Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Los niños pobres del Cementerio General de Cochabamba cantan por monedas Los sonidos del silencio para los penantes. Me pregunto dónde aprenderían. La pena no me dejó entrever si era una traducción o letra inventada en ocasión de los muertos.
Ronald y Mirella, creo que en Roslyn, frontera entre Virginia y el Distrito de Columbia, ya medianoche, o tirando a amanecer, tomamos cerveza en un boliche llamado New York, segundo piso. ¿Volvíamos de visitar aquella ciudad u otro día? Leonard Cohen, claro, presente, de los exquisitos archivos musicales de Ronald Arandia.
Ernesto Schinella canta Erba di casa mia, hierba de la casa mía, pasto africano, dientes de león, alguna ortiga, verdes. Toco mi antebrazo. Sigue fuerte, brazo de estibador. Si tiro un puñete saco una cabeza, por eso no practico. Hablar de amor, mejor, lo dice la canzone italiana. Un disco que compré ayer y que arrastra consigo los años. Sonidos del silencio que todavía se escuchan.
Los niños del Cementerio General cantan la canción de Simon & Garfunkel mientras los albañiles revocan las tapas de los nichos y se condena a la sombra los amores, los sentidos. En mi cama de fierro, de una plaza, dura como de cuartel y con maderas debajo, escuchábamos Sounds of Silence. Éramos cinco: Adolfo, Chino, Ricardo, Pepe, yo. Tratando de captar lo mejor posible la emisión de algo nuevo como la frecuencia modulada. Adolfo sigue; tres se callaron; la voz se cubrió de yeso blanco que se tornó amarillento. Envejece hasta la pena.
Gorjean los niños mientras con cuchillos de carnicero trabajadores municipales cortan cuerpos secos para reducirlos luego de ser exhumados. A la intemperie, bajo el sol puma, con brisa de espinos llenos de plásticos de hamburguesa alrededor. Hacha, machete y cuchillo, árboles caídos somos, charque de milenios, sombra de la siempre sombra.
I’m your man
Era tu hombre. Los perfiles se disgregan en el viento, pierden contorno. Desmaya el recuerdo, desvanece. “En una noche de carnavales yo la conocí”… Los camiones suben la cuesta. Los observamos de noche desde el patio de casa. Por Liriuni a Morochata. Las luces avanzan apenas, los Isuzu son lentos, pesados los Scania Vabis. Detrás de esas luces hay hombres, gente en la carrocería, cubierta con mantas para no helarse cuando pasen la cumbre. Grita con sordo chillido la paja brava, las ovejas detrás de las pircas semejan horrores de la noche. Bolos de coca escupidos al abismo. Miramos desde casa, trepados al molle, soñamos la labor titánica del humano desafiando el vacío. Ni ojos son, de tan pequeñas las luces, pero bravías. Mañana habrá papa hervida en el poblado, chicha y taba. Los creyentes van en procesión hacia la tierra del Cristo negro de Machaca. Ahí se mataban, entre amedallados y no, según el Tambor Vargas, y allí retozaban los ancestros, o sufrían quién lo sabe, no yo, ni el Cristo. Brilla la piedra verde de las minas semipreciosas, el piso está embaldosado de tesoros. Termina con un charango, con un niño plañidero en cuya boca hay una hermosa lírica extranjera, como si la muerte requiriese pasaportes.
En algún filme, un soldado soviético deja a su amada un libro de poemas: “Blok”, le susurra. Alexander Blok. Luego, en instantes, muere. Los obuses caen sobre Minsk. Era triste Blok, y amado por las mujeres. Parecía una estatua blanca, no pertenecía al mundo. Los obuses rebotan en el empedrado de Kiev. El camino de Jesús de Machaca no es el de Santiago de Machaca. La Machaca del hijo del dios es otra también, lejos, del lago de aquellas a la tempestad del río Ayopaya, roca y espuma elevada al cielo.
Manejé la noche del lunes a ciento veinte kilómetros por hora con Sounds of Silence a todo volumen, hasta llegar a la salida de Dry Creek, el arroyo seco que si está no está no lo veo no se lo ve. Hello darkness, my old friend. Pepe y Ricardo tuvieron esposas. Chino, no. Igual murieron solos, en la noche uno, con estrellas que son fugaces, y el otro tratando de encremarse el rostro para la cita. Chino se fue como del rayo, como el Ramón Sijé de Miguel Hernández. Un hombre negro me mira desde su carpa de abandonado. Tiene una silla y una bicicleta. Sentarse a contemplar el ingrato mundo, trashumarlo. Algo de ironía en eso.
Me he sentado a escribir cartas y divago por campos desolados. Alterno entre las zambas y la liturgia ortodoxa, entre Fréhel y Rita Pavone. La canción italiana era la moda cuando niños indagábamos acerca de si había algo que cuchicheaban existía: amor. Lo he encontrado, y mucho, y brillaba y hasta opaco guardaba color carmesí. No soy creyente pero las fotos de mis amores viven en blanco y negro y a colores en las pupilas. Desde el negativo que se imprime luego y aparece la vida como un tunal de frutos rojos en desierto insomne.
Llevo cuatro horas tecleando con un dedo. Uso la mano izquierda para mayúsculas y acentos. Acaricio más con la derecha que con la siniestra; así como escribo, quiero. Y cuento los bucles de sus cabellos como si de rosario se tratase y bendito fuera yo, de santo a sacristán, de beato a divino. Tu cabello mi pañuelo en esta cueca larga que apisona el piso y gira el eje de la tierra. Dos infantes entonan Los sonidos del silencio, mientras el badilejo revuelve la mezcla. La muerte en tarea de albañil, la casa para que estemos todos. Pero quiero una ventana entre el humo que me evapore igual a un frote de alcohol blanco. “Adiós, y si es para siempre, también para siempre, adiós”, remarcaba el poeta húngaro Andrés Ady. Romántico, dramático. Déjame olerte la piel, que cuando ya no te toque me habré despedido. Guardo tu aroma. Lo atesoro como mermelada de guinda.
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Imagen: Edvard Munch