—¿Quién iba a pensar que iba a ganar Paz? —me dijo anoche Juan, mientras bloqueaba su celular en la entrada a su hostal—. “Aquí nadie lo mencionaba, pero todos estaban cansados”. Su esposa, desde la cocina, le gritó: “¡Yo lo sabía! Cuando la gente se calla es porque va a sorprender”. Y esa escena doméstica, sencilla, resume lo que pasó este domingo: la política ya no se decide en los estudios de televisión, sino en las cocinas, en las ferias, en los murmullos que no llegan a las encuestas.
Nadie lo esperaba. Nadie lo anticipó. Y, sin embargo, pasó. Rodrigo Paz, ese candidato que las encuestas miraban de reojo y que los analistas apenas mencionaban como actor de reparto, terminó ganando la primera vuelta con el 32%. Una victoria que no solo descoloca a sus rivales, sino que también desnuda la profunda incapacidad de las encuestadoras de leer lo que pasa en la esquina, en la plaza, en el campo y en las ciudades.
Lo acompañará en la segunda vuelta Jorge “Tuto” Quiroga, que festeja como si hubiera ganado, aunque en realidad quedó segundo. Y ahí está la ironía: Tuto celebrando una derrota que le permite seguir vivo, mientras Paz celebra un triunfo que le abre las puertas a una batalla todavía más difícil. Porque una cosa es ganar la primera vuelta contra un MAS desmembrado y otra, muy distinta, es armar la coalición necesaria para vencer en el balotaje.
El dato que retumba como campana es la implosión del MAS. Ni Andrónico ni Del Castillo alcanzaron juntos el 11%. Se acabó la magia. Se acabó la hegemonía. Se acabó la mentira de que la marca “MAS” era suficiente para ganar en el campo, en la ciudad o donde sea. Esta elección mostró que hasta en el área rural, donde el voto azul parecía inamovible, hubo un “ya basta”. El MAS murió de lo que mata a todos los gigantes: el cansancio.
Pero conviene detenerse. ¿El triunfo de Paz se explica por su carisma? ¿Por su apellido? ¿Por la campaña? ¿O simplemente porque la gente necesitaba un rostro nuevo donde depositar su hartazgo? Quizás haya un poco de todo. Paz, que parecía un candidato decorativo, supo capitalizar el voto indeciso y el descontento, en un país que buscaba una salida y no la encontraba en los nombres reciclados de siempre.
El gran secreto, dicen algunos, estuvo en Lara, su candidato a vicepresidente. Un ex policía convertido en cruzado anticorrupción, que movió las redes sociales con un lenguaje simple, frontal y mordaz. Mientras los demás hablaban de macroeconomía y planes de gobierno que nadie leía, Lara se dedicó a encarnar el “ya basta” ciudadano. ¿Fue suficiente para arrastrar a Paz hasta el primer lugar? Puede que sí.
Ahora bien, la segunda vuelta no se gana con discursos virales ni con apellidos heredados. Se gana con alianzas. Y aquí empieza el ajedrez. Tuto Quiroga tiene la experiencia de haber estado ahí, en el poder, y también la mochila de sus viejas batallas. Paz tiene la frescura de la sorpresa, pero también la fragilidad de no tener un aparato político consolidado. ¿Quién logrará atraer a los huérfanos de Samuel Doria Medina, que otra vez se quedó con las manos vacías? ¿A dónde irán los pocos votos de Andrónico y Del Castillo? ¿Qué harán los desencantados del MAS que no se resignan a votar por quienes consideran traidores?
En el tablero regional, la victoria de Paz en La Paz, Cochabamba, Oruro, Potosí y Chuquisaca dibuja un mapa inesperado. El centro y el altiplano le dieron su confianza, mientras que el oriente, tradicionalmente más conservador, sigue dividido. Ahí Tuto todavía guarda capital político, especialmente en Santa Cruz, donde su discurso liberal clásico aún tiene eco. La segunda vuelta será, entonces, una pulseada de geografías: el altiplano y los valles contra la llanura oriental.
Pero no nos engañemos: la segunda vuelta no será un plebiscito entre dos programas de gobierno. Será un referéndum sobre quién encarna mejor la promesa de cambio. El que logre persuadir al votante que ya no quiere más del mismo menú, ese ganará. Lo demás son papeles para archivar.
El rol de Samuel Doria Medina no es menor. Aunque quedó fuera, sus votos —que en algún momento fueron el 21% en las encuestas— son decisivos. Samuel es pragmático, siempre lo fue, y su apoyo se negociará como oro en polvo. Ya se inclinó por Paz, apostando a un rostro más joven, dejando a la deriva a Tuto, con quien comparte ciertas visiones económicas. Lo cierto es que Samuel nunca fue altruista: donde ponga sus votos, pondrá también condiciones. Y no pequeñas.
Y los fantasmas del MAS siguen rondando. Porque aunque se desplomaron, no hay que darlos por muertos. En política nadie muere del todo, ni siquiera cuando el pueblo les da la espalda. Los azules saben reorganizarse en la sombra, saben esperar y saben sobrevivir. Por ahora, no son protagonistas, pero nadie debería descartar que reaparezcan más adelante, vestidos de víctima y con un nuevo relato bajo el brazo.
Lo que sí parece irreversible es el fin de la hegemonía. Por primera vez desde 2005, Bolivia tendrá un gobierno que no nacerá del MAS ni con su sello. Eso ya es una transformación histórica, con todas sus incertidumbres y sus riesgos. Porque acabar con el ciclo azul no significa automáticamente abrir un ciclo virtuoso. Significa abrir una puerta. Lo que pase dentro de esa puerta todavía es un misterio.
Hay algo irónico en todo esto: el MAS, que se creyó eterno, terminó desintegrado por las mismas prácticas que antes le dieron poder. El caudillismo, el personalismo, la incapacidad de escuchar, el desprecio al adversario, el clientelismo. Todo eso, que alguna vez le aseguró victorias, hoy se convirtió en la soga que lo ahorcó. El MAS se mató solo. Y lo que vimos ayer es el funeral.
Ahora bien, ¿qué tan confiables son las encuestas en Bolivia? La respuesta es simple: nada. Este domingo lo demostró con crudeza. Mientras las encuestadoras nos vendían el cuento de una elección apretada entre Samuel y Tuto, el pueblo estaba decidiendo otra cosa en silencio. Nadie midió el voto oculto, nadie entendió el hartazgo. La política, al final, no se mide con encuestas. Se mide en las urnas, en la fila, en el voto callado de la señora que nunca aparece en los grupos focales.
La segunda vuelta será también un examen para los votantes. Porque elegir entre Paz y Tuto no será elegir entre izquierda y derecha, ni entre continuidad y ruptura, sino entre dos versiones de un mismo anhelo: sacar al país de la podredumbre política en la que está hundido. La pregunta es cuál de los dos convencerá de que tiene la llave, aunque en el fondo ambos sepan que la cerradura está oxidada.
La otra pregunta es cuánto de esta victoria se explica por el azar y cuánto por estrategia. ¿Ganó Paz porque supo leer el momento o porque simplemente estaba en el lugar correcto cuando la ola del hartazgo arrasó con todo? Tal vez no importe. En política, la suerte también cuenta. Y hoy, la suerte le sonrió.
Lo cierto es que Bolivia entró en un nuevo ciclo. No sabemos si mejor o peor, pero distinto. Y eso ya es mucho para un país cansado de promesas rotas. La política boliviana nunca deja de sorprender, y esta vez, más que sorpresa, parece un terremoto. Los escombros todavía huelen a azul.
Mientras tanto, los fantasmas siguen rondando. Los fantasmas de un MAS que no termina de irse, de unas encuestas que ya nadie cree, de unos políticos que celebran derrotas como victorias y de un pueblo que vota con rabia, con esperanza, con cansancio. Los fantasmas, al final, siempre están en la urna.
—¿Y ahora qué va a pasar? —me preguntó la esposa de Juan mientras tomaba su jugo de coco en la plaza, viendo cómo la gente salía a festejar entre petardos y gritos el entierro del MAS—. “Yo voté por Paz, pero no sé si lo volveré a hacer”. Ese “no sé” es la clave de la segunda vuelta. Entre la duda y la esperanza, entre el miedo y el hartazgo, ahí se definirá el futuro. Y quizás, como siempre en Bolivia, la historia se decida otra vez en la esquina, con una taza de café y un murmullo que nadie midió.