Cuando estaba en el segundo trimestre de la carrera de Sociología, en la Universidad Autónoma Metropolitana en Ciudad de México, tuve un profesor anarquista, maravilloso. Entre otras cosas, al final del curso nos invitó a que nos autoevaluáramos. Lo hice, con cierto pudor, acostumbrado a ser sujeto de evaluación propio del colegio jesuita en el que había estudiado. Al principio no entendí de qué se trataba, tuve que digerir con calma tal transgresor aprendizaje.
Recuerdo poco del contenido de aquella materia, salvo la enseñanza final, el gesto evaluativo, pero guardo bien una lectura que el maestro nos compartió: De los libros al poder, de Gabriel Zaid (ed. Grijalbo, México, 1988). Buscando en la biblioteca que dejé en Bolivia y que recientemente redescubrí, me encontré con él, a dos décadas de distancia. Ha corrido agua por este puente, así que ahora leo el documento con ojos que vieron pasar muchas cosas. Retomo algunas notas.
El capítulo “De cómo el radicalismo aumenta con los ingresos” es una crítica cruda a la fórmula de ser de izquierda como estrategia de ascenso, buscado o no, disimulado o vanagloriado. Zaid muestra que en ciertas circunstancias, demasiadas diría yo, casi un patrón, ser radical en el momento correcto, conviene, ayuda a consolidar una posición económica, social, simbólica: “México es un país donde el radicalismo aumenta con los ingresos: donde los pobres son conservadores y los progresistas no son pobres”. Más adelante complementa el argumento: “A lo largo del siglo, ha quedado ampliamente demostrado que las banderas revolucionarias sirven más para trepar y prosperar en nombre de los pobres que para el beneficio de los pobres”. Tengo decenas de nombres, de amigos de antaño cuya trayectoria refrenda esa tesis, la hace cuerpo, le pone rostro, especialmente en la era del Proceso de Cambio masista.
Zaid critica que la izquierda se conciba a sí misma como una fuente de pureza, como moralmente superior: “La palabra izquierda se usa como la palabra decente, y quiere decir aproximadamente lo mismo (lo debido, lo conveniente). No se dice: en tal punto, con respecto a unos, estoy por la decencia; y, por lo tanto, con respecto a otros, estoy por la indecencia. Se dice: soy decente; más aún: soy la mismísima decencia. La indecencia (como la derecha, como el infierno) son los otros”. Esa idea purista de buenos y malos, de abarcar todas las dimensiones de la vida por una posición ideológica, es caricatural pero certera: en todo soy bueno si soy de izquierda, en todo son malos porque son de derecha. Cuántas veces no escuchamos en calles y periódicos exactamente el mismo mensaje en el contexto boliviano actual. El autor va más allá, cuestiona la idea de “ser de izquierda” como una condición: “En rigor, no se puede ser de izquierda (ni derecha): no hay tal manera ontológica de ser. Se está a la izquierda o a la derecha, y siempre relativamente en tal o cual punto, con respecto a tal o cual posición”.
Dos últimas citas que quedan como guante para Bolivia: “Los hombres de libros pueden estar al servicio de un guerrero analfabeto”; “Una cosa es que los libros sirvan al poder: otra que sirvan para llevar al poder”.
En suma, lo que Zaid desnuda es la máxima “saber para subir” que parece estar profundamente anclada en un sector de la izquierda, aquel que he llamado la izquierda de Estado, hoy con las riendas del gobierno. Lo que más sorprende es que escribió esos documentos a principios de los ochenta en México, y a cuarenta años de distancia se convierten en historias, con nombres, rostros y apellidos (en México, en Bolivia, en Nicaragua y tanto más).
Visionario. Indispensable volver a Zaid en la actualidad para entender mejor lo que se esconde detrás de los discursos eruditos, de las palabras bonitas, de los eslóganes más nobles. Sí, grande mi profesor anarquista que me abrió a lecturas fuera de dogmas y me enseñó a ver detrás del velo. Sus saberes hoy resuenan más que nunca.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM