El celular de Don Nicanor vibra en su almacén. Entre un video del partido entre el Real Madrid y el Barcelona y otro sobre temas políticos, aparece la transmisión en vivo del mensaje presidencial por el “Día del Estado Plurinacional”. Mientras embolsa el pan, pesa el azúcar y echa cuentas en la libreta fiada de Víctor, que esta semana otra vez pidió fiado, se alcanza a escuchar algo sobre la estabilidad económica y la necesidad de un cambio en la justicia del país. Al frente, en Melaza, un grupo de amigos se reúne en torno a unas tazas de café, como todos los días, para discutir con entusiasmo: que si este candidato es el bueno, que si el otro es peor, que si ahora sí va a cambiar todo, que si va a funcionar el bloque de oposición recién conformado, que si el bloque arcista le torció el brazo al bloque evista. Mientras tanto, Don Nicanor suspira y sigue cobrando porque, digan lo que digan, prometan lo que prometan y gane quien gane las elecciones de agosto, la gente igual tiene que desayunar.
Las elecciones llegan como el carnaval: con promesas coloridas, discursos repetidos y entusiasmo de última hora. Los posibles candidatos —porque nada está definido aún— hablan de empleo, de inversión, de estabilidad, de divisas, de combustible, de lucha contra la corrupción; mientras otros hablan de refundar el país —una vez más— y otros, con plena seguridad, defienden el proceso de cambio a como dé lugar. Pero el vecino que se levanta a las cinco para llegar puntual a su trabajo sigue esperando el minibús igual de lleno. La señora que vende empanadas en la esquina no cambia de clientela porque el gobierno cambie. Y en las casas, la mesa sigue puesta con lo que alcance ese día: a veces con mantequilla, otras solo con pan.
La política en Bolivia es un espectáculo constante. Los del oficialismo se pelean entre ellos, la oposición juega a estar unida, y todos hablan de democracia, justicia, cambio y progreso. Pero en medio de este ruido electoral, hay un grupo que nunca aparece en los discursos: los invisibles. No son parte de los cálculos políticos ni de los programas de gobierno; están ahí, sosteniendo el país con su esfuerzo diario, pero sin voz en el debate público.
Los vemos cada día, aunque pocos los miran. La señora que vende refresco en la plaza, el joven que trabaja diez horas en una construcción sin contrato, el niño que sale muy temprano a vender gelatina de pata en las calles, la familia que llegó del campo buscando oportunidades y terminó sobreviviendo en los márgenes de la ciudad. También están los maestros que educan en condiciones precarias, el personal médico que atiende sin insumos en los centros de salud y hospitales públicos, los transportistas que madrugan para trabajar en calles y carreteras llenas de baches. Todos ellos —por nombrar algunos— son esenciales, pero sus problemas rara vez ocupan titulares.
Mientras tanto, la clase política ya está en campaña. El oficialismo, fragmentado, intenta recomponerse mientras sus facciones se disputan el poder. La oposición, dividida como siempre, se muestra unida para la foto, pero nadie cree que realmente lo esté y todos sabemos que en cualquier momento empiezan a sacarse los trapitos al sol. Ambos bandos recorren ferias, plazas y mercados, saludan a la gente, prometen cambios y repiten discursos que suenan bien en la televisión. Pero cuando el micrófono y las luces se apagan, los problemas siguen ahí. No cambia nada.
El país atraviesa una crisis económica que se siente en cada rincón. La falta de dólares ha disparado la especulación y ha convertido la compra de divisas en una lotería. La escasez de combustible ha paralizado sectores productivos y ha afectado el diario vivir de las personas, ocasionando filas interminables en las estaciones de servicio, pero en los discursos oficiales la culpa siempre es del enemigo interno y externo. Los casos de corrupción aparecen cada semana, pero ninguno llega a condena firme. Se anuncian préstamos e inversiones millonarias en medio de amenazas de marchas, bloqueos y convulsión social mientras en los mercados los precios suben y los sueldos siguen iguales.
Se habla mucho de «la gente», pero solo cuando conviene. Se usan palabras como «el pueblo», «los ciudadanos», «la clase trabajadora”, «los indígenas», pero casi siempre para justificar intereses de grupo. Mientras tanto, en la realidad, el trabajador informal sigue sin acceso a seguridad social, el campesino sigue vendiendo su cosecha a precios de miseria, y los jóvenes siguen migrando porque aquí no hay oportunidades.
Los invisibles de Bolivia no son solo los pobres. También son aquellos cuya lucha no encaja en las narrativas políticas. Son las mujeres y niños que enfrentan violencia sin que el Estado los proteja, los pueblos indígenas que ven sus territorios amenazados por extractivismo de ambos lados del espectro político, los obreros que son usados como bandera, pero cuyos derechos siguen siendo vulnerados. Son también los ciudadanos comunes, aquellos que no militan en ningún partido y que solo quieren trabajar, vivir tranquilos, tener el desayuno y el almuerzo servido en la mesa y llegar a fin de mes sin tener que preocuparse por la inflación o la inestabilidad política.
Bolivia entra en otro año electoral, y otra vez las campañas estarán llenas de promesas. Pero, cuando las urnas se cierren y se cuenten los votos, los invisibles seguirán ahí. Sin discursos, sin programas de gobierno que los incluyan, sin el reflector de la política.
¿Mejorará la salud y la educación? ¿Tendremos un mejor sistema judicial? ¿Se luchará de frente contra la corrupción y el narcotráfico? ¿Mejorará la economía en el país? La respuesta más cercana a nuestra realidad es que no. Don Nicanor seguirá pesando el azúcar y embolsando el pan, el grupo de amigos seguirá tomando su taza de café todas las mañanas debatiendo sobre las políticas del nuevo gobierno, la señora que vende refrescos seguirá comprando el azúcar al mismo precio para preparar sus refrescos, los jóvenes seguirán migrando por mejores oportunidades y los jerarcas de la administración pública le seguirán echando mano a los recursos del Estado.
La política influye, claro. Pero lo hace de maneras que muchas veces no se sienten en la vida cotidiana. A Don Nicanor le sube el precio de la harina por decisiones que se tomaron a miles de kilómetros, pero eso no se menciona en los debates. A Víctor le descuentan “aportes voluntarios” de su sueldo, pero eso no lo cuentan en los mítines. En cambio, los discursos siguen girando en torno a las mismas promesas de siempre: desarrollo, empleo, estabilidad.
Las elecciones deberían importar. Pero mientras los políticos juegan al ajedrez del poder, la gente común sigue en su rutina, haciendo malabares con su bolsillo, madrugando, trabajando, viviendo. Porque al final, más que las promesas de campaña, lo que realmente cambia el desayuno es si llega el sueldo a fin de mes. Porque en este país, la democracia se disputa entre los que tienen el poder, mientras los que sostienen la sociedad siguen siendo solo eso: invisibles.
Julio Cesar Salamanca Veizaga