura estrecha. Su sexo, depilado, apenas insinuado entre la clausura que le imponían sus muslos infinitos, relucientes y levemente atrevidos; las piernas, con su doble convexidad de porcelana trabajada por el dios de las formas; sus pies, perfectos, expresivos. Y claro, el rostro que conjuncionaba armonías y desde cuyos ojos, relataba mitos y misterios, sugería abismos y exaltaciones. Se recostó en la posición que le indiqué y entonces empecé a crearla para mí. Mi actitud, durante los dos meses que trabajamos, fue inspirada y arrebatada, como si Xochipilli, el dios azteca de las artes y de los placeres, se hubiera apoderado de mí. Sabía, desde ese saber profundo, que estaba haciendo arte de verdad y sabía también, que eso se lo debía a la diosa intensa que se recostaba para que yo la pinte y transmita los arcanos de su belleza y de su vivir. Sentía, que desde la pulsión sexual se alumbraban mi brío y mi creatividad, y que, desde allí, manejaba mis manos, enfocaba mis ojos, canalizaba mi espíritu. Fueron sesiones de trabajo fervoroso y fecundo, que sin embargo no caían en el caos, pues una guía secreta y desconocida para mí mismo, impulsaba mi hacer.
Un día, terminada la sesión, me acerqué a ella que seguía relajada en su deslumbrante desnudez, e intenté besarla en la boca. Soñaba que aquello sería el origen, de un tránsito oculto de besos infinitos. Ella giró su cara para esquivarme y me dijo: “No te equivoques, Ignacio. Yo ya tengo un hombre y a él, por ahora, le pertenezco. Yo sé de tu apasionamiento por mí, lo veo en tus ojos, en cada gesto, y eso, por supuesto, me halaga. Es más, inclusive me excito al saber que me deseas, casi tanto como a tu labor. Pero no puedo entregarme a ti, porque soy mujer de un solo hombre, mientras eso dure. Perdóname. Continúa tu trabajo, termina el cuadro, culmina tu obra superior. Volveré el sábado para que puedas continuar”. Fue un golpe feroz que rompió mis ilusiones de poseer su cuerpo, de penetrar en las honduras de su espíritu y allí plantar mi bandera. Esa noche lloré, esa noche bebí. Al día siguiente acudí a mi trabajo y ella se apareció con la distante cordialidad de siempre, diciéndome palabras neutras con su voz de fagot, intentando clausurar los mensajes que se le fugaban por los ojos. Ese sábado no trabajamos, le puse un pretexto cualquiera. Pero entendí que debía culminar mi tarea, que esa era la manera sustituta, de hacerla mía. Y así, seguimos avanzando.
Un día llegó decaída, abrumada por una tristeza que le robó los poderes magnéticos que ejercía sobre mí. Sin embargo, avanzamos. El cuadro estaba casi listo. A la siguiente sesión, apareció más desanimada aún. No se quitó la ropa como acostumbraba hacerlo, y entonces me dijo que se marchaba, que se iba del país, que la perdone, que ella cumpliría con comprarme mi cuadro desde donde quiera que estuviese. Mis ojos de artista, descubrieron el rastro de unos golpes en el rostro, que ella había intentado cubrir con maquillaje. ”¿Quién te ha hecho eso?”, le inquirí con una mezcla de compasión e ira. Entonces ella comenzó a llorar y entre los espasmos del sollozo, empezó a contarme. “Sólo a ti te lo diré, pues no se lo he dicho a nadie. Mi amante es tu colega, Emiliano”. Se fue calmando y prosiguió. “Sé que elegí mal, pero al igual que en ti, desde el primer día advertí su mirada codiciosa. Claro que lo vi feo, no angelical como tú. Pero contigo, yo sabía que corría el riesgo de enamorarme, y desde hace mucho ya no estoy para amar. A él, torpe, grosero, lo vi como quien podría darme, sin otros aditamentos, lo único que buscaba: sexo sin ataduras. Sexo violento y sin ternuras. Estarás pensando que soy estúpida, y talvez tengas razón. Que podría haber elegido cualquier otro, es cierto. Pero había algo en la rispidez de Emiliano que me atrajo, que me hacía pensarlo muy hombre. Entonces, hace algo más de un mes me le entregué, y los primeros días fue satisfactorio, sexo brutal, sexo sin concesiones. Pero él es alcohólico, y desde hace unos días empezó a maltratarme psicológicamente. Y anoche me golpeó diciendo que yo soy su hembra y que debo hacer lo que él me diga. Eso, por formación, ya no lo puedo soportar. No quiero hacer escándalo y denunciarlo, ya que eso finalmente me desfavorecería. Simplemente me voy, ya presenté mi renuncia. Perdóname, Ignacio. Siento mucha ternura por ti. Pero claro, contigo no pudo ser. No me preguntes nada más, simplemente, por favor, déjame partir”.
La dejé partir. Imaginarla gritando de placer en los brazos del otro, me produjo náuseas. Vomité intensamente, por ella lastimada, y por mí, infantil, delicado, indeciso, sin cojones de verdad, sin saber lo que es el mundo, lo que es la gente. Hoy, ella no vino a trabajar. Dicen que partió hacia Francia. Yo tengo la misión de terminar la pintura de ella, los pocos toques que le faltan. Pero tengo una misión prioritaria. Debo matar al hijo de puta de Emiliano que me despojó de la musa que me inspiraba, y que era, también, mi verdadero amor. Tengo un hermoso cuchillo debajo de mi chaqueta. Ahora, solo resta el tiempo hasta que salgamos, hasta que lo siga a su casa y allí, a la entrada, lo deje tendido con el pecho abierto. Y aunque el tiempo se anuda y se enreda, aunque los minutos se hacen infinitos, ya llegará el momento de concluir, esta mi otra obra.