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Lo que la pandemia nos dejó

Hace dos años que estamos esperando este momento. Cuando llegó el tenebroso virus del Covid, una de las preguntas que rondaba era cuánto iba a durar la pesadilla. En el colegio de mis hijas les dijeron que se suspenderían las clases hasta final de mes. Yo, recordando el encierro que se vivió en México durante un par de semanas en el 2009 tras la aparición del H1N1, creí que el escenario sería similar, no pasarían más de unos días. Y aquí estamos, recién empezando a ver tímidamente el final de una larga espera.

¿Qué nos dejó esto que todavía no termina? No estoy seguro de que realmente hayamos aprendido, pero me apresuro a reflexionar sobre el tema. Primero, quedó clara la necesidad de un sistema de salud pública sólido, estable, eficiente. Todavía se escucha el eco del neoliberalismo repitiendo que la salud -como la educación, el transporte, la economía, etc.- debe someterse a las exigencias del mercado. No, con el Covid queda claro que la atención y el cuidado del cuerpo debe ser responsabilidad estatal.

Y más: uno de los aprendizajes es que la distribución de las vacunas tuvo que ser por edad y no por posición social. Sólo el factor etario – y no la situación económica, étnica, de género o ideológica- debe ser el parámetro para la inoculación. Si bien es cierto que hubo decenas de irregularidades, ese principio aplicado en la mayoría de los países implicó no someter la salud al sistema de desigualdad de las naciones profundizándolas todavía más. 

También espero que la sociedad haya aprendido que hay prácticas muy sencillas pero absolutamente indispensables. Me refiero, sobre todo, al lavado de manos. Algo tan básico debió ser una inercia cultural promovida por varios frentes hace décadas. Se debió hacer el esfuerzo de tener lavabos en todos los lugares públicos (plazas, transportes, mercados, comercios, etc.). El uso de cubrebocas que, como sucede en oriente, pudo haberse incorporado a la cotidianidad hace tiempo; lo propio con la ventilación de los espacios, el uso del gel y el alcohol.

La pandemia también aceleró procesos que, si bien estaban en curso, en estos dos años se consolidaron. Me refiero a la virtualidad y el uso del internet. Las plataformas virtuales se multiplicaron y se incorporaron a los distintos campos de lo social. Hemos vivido una suerte de desterritorialización para nuestras relaciones primarias; ha quedado claro -para bien y para mal- que se puede trabajar sin pisar una oficina, que es posible celebrar cumpleaños con amigos en la distancia, que las relaciones amorosas y familiares se expanden por la fibra óptica.

Hemos escuchado conferencias interesantísimas de gente que estaba en el otro lado del mundo, o hemos tenido reuniones con amigos de distintos continentes en el mismo instante. Lo curioso es que, a la vez, la ausencia de lo corporal nos ha hecho revalorizar la presencialidad, la necesidad de tocar, de ver en tres dimensiones a los demás, de sentirlos, de olerlos, de escucharlos no por la pantalla. Es muy posible que en el futuro tengamos que acostumbrarnos a la combinación de ambos formatos de intercambio en la familia, el trabajo, la comunidad.

Finalmente, con todos los problemas, los miedos, las ausencias, y los nuevos desafíos, creo que ver el posible fin de la pandemia nos puede devolver las ganas de vivir, sabiendo que vendrán otros riesgos -sanitarios, sociales, políticos-, pero cultivando la paciencia, la reflexividad y la sabiduría, tal vez logremos sortearlos.

Hugo José Suárez es investigador de la UNAM.

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