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Lo enorme, lo mínimo

Andrés Canedo

Mirar hacia fuera, mirar hacia dentro. A lo grande y a lo pequeño, íntimo. Inclino la cabeza hacia atrás, abro los ojos, y allí está la noche gigantesca mostrándome su desparramado infinito de estrellas, soles, planetas, galaxias, que imagino más que ver. Aunque la noche en el campo es serena, “agua de pozo”, pero sin límites. Y esa exacerbación de espacios, me trae, como otras veces, la conciencia de mi pequeñez. No soy nada, claro, en medio de aquellas magnitudes alucinantes. No soy nada, y soy todo, porque todo sucede a través de mí, porque todo en mí significa. Ya lo había vivido, más de cincuenta años atrás, la noche en la que fui invitado al Observatorio Astronómico de Córdoba, por un amigo al que le pagaba mal, pues estaba enamorado de la mujer de él. Y ella, entre las penumbras de aquel lugar que permitía avizorar la luz de los astros, se desplazaba cerca de mí, vibraba a mi lado, me hablaba, sin palabras, en lenguajes crípticos que alentaban mi esperanza y que, por momentos, me arrancaban de la contemplación imperativa del cielo y sus misterios. Fueron dos o tres horas, durante las cuales pude abandonarla, perderme en la inmensidad luminosa en medio de lo negro, y culminar, ya más cerca de nosotros, en la visión, a través del telescopio, de Júpiter, planeta misterioso cubierto de una especie de camiseta con franjas, y más adentro, imágenes reveladas del terror y de la aceptación

Sí, yo era muy poca cosa, era nada, y la emoción al culminar la observación, me hizo decir aquello de que no era nada y sin embargo, lo era todo, porque en mí se agitaban las emociones que me planteaba el cosmos, y porque volvía a vivir la presencia de ella, hecha más de vibraciones corporales, que de imágenes nítidas que pudieran inscribirse en los conos y bastoncitos de mi retina. Pero mis palabras, posiblemente absurdas, salieron inflamadas de sentimiento y cobraron fuerza, porque ella, en los únicos vocablos que cruzó conmigo durante toda la noche, dijo: “Yo también siento así”. Regresé a casa internándome en el amanecer, buscando en mi alma y en el resto de la noche que quedaba, respuestas a tantas preguntas no satisfechas. Al día siguiente, la llamada inesperada de ella, me hizo saber, con certeza, que en ese entonces y ahora, los encuentros sólo se dan aquí en la Tierra, en este minúsculo punto azul, perdido, casi invisible, en la vastedad fría y desesperante del cosmos. Y nos encontramos, claro. Piel, carne palpable y penetrable, sueño lanzado con la fuerza del espíritu y del deseo a distancias también siderales. Sabía, sin en realidad saberlo, que todo aquello percibido, era o pertenecía a la física clásica, a la lógica razonablemente humana, a la linealidad del tiempo, a causas y consecuencias.

Años más tarde, seguí mirando hacia dentro de mí, seguí incapacitado de resolver el misterio, de saber quién realmente soy. Apenas se me reveló, una insinuación de por qué vivo, de que el amor (tantas veces egoísta) guió mis actos y mis búsquedas. Pero una nueva propuesta se abría a mi curiosidad, la Mecánica Cuántica, el infinito de lo mínimo, de lo más pequeño. Cedí, como siempre a la tentación, y me llené del desengaño doloroso del conocimiento. Los átomos, aquellos intuidos por Demócrito en la lejana Grecia, eran en realidad vacíos. La enorme distancia entre el núcleo y sus electrones, hacía que lo que nos componía, estaba lleno de la nada, del vacío. Que si se pudiera juntar la materia que nos integra, seríamos menos que una mota de polvo. Aprendí que tocar (tocar tu cuerpo de diosa, por ejemplo) era una especie de engaño de nuestro cerebro, porque lo que nuestro tacto percibe, es en realidad la repulsión, el rechazo del campo eléctrico, producido por los átomos vacíos que te conforman y me conforman. Esa solidez, en realidad, densidad que creemos percibir, no es nada más que una falacia, una artimaña de nuestra mente. Que la luz que pareces irradiar, que la luz que pretendo darte, no puede penetrar los átomos. Que los electrones, tan supuestamente tuyos y tan supuestamente míos, pueden en realidad ser simultáneamente ondas y partículas. Que el espacio vacío, en realidad no lo está, sino que está ocupado por partículas (u ondas) que dan la idea de firmeza debido a su naturaleza tambaleante. Que esas partículas, pueden estar al mismo tiempo en dos lugares diferentes y que entre sus dos naturalezas que son sólo una, se comunican a larga distancia. O sea, que lo que se observa, se modifica al observarlo, las cosas, tu piel, por ejemplo, pueden ser de una manera o de otra, y eso es real aunque yo no pueda dejar de verte siempre bella, siempre deseable.

Para consolarme, me dije que esa honda sabiduría habría que mantenerla siempre honda; lejana, no presente. Aunque, más de una vez cuando te toqué en esta tierra y en ese amor, no pude evitar pensar que estaba con mis manos acariciando el vacío y tú te asombrabas de mi expresión ausente, de esas ausencias momentáneas mías, que hicieron que un día te fueras, y yo, apenas humano en esta tierra cotidiana, volví a la soledad “verdadera” y al escepticismo. Desde adolescente me habían advertido que el conocimiento trae dolor, que el precio de la sabiduría es el escepticismo. La vida, esto que llamamos vida, me permitió otras oportunidades, otros tactos, otras penetraciones cuajadas de luz. Pero fueron instantes, pues claro, ya estaba contaminado de un mínimo saber que solía hundirme en la desesperanza. Tuve que aprender que lo humano nos redime, nos da una posibilidad de sentido en el sinsentido de la existencia. Que el amor, que quizá no sea más que reacciones químicas que pueden explicarse con fórmulas, es el que nos arma, nos conforma, nos consolida, nos da posibilidad de trascendencia. Una tarde de desamparo, en algún lado sonó el Vals de las Flores, de Tchaikovsky, y la emoción que me produjo, me integró, de pie, en el planeta que habitamos. El arte, lo supe, nos brindaba la posibilidad de completitud, de estar acabados, cabales. Ya no me desespero, puedo seguir, caminando, caminando…

Andrés Canedo / Bolivia.

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