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Los oficios de Cecchini

De los oficios de antes todos tenemos una historia que narrar.

El zapatero, era lo que te decía que los zapatos ya estaban arreglados, pero los había dejados en su casa, siempre era así, como buen sudamericano no tenía un claro concepto de la puntualidad, del cumplimiento. Y “la mulinera”, todo harina y plegarias, olor a pan sin el horno y olor a polenta sin pelagra, un canto que parecía salido del Ippolito Nievo de Las confesiones de un italiano; entre los oficios de antes había quien sabia preparar los mangos para las palas y el azadón, los de la horquilla para el heno, de la guadaña y del rastrillo. Iban en el invierno a cortar las ramas justas, las casi perfectas, las que le hubieran dado el mejor mango, una vez secada se ponía a remojar en agua cristalina, antes del trabajo minuciosamente manual, certosino. Existían el cartero, el carnicero, el que mataba el cancho en diciembre, el último, el sepulturero.

Encontrábamos a los maestros albañiles que eran arquitectos e ingenieros al mismo tiempo. Mi primo y padrino Enzo “Danela”, un artista que no tuvo suerte, gran maestro de obras en Toronto, a su vuelta a Italia se tuvo que chocar con la brutal modificación antropológica que profetizó Pasolini, y les fue fatal. Estos artesanos hoy casi extinguidos son la memoria de los oficios que, de padre en hijos, adentro de una familia y en los pequeños pueblos, alimentaban el ritmo de las estaciones, de las relaciones humanas, del tiempo.

Con el pincel había el pintor y el artista, brocha gorda o espátula fine, darle color y decorar la vida. Siempre había quien nos recordaba que un día Giotto superó a su maestro, Cimabue. Pero era una sana competencia. En el pueblo tendríamos el carpintero, el cerrajero y hasta el fotógrafo a domicilio. El peluquero con todas las ultimas noticias que de ahí salían, un deleite que nos transporta a las comedias de Carlo Goldoni, a la Venecia “ciacolona” (habladora) de su época más fulgente. Y la peluquera, un oficio más contemporáneo nacido a la luz del primer periodo del feminismo, de ahí salían los chismes seguramente más picantes, las confesiones que el cura nunca oiría. En los pueblitos dominaban el medico y el cura, la ciencia y la fe ante todo y ante todos, y en los más grandes se encontraba también al ragioniere (el contador) y un banquero para el dinero, el farmacéutico y al sastre. El tabernero un poco filosofo y el mecánico que iba oyendo los motores antes de la diagnosis. Al bar y en el taller mecánico se hacía filosofía, política y critica deportiva. En el taller mecánico y donde el peluquero también se impartían clases de educación sexual, ahí no faltaban revistas y almanaques donde Gloria Guida y Barbara Bouchet posaban semidesnudas. Hoy no encontramos ya este folclor, esta educación sentimental, este políticamente correcto de ayer.

Donde el panadero era pura poesía. Desde lejos el perfume a pan recién horneado era hipnosis. ¿Cuál sería el pan más rico? Cuestión de harina, agua y levadura, de manos que se iban moviendo toda la noche, y de amor en amasar. Algunos oficios, si los hubo, no llegué en conocerlos, por ejemplo, el escribano o amanuense que escribiría cartas para los soldados al frente o para los lejanos emigrantes, tal vez a una amada o avisando de una muerte y de la penuria que se estaba viviendo. Este mundo hoy desaparecido estaba por todo lado, lograba ensancharse a medida que nos alejábamos de él, fueron necesario el alejamiento, el desarraigo físico y nuestra imaginación. Los oficios existían en sus nombres, perdido el nombre (el logos y también el mythos), perdido el oficio. Mas aun su nombre dialectal. Las acciones vitales, mirar, pensar, prepararse y luego volver a mirar, volver a pensar y luego, finalmente, hacer. Arreglar, medir, juntar, unir, construir, cortar, coser, lavar, limpiar, las manos nunca quietas. En las acciones la presencia de un oficio. Y en los lugares donde se narra su origen, donde se encontraban los instrumentos, las herramientas y el genio para practicarlos. Los lugares eran importantes, conservaban atmosferas y presagios, sabores y saberes. Son como los territorios que conocimos de niños y que el tiempo ha ido desilusionando frente a nuestros ojos, adentro de nuestras mentes.

Cuando Venecia era reina del mar, se introdujeron algunos oficios relacionados con el transporte de enormes cantidades de madera, madera destinada a la construcción de los navíos venecianos. Había el pasador, el barquero encargado en conducir los Burcio (los barcos de carga que transitaban los ríos), el ganzer que era el responsable en mantener firme el Burcio durante sus paradas, y el mariner que trabajaba en el barco, cargando, descargando y controlando. En tierra firme existía el gastaldo, que administraba la hacienda agrícola, y luego los sottani, repentini o brazzenti, que no eran más que los trabajadores agrícolas, campesinos al servicio de un patrón. El bover o boer era el encargado de conducir los bueyes, pero también el responsable del establo, el pobre descansaba, como los animales que explotaba, el solo día de San Antonio, el protector de los animales. El maser era ya colono o había logrado llegar a un acuerdo con el patrón, alquilando una parte de su tierra. Todos eran campesinos en distintas condiciones. Cuando recordamos las condiciones de aquella época me vienen a la mente El molino del Po, la inmensa obra de Riccardo Bacchelli que fue prohibida en Italia hasta los años cincuenta del siglo pasado. En el pueblo se podía encontrar el spezier, el farmacéutico, el calegeher que era el zapatero y el marangon o sea el carpintero.

Y nuestros nombres hoy, étimos de algunos oficios, de sudor y lágrimas, de mucha fatiga. El mío, que fue moneda en la Venecia de la época de Marco Polo: “C’é anche la madre di Daniele. É disposta a starci senza pretendere nemmeno un bagatín”. Moneda para ir en los prostíbulos de una Venecia en pleno esplendor, rica y viva como una Nápoles del norte.

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