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Lo que nos robaron fue el debate

Una mañana o tarde cualquiera, hace algunos años, en las gradas de la plaza San Francisco, un obrero con su guartajo discutía con un universitario sobre la nacionalización del gas. En la plaza 24 de Septiembre, un grupo de ancianos jugaba ajedrez mientras otros leían el periódico y de pronto se armaba un debate digno de escuchar. Entre empanadas de queso y silpanchitos con harta llajua, en la plaza 14 de Septiembre se debatía sobre el país, el gobierno, la justicia, la corrupción, el hambre. El atrio de la Universidad Mayor de San Andrés era el lugar propicio para debatir sin cámaras, sin micrófonos, sin trolls ni bots. Solo la palabra. Solo las ideas. Solo el deseo de entender el país que se nos escapa de las manos.

Esos espacios existieron. Sí, existieron. No son nostalgia, son memoria. Porque el debate no solo ocurría en los sets de televisión o en los salones rojos universitarios. Ocurría en las plazas, en los cafés, en las canchas, en las ferias, en la calle. Y no necesitábamos títulos para abrir la boca. Solo ganas de pensar, de escuchar, de contradecir, de aprender. ¿Dónde están esos espacios hoy?

Nos los quitaron. A punta de miedo, de control, de discurso único, de propaganda. Nos cerraron la boca con slogans y nos llenaron los oídos de verdades oficiales. Y lo peor: nos convencieron de que debatir era peligroso. Que mejor callar. Que mejor no meterse. Que mejor aplaudir y obedecer, que mejor darle me gusta a la foto o al slogan en las redes sociales. El debate desapareció como desaparecen las cosas que estorban al poder.

Han pasado más de veinte años desde el último debate presidencial de verdad. Uno en el que los candidatos se enfrentaban sin guiones, sin teleprompter, sin maquillajes. Desde entonces, lo que tenemos son shows. Coreografías mal ensayadas donde los “candidatos” —que de candidatos solo tienen el nombre y las ganas de figurar— recitan promesas recicladas y se miran con cara de cordero iluminado. ¿Debate? No jodan.

Y ahora, otra vez elecciones. Otra vez se asoman las caras de siempre, las promesas de siempre, los silencios de siempre. Andrónico Rodríguez, Eduardo del Castillo, Tuto Quiroga, Samuel Doria Medina, Rodrigo Paz, Jaime Dunn. ¿De verdad alguien cree que entre ellos podría surgir un debate serio, profundo, necesario? ¿Qué podríamos esperar de esa mesa redonda? ¿Un debate o una batalla de memes?

La política boliviana está infestada de egos, no de ideas. Y sin ideas, no hay debate posible. Porque debatir no es gritar más fuerte ni repetir eslóganes. Debatir es tener pensamiento propio, argumentos, lecturas, propuestas. Es escuchar y saber defender lo que se cree sin recurrir al insulto. Y eso, lo siento, no abunda ni en el oficialismo ni en la oposición.

Ni los evistas ni los arcistas tienen capacidad de sostener un debate que supere la consigna. Y la oposición, dispersa, confundida, entre el negocio electoral, el discurso antimasista y la nostalgia republicana, tampoco da para nada. ¿Dónde están los proyectos? ¿Dónde los programas? ¿Dónde los equipos técnicos? ¿Dónde las ideas? No hay. Solo hay hambre de poder.

Y, sin embargo, necesitamos recuperar el debate. Porque en el debate se construye ciudadanía, se afilan las ideas, se prueba la coherencia. Un país que no debate es un país que no piensa. Y si no pensamos, estamos jodidos. Porque otros lo harán por nosotros, y ya sabemos cómo acaba eso.

No es solo culpa de los políticos. También es culpa nuestra. Por conformarnos con “lo menos peor”. Por celebrar el espectáculo en vez del argumento. Por quedarnos en la queja y no dar el salto al pensamiento crítico. Por aceptar que el país se hunda mientras nosotros discutimos en Facebook por quién tiene más likes.

Debemos exigir debates. Exigir que los candidatos muestren lo que piensan, cómo lo piensan y para qué lo piensan. No basta con decir “yo no soy Evo”, “yo sí soy del proceso” “100 días, carajo”, “Evo de nuevo, huevo carajo” o llenarse la boca de democracia, libertad y cero tolerancia a la corrupción. Queremos saber qué proponen para la salud, para la educación, para la justicia, para la economía. Queremos verlos sudar cuando se les pregunte por corrupción, por narcotráfico, por su pasado. Queremos ver si tienen la talla.

Porque seamos sinceros: la mayoría de los que quieren postular no pasan ni la prueba de lectura de un artículo serio. Quieren gobernar, pero no entienden el país. Hablan de libertad, pero temen al disenso. Usan palabras como “unidad” o “democracia” sin saber lo que implican. No hay sustancia. No hay pasión. Solo ambición.

Y lo peor: nadie se prepara para debatir. Nadie estudia. Nadie escucha. Nadie se rodea de gente con criterio. Todos buscan aplaudidores, no críticos. Todos quieren ganar sin merecerlo. Gobernar sin entender. Mandar sin dialogar. Prometer sin rendir cuentas.

¿Qué haríamos si mañana se organizara un verdadero debate? ¿A quién escucharíamos con gusto? ¿A quién creeríamos? ¿A quién seguiríamos después de apagar la televisión o dejar el celular a un lado? ¿Quién sería capaz de conmovernos, de convencernos, de movilizarnos de seducirnos? Esa es la verdadera tragedia: hoy no tenemos a nadie.

Pero necesitamos recuperar el debate, así sea entre nosotros, en las plazas, en los cafés, en las universidades, en los mercados. Aunque los candidatos sigan mudos o vacíos, nosotros no podemos renunciar a la palabra. Porque sin ella, sin el ejercicio del pensamiento, no hay democracia que valga.

Nos robaron mucho en los últimos años. Nos quitaron derechos, nos vaciaron los bolsillos, nos mintieron sin pudor. Pero lo más grave fue lo que no notamos al principio: nos robaron la voz. Y sin voz, no hay país.

Así que sí, hay que exigir debates. Y también hay que volver a debatir. Aunque sea con ají de fideo en la mano, aunque sea en las gradas de la plaza San Francisco antes de mirarlo al Garo, en la plaza 14 de septiembre, en la plaza 24 de septiembre entre un café y una partida de ajedrez, en el atrio de la UMSA, aunque sea entre risas, aunque sea a gritos. Porque el silencio, ese sí, nos está matando.

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