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Los panes de la cuarentena

Roberto Navia Gabriel

Hay un hombre que camina por las calles casi vacías. Grita: “Haaaaay pan… Haaaaay pan”. Su voz avanza como un animal horizontal custodiada por el silencio de la cuarentena, del acuartelamiento mundial, de las miradas desconfiadas que le apuntan desde las ventanas, de las bocas que se mojan por comer el alimento, aunque el miedo esté flotando en el aire. A los vecinos les causa gracia que un vendedor de panes ofrezca el fruto de su trabajo gritando como gritan los militares cuando se dirigen a sus tropas sumisas. Es una voz geométrica: a veces redonda, a veces cuadrada. Es una voz deshidratada, seca, metálica. Su anuncio termina sin arrastrar ninguna estela, ningún sonido que acompañe sus pasos cansados: “Haaaaay pan… Haaaaay pan”, dice, repite, vocifera. Quizá sea el barbijo que le mezquina las palabras, quizá sea el hambre que no le sacian los propios panes que él o su esposa o su madre o sus hijos hacen de madrugada, en caso de que este hombre tenga esposa, madre o hijos que, en la madrugada, en vez de dormir, hacen panes que después él los ofrece en las calles con un tono de voz que, si uno escucha bien, cabalga como un jinete valiente montado en un dragón enfermo.

Pero esa forma de ofrecer sin ninguna gracia marcó el sello de este vendedor de panes. Cuando dejó de salir a las calles durante tres días, empezaron a extrañarlo. Lo extrañaron tanto que alguien desde el patio de su casa trató de imitar esa voz particular con la que ofrecía: “Haaaaay Pan. Haaaaay pan”. El vecino de la casa de al lato que le escuchó hizo lo mismo y después el otro y el otro y el otro más. El eco de las palabras viajó por toda la cuadra y se metió por las viviendas contiguas hasta perderse en barrios donde otros vendedores ofrecían el esfuerzo de sus jornadas: pollo mairaneño, leche con nata caliente, tamales a la olla, carne, hígado y bofe de vaca.

Cuando en la cuadra pensaban que el vendedor de panes los había abandonado, su voz apareció una noche por una de las esquinas, avanzó sin prisa por el medio de la calle y cuando pasó por la casa del vecino que ,estaba festejando su cumpleaños como si el mundo estuviera de fiesta, se puso a cantar lo que un borracho estaba balbuceando adentro: Una noche me quedé contemplando el panorama / Y a lo lejos divise un lucero que lloraba / Lucerito, ¿por qué has perdido tus raros encantos? / en la sierra, allá muy lejos se escucha tu llanto… El hombre continuó caminando, entonando más alto su habitual anuncio que los vecinos celebraron saliendo a sus puertas para comprar los panes y para preguntarle dónde se había metido durante los días de su sentida ausencia.

—Pensé que te había dado el coronavirus —le dijo una vecina.

—Estaba afinando mi voz —le respondió, y se marchó cantando a capeta: Lucerito, ¿por qué has perdido tus raros encantos?…

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