De: Geovannys Manso / Para Inmediaciones
Poco he peregrinado por el mundo, pero mis estancias en Venezuela, España y, más recientemente en México, me han bastado para apreciar un extraño fenómeno. Cuba es un país con una vasta migración de sus ciudadanos. No es una historia reciente, aunque a raíz del triunfo de la Revolución cubana, por diversos motivos, sobre todo económicos y políticos, el cubano ha expandido sus horizontes y se le puede hallar —para qué negarlo—, en los sitios más inverosímiles de la tierra.
El extraño fenómeno se basa en la asimilación, casi siempre forzosa, del acento del país que han elegido para vivir. De este modo, un cubano en Madrid, a poco de llegar, utiliza la zeta y la jerga española con sobrada maestría. En Brasil o Portugal, en Suecia o Dinamarca, en New York o CDMX, se disfrazan, mutan, proyectando seseos, disonancias, evadiendo cualquier variante que los fije como ciudadanos insulares.
En todo caso, la pregunta es ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué un cubano que ha vivido hasta la adultez en la isla, adquiere forzados acentos, giros, coloquialismos? ¿Por qué no defiende, a ultranza, la verdad o el terror del español que hablamos por estas tierras?
En muchos de ellos he podido advertir un deseo por evadir o evitar cualquier pasado que los vincule a la isla. Quisieran borrar todo atisbo, todo gesto, todo guiño que delate su ciudadanía, su herencia.
Para algunos, es una vía, un método para sobrevivir, para sumarse al gentío, a la ola, como decimos en Cuba. Para no ser la oveja negra en un coro de amigos o compañeros de trabajo.
Para otros, sobre todo cuando convergen con otros cubanos recién llegados de la isla, adquiere el rasgo de superioridad, una advertencia: “Ves, yo vivo aquí. Soy de aquí. Tú solo estás de paso. Yo soy un nativo…”
Y aún queda una variante que he observado. Aquellos que lo hacen por puro esnobismo (en Cuba existe una frase mucho más típica: sapingos).
Aquel que incluso viaja por poco tiempo al extranjero: pueden ser días, meses o años y regresan a casa con el más claro acento español, mexicano, colombiano o el más socorrido de ellos: el porteño.
Sí, el cubano es una esponja si de acentos se trata. Puede ser que convivan medio siglo con los romanos y no perciban otras luces que aquellas de posicionarse de un italo-español que denuncie su estadía en tierras de Dante.
No pretendo cuestionar o criticar esta actitud. Supongo que existirán condiciones sociológicas para ello, mucho más serias que esta leve observación que he podido asimilar.
Puedo comprender que un niño que sale de Cuba y vive el resto de sus días en otro país, acceda de forma inmediata a estos aprendizajes, pero siempre me pongo a la defensiva cuando conozco a un cubano que a los tres meses de vivir en Granada, es más andaluz que Federico García Lorca.
Hace apenas unos días, en un encuentro de escritores, en México, en un programa internacional de talleres de creación bilingüe, debimos presentarnos. Aun no comprendo por qué se exigió que aquellas presentaciones se hicieran en inglés, si era tan válido este idioma como el español. Uno a uno, los escritores fueron presentándose en el idioma de Hemingway y cuando me tocó el turno, sin pensarlo demasiado, lo hice en perfecto “cubano”. No lo hice por un exceso de patriotismo, ni porque odie al inglés, sino porque lo creí justo, tratándose de un ambiente dual, donde cabía un idioma tanto como el otro.
Por suerte, he salido de Cuba y he regresado. He estado en Moguer, en Caracas, en Ferrol, en CDMX, en Tepoztlán, en Madrid, en Cuernavaca, en Santiago de Compostela y en otros muchos lugares. Allí, siempre, he sido fiel a algo más profundo y sutil que mi acento. Me ha enriquecido el lenguaje, sus variantes, sus modismos, pero he podido cantar una canción de Los Van Van como el cubano que soy y seré.
Y aunque mañana me mude a Groenlandia, las focas y los nativos, tendrán que soportarme mi cubaneo a flor de piel: mi café fuerte, expreso, mis cigarrillos sin filtro y mi apego al Havana Club con hielo.