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Los bulos sobre los incendios

La mentira en red —sobre todo en red— es adictiva. No sirve ya mentirse a uno mismo y morir con las botas puestas de un ataque de débil creencia, burdo convencimiento o alguna verdad sencillamente política y, entonces, casi imposible de repensar por una cuestión de ceguera, seguridad laboral u orgullo personal. En este siglo XXI, el de las sordideces, hay que diseminar la mentira; en lo posible, volverla viral.

“¿Cuál es el costo de las mentiras? No es que las tomemos por verdad. El peligro real es que si oímos suficientes mentiras, entonces ya no podremos reconocer la verdad. ¿Qué hacer entonces? ¿Qué queda si no abandonar incluso la esperanza de la verdad y conformarnos en cambio con historias? (…) Un mundo justo es un mundo sensato” (Jared Harris interpretando a Valery Legasov, científico soviético que se ahorcó dos años y un día después del accidente nuclear, en Chernobyl, producción de HBO).

Cuando el reactor 4 de la planta de energía atómica de Vladimir Ilich Lenin estalló, el mundo había dejado de ser sensato hace mucho. Y también había mentido lo suficiente como para creer en todo lo que se dice por ahí en paquete cerrado. Pero, hay mentiras y mentiras. Y bulos (probablemente del caló, la variedad del romaní, ‘porquería’) o “noticias falsas propaladas con algún fin”. En palabras ajenas a la definición del diccionario, un bulo es una falsedad pergeñada para engañar de forma masiva a la gente utilizando internet y otros medios de comunicación.

Esta realidad, como se ve, afectada por el fenómeno de la posverdad, exige estar despiertos para no caer en aquella engañifa. Bulos o simples mentiras se diferencian unos de otros por su grado de incredibilidad: algunos son francamente grotescos.

¿Cuál es la esencia de los bulos? No es la travesura, como se podría llegar a pensar, menos aún la convicción ideológica, la militancia política o la más torpe complacencia al jefe, sino las ganas de perjudicar, ese ánimo íntimamente siniestro (y a menudo tan futbolero) de esparcir aquello que pueda dañar a una persona o institución. En el mejor de los casos, un bulo desinformará acerca de algo que no tiene mayor importancia.

El método es tan sencillo como efectivo. Te llega la información, la lees, te indignas y de inmediato, generalmente sin antes verificarla, la reenvías. Así, casi sin darte cuenta, caes en la trampa del bulo porque diseminas información muchas veces falsa.

Está pasando con la tragedia de la Chiquitanía, de la que se aprovechan sin reparo moral los interesados en afectar la imagen del partido o el candidato al que aborrecen o al que, por un sueldo, deben destrozar en las redes sociales vía post, tuit o meme.

Han dicho, a través de las redes, que el bombero paceño murió baleado; han dicho que “soldados y bomberos del Gobierno” provocan incendios; han dicho que la Gobernación de Santa Cruz provoca los incendios; han dicho, han dicho y han dicho sin que nada de lo que hayan dicho fuera probado. Pero lo peor no es que lo hayan dicho, sino que lo dicho fue viralizado. La mentira no puede morir en uno, debe ser regada.

Nadie debería ser tan crédulo para no saber que, a un mes de las elecciones, todo o casi todo lo que circula tiene un trasfondo político. Unas elecciones en puertas representan el mejor producto inflamable para provocar incendios de la envergadura de un bulo. Por eso, hoy, asistimos a un perverso duelo de bulos en las redes.

¿Cuál es el peligro real? Que, como dice el personaje de Legasov, si oímos suficientes mentiras, ya no podremos reconocer la verdad.

La mentira ya no tiene patas cortas: este es el siglo de las mentiras sin patas. Se han vuelto bulos generados por troles (o haters) que publican bots (o robots) programados para reventar a las personas. Y, ojo por ojo, diente por diente.

¿Qué de sensato hay en esta trama sórdida y vil? Estaba pensando que hay que odiar mucho al que piensa diferente como para endosarle una mentira del tamaño de un incendio de dos millones de hectáreas de bosque.

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