Guillermo Almada
Joanoi tenía una especie de maxi kiosco sobre la cortada Colidge entre 3 de febrero y 9 de julio, que había ido surtiendo en base a los deseos y necesidades de los potenciales clientes del barrio.
Cada vez que alguien le pedía algo, carbón, por ejemplo, él respondía: -mañana, mañana me llega –y al otro día ya tenía, al menos, dos o tres bolsas de carbón. Así, lo que en principio no aspiraba a ser más que un simple kiosco, había logrado incorporar una cantidad, calidad y variedad de productos, entre los cuales podía llegar a encontrarse cigarrillos, dedos de goma, caramelos, vendas, vinos finos, alfajores, juguetes pañales, libros, cualquier cosa. “Poquito pero de todo”, promocionaba Joanoi cuando hablaba de su “tienda”, como solía llamarla.
Demás está decir que el joven no era rosarino. No. Había nacido en Hanga Roa, en la Isla de Pascua. Sí. Era un Rapa Nui, nombre polinesio de la isla, como de sus habitantes, y su lengua.
Era de esperarse que viniendo de tan lejos, y solo, este muchacho extrañara su cultura, usos y costumbres. Ni qué hablar cuando vio en el almanaque que pronto sería carnaval. Recordó la Farándula de Tapati, el gran festival cultural de la isla. Y en su añoranza decidió realizar el Tapati de la calle Colidge.
Inició haciendo una reunión vecinal. La convocatoria fue sencilla, solamente bastó con una cartulina pegada en el frente de su negocio donde podía leerse: “PROPUESTA DE CARNAVAL AQUÍ”, luego día y hora, con letra más chiquita, abajo.
Llegado el momento parecía que los vecinos habían organizado una barriada. Cualquier caminante desprevenido podría haber presumido que se trataba de una manifestación; la muchedumbre obstruía la cortada de vereda a vereda. Había una gran curiosidad por saber cuál sería la propuesta de Joanoi.
El joven, sensiblemente entusiasmado, comenzó distribuyendo gaseosa fría y galletitas dulces entre los presentes, luego se sentó en un taburete que puso al frente de la muchedumbre, y se puso a relatar el encanto de aquella maravillosa fiesta cultural de su Hanga Roa natal.
Les habló de las carrozas luciendo inmensas estatuas de madera, esculpidas a mano durante meses, y que representaban a sus divinidades, los Moai, esa especie de cabeza gigante tan característica.
Les contó también acerca de las colas de lugareños y turistas sumergiéndose, en paños menores, en bañeras con arcilla roja, ocre y blanca, que luego era esparcida por el cuerpo, cara incluida, y que una vez seca, artistas locales, con sus manos, pintaban signos de la leyenda del hombre-pájaro, o de la escritura Rongo-Rongo, cuyo significado se ha perdido.
Es más, les hizo un relato pormenorizado de la Farándula que, casi en cámara lenta, atraviesa todo el poblado, de apenas dos kilómetros, en cuatro horas. Todos lo miraban y escuchaban sin interrumpir. Con una atención que le hubiera gustado lograr al más experto de los oradores. Los tenía cautivados, si el joven sonreía, ellos sonreían, si miraba hacia arriba, todos lo hacían con él.
Doña Carmen se había quedado callada las casi tres horas de la exposición. Marta, la peluquera, estaba visiblemente emocionada y miraba, con los ojos brillantes y una amplia sonrisa instalada permanentemente en su boca.
Al final de la alocución, cuando ya era casi la noche, Joanoi miró a su audiencia y solo agregó:
-y, ¿qué les parece?
Se escuchó un aplauso que comenzó tímido y de a poco se fue cerrando hasta quedar convertido en una ovación. En ese momento Mariano gritó:
-¿Y eso qué tiene que ver con el carnaval? Hagamos una murga ¡Yo tengo un tambor! –y se hizo un silencio repentino y rotundo.
-¡No! Tenemos que hacer carrozas, -dijo Marta –como en Hanga Roa.
Don Andrés la miró por encima de los anteojos meneando la cabeza de un lado al otro, como negando con una experiencia lapidaria. –Mascaritas y cabezones. Eso tenemos que hacer –aseguró.
Alicia, la de la academia de baile, que se había mantenido en silencio, carraspeó para componer la voz, como si fuera a cantar y dijo: -Yo puedo bailar, y sé dónde pueden conseguirse plumas a muy buen precio. Podríamos hacer una comparsa –sugirió, en un tono casi imperativo, mientras que de reojo observaba a Don Sergio que le miraba el trasero, como lo hacía cada vez que llevaba a su nieta a la academia.
Y así, a una propuesta vino la otra, y se fueron derivando las conversaciones hasta aparecer los gritos, después las discusiones, luego vinieron las críticas, comenzaron a conformarse grupos de respaldo a una u otra idea. El ambiente se fue caldeando y comenzaron a sacarse los trapitos al sol entre vecinos. Y de nada sirvió que Joanoi intentara calmar los ánimos. Alguien dio el primer empujón, y le siguieron las agresiones. La cuestión es que todo terminó a los sopapos, patadas, tirones de pelos. De un manotazo le volaron el peluquín a Carlitos, el bicicletero, y ahí se desbordó todo.
El otro día me decía un muchachón que los que se habían divertido a lo loco con esa reunión fueron los niños. –Si hubiera habido facebook en esa época –abundaba, -hubiera reventado las redes sociales.
La cosa es que Joanoi, con el tiempo, integró la murga “Los soñadores de Colidge”, pero el Tapati nunca se hizo.
Choque de culturas, que le dicen.