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Los murmullos de la noche

Andrés Canedo

A pesar de considerarse un macho de temple, un macho mayor, aquel día estaba triste, pues algo se quebraba en su interior, pero él no entendía bien de qué se trataba. Por la tarde ya empezó a avizorar que se trataba de una mujer. Penas por una mujer. Trató de no aceptar ese esbozo de claridad que empezaba a alumbrarle los adentros más profundos, como el sol que al principio de la mañana se derrama en el campo y lo incendia. No podía ser, él tenía tres mujeres a las que dominaba, maltrataba y explotaba. Las tenía a las tres a la vez, para amarlas cuando quisiera y para entregarlas al amor fugaz de otros hombres. Luego, la mujer empezó a cobrar formas, a revelar su rostro irrebatible. Era Juana, una de las tres, con sus ojos humildes, con su cuerpo bello, pero manso; con su voz apagada por una tristeza antigua que le congelaba los sonidos y las palabras. Él, descubrió así, que tenía alma y que eso que ahora sentía, se llamaba amor.

La noche anterior él había abofeteado duramente a Juana, para recordarle quién era el jefe, para remarcarle que ella debía cumplir con su cuota. Ella, con el rostro marcado por los golpes, no lloró; apenas, mientras caía al piso, lo miró con mansedumbre, con resignación, con un resabio de luminosidad que él no pudo advertir que se le colaba a lo más hondo. Él, en este presente dilatado, comprendió con tristeza y con felicidad, que ya nunca más sería el que había sido y que se habilitaba un espacio de ternura que entregaría a Juana. Las liberaría a las tres, las sacaría del oficio tormentoso y, tal vez, él hallaría el camino de la redención. Dedicó el tiempo siguiente a esperarla mientras se llenaba de inédita afección. Cuando horas después ella llegó a entregarle la recaudación de esa noche, la vio entrar como un reguero de luz y vio también el cuchillo que ella traía en la mano. Por todo lo anterior, no se asombró de ese hecho y a la vez que abría dulcemente los brazos como para abarcarla y cobijarla en su nuevo sentir, entregó dócilmente el pecho a las puñaladas de ella.

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