Claudio Ferrufino-Coqueugniot/1996
Se dice en la familia que aquel cuyo nombre se ubica en uno de los cuatro lados de la columna del cóndor de la plaza principal, entre los héroes cochabambinos, Manuel Ignacio Ferrufino, nació en Tarata. En la galería de notables de este antiguo pueblo-ciudad está su retrato. Y en su rostro puedo hallar rasgos de mi padre, del tío Hugo y de otros miembros familiares. Tal vez aparezcan en mí, cuando los años me equiparen con sus años y la piel se me caiga de a poco.
En la acera este de la plaza 14 de Septiembre, tapada por un carrito de dulces, hay una placa que recuerda el lugar del fusilamiento de Mariano Antezana. Ahí, no sé si precisamente en el metro exacto, pero sí donde alguna vez se ubicó un restaurante llamado «El Horno», ejecutaron a mi antepasado junto a él. El día anterior había sido sangre de mujeres. En la colina, no lejos, Goyeneche embebió a sus soldados de licor de hembras. La muerte, hembra también, no había tenido piedad con sus hijas. Entre las combatientes estaba Manuela Josefa Saavedra, esposa de Manuel Ignacio. Aquel 1812, ella y su esposo se matrimoniaron bajo la luna de miel que se había vuelto roja por orgullo de España. Manuel Ignacio Ferrufino fue atrapado y fusilado el día posterior a la masacre.
El arequipeño se bañaba en sangre. Le habían dicho que así conservaría la plenitud de sus virtudes, para siempre. En el Desaguadero fue cruel con las tropas de Castelli; en Cochabamba creyó que cortando cabezas mujeriles la piel se le pondría blanca. Ya no está la torre desde donde miraba a la ciudad. En un lugar de la Chimba no queda rastro de ella. Pero su diabólico fantasma aún hace sonar el catalejo que lleva. Desde el fondo de las chicherías de largo patio se lo oye pasar como reloj de metal. Dicen, decían los viejos, que ahí andaba Goyeneche buscando su torre.
Lo duro es haber perdido el rastro de Manuel Ignacio y de su esposa. Lo terroso de la muerte pone demasiada oscuridad sobre su recuerdo. Después aparece una hermosa mujer, hija suya, la «sin par Anita”, que fue esposa del desgraciado Pedro Blanco, presidente de días. A ella la había marcado la tragedia de los antecesores, como me marca a mí, a pesar de que me oculto en las grandes ciudades de la modernidad y nadie sabe dónde vivo. Tengo detrás el espectro del arequipeño, cargado de sables y balas para asesinarme.
Pero no podemos borrar el pasado. Debemos aceptar que la distancia temporal de los hombres es sólo nominal. Cuando lo trágico ha sentado sus bases en un lugar, la historia desaparece; todo se reduce a un cambio de escenario y de actores. Ni los brujos de Coña Coña que absorben el oscuro mal de nuestras cabezas y lo mezclan con alcohol y coca y corren a la noche afuera para botarlo a un agujero del que ya no salga más, podrán evitarlo.
Son las siete de la mañana, diciembre del 96. El oráculo chino, a principios de año, me había predicho meses de impresionante triunfo. Sugirió un tiempo feliz. Pero ahora estoy tan triste y tan solo como los judíos que cantan su diáspora sin fin en el tocadiscos. Quizá ellos me entenderían, desde la penumbra del lodo ruso, desde donde los acosan sus innombrables fantasmas, Dios entre ellos, que me alcanzaron, por otro lado, también.
Hablaba de Manuel Ignacio y termino hablando de mí. No es casualidad, lo único que hicimos fue cambiarnos de traje en un teatro sin término. El Tambor Mayor Vargas, soldado de republiqueta, sin mencionar su nombre, habla de él. Y cuando lo hace, montado y huido a diario, siento que a donde vaya me perseguirán estas muertes, los eucaliptos de Ayopaya, la desolación de Falsuri, los lanceados, apedreados, decapitados. Quizá tenga que pedir a España la razón de mi tristeza, el origen de mis sangres que me hacen ser uno a cada instante, uno diferente cada día. Y yo sin saberlo, aprendiéndolo cuando ya algo malo ha sucedido. Y repitiendo los supuestos errores de todas mis razas otra vez.
Entre los héroes paternos hay un grande ahorcado: Pedro Domingo Murillo. Mi abuela, Neptalí Murillo, descendía directamente de él, de la rama de Gregorio Murillo Gáez, lancero en Ingavi. Una muerte más que se agolpa en los estantes de la memoria.
La historia ha trillado el relato demasiado, la historia decora. Nadie nos pregunta a nosotros, dueños de su sangre, cómo vemos el asunto. Responderíamos que no lo vemos, en realidad, sino que lo sentimos, pero no como la gloria que nos eleva por sobre los demás, un rasgo distintivo que nos hace más valientes o más audaces; vive en nosotros igual a un homúnculo kafkiano que observa el exterior desde su torre enrejada. La sangre de nuestros personales héroes martirizados pugna por salir de nosotros como un Golem, por huir y desmantelar la vida que ha permitido, y permite, habitar la tierra con violencia. No perdura el héroe, en sus hijos, pleno de sangre rebelde. Vive, sí, pero con la tristeza del que ha visto en carne propia lo insulso de la muerte.
Y la certeza del absurdo que significa matar o ser muertos, de que jamás podremos sentarnos entre todos a conversar, nos obliga a nosotros, hijos o nietos de héroes, a buscar una sombra donde no puedan encontrarnos, donde no quieran que del fondo de nuestro corazón reavivemos la intensidad, lucidez y valor de los viejos, queridos muertos.