Claudio Ferrufino-Coqueugniot
‘Twas after dread Pultowa’s day,
When fortune left the royal Swede –
Around a slaughtered army lay,
No more to combat and to bleed.
The power and glory of the war,
Faithless as their vain votaries, men,
Had passed to the triumphant Czar,
And Moscow’s walls were safe again –
Until a day more dark and drear,
And a more memorable year,
Should give to slaughter and to shame
A mightier host and haughtier name;
A greater wreck, a deeper fall,
A shock to one – a thunderbolt to all.
Así comienza Mazeppa, poema de Lord Byron. Solitario deambula el hetman atado a su caballo. En la gran Polonia se desvanece un amor. El azar tampoco perdona a los poderosos y la gloria de Rusia es en día aciago la debacle de Suecia. En Poltava, Pultowa para el inglés, tierra que no alcanzaron mis ojos a aprehender porque la estepa no tiene fin. También yo tuve un amor en Poltava. A pesar de que posiblemente la historia, hasta ahora, le ha concedido cierto sosiego en el desastre de la guerra, los árboles han perdido toda alegría en aquella ciudad y los extraños y a la vez divertidos personajes de Gogol han sido engullidos por obuses. Hay nieve sobre los campos de muerte, nieve sobre los montones de heno y las gigantescas canastas que hacían de parapetos durante ese combate del setecientos. Pero Nikolai Gogol no brinda únicamente jocosidad; despertará Viy e inundará Rusia con su horror.
En los billetes de hrivnas, moneda ucraniana, están los atamanes Mazepa y Khmelnytsky, esencia del pueblo rebelde, muy pronto invencible. También Iván Franko, poeta, y Shevchenko. Tengo fotos en Odesa con Franko, Babel y Holovaty, el primero no lejos del Hotel Bristol, digno lugar para novelas de Joseph Roth. Un delgado volumen del poema de Byron, en edición mexicana, me espera entre las luciérnagas del Paraná, en pueblo con nombre de chañar ladeado, o burla o memoria de cuán poderosa suele ser la naturaleza allí para doblar incluso el hierro. Por su vera caminan caranchos a manera de dandys. He visto el gran río pero en otro lugar; mi madre nació allí, oyendo el torrente y el siseo maldito de las yarará cusú. Los zorros tienen patas como zancos, negras, y sobresalen al pastizal.
No solo Lord Byron contempla la noche del Paraná sur, también la hermosa Louise Bryant me hace aguardar por sus escritos de seis meses en la estepa roja. Escribí sobre ella junto a John Reed, sobre Eugene O’Neill, la ya temprana abyección de Zinoviev y la casta bolchevique. El tren de Bakú…
Comenzaba mi texto, parte de mi primer libro Virginianos, de esta manera. Habla Louise: «Supongo que el fin de la vida nos llega a todos. A mí creo que me llegará pronto, liberándonos, a mí y a mis amigos, del encierro que me hace vivir en unas curiosas condiciones. Pero nunca importa demasiado… Debes saber que siempre te mandaré mi amor a través de las estrellas. Si llegas allí antes que yo, o después, dile a Jack Reed que lo amo».
Había leído México insurgente en la biblioteca de papá. En la universidad, en edición soviética, Diez días que estremecieron al mundo. Cuán confiable es esta traducción, poco, sospecho, pero seguí al Reed libre en el semidesierto del norte mexicano causándome indefinible emoción. De sus versos populares recopilados hasta cierta apoteósica entrada de Francisco Villa, el periodista se nutrió de fuentes que embelesaron a Bierce. Ahora quiero leer otra vez acerca de su dramático amor con Louise, el sueño y el fin. Siempre quise ver su lápida en las murallas del Kremlin, supongo que sigue allí; lo haré cuando la historia haya arrasado con el último zar.
Quiero imaginar los trescientos libros que Eliana Suárez como albacea guarda en su pueblo para mí, debajo del árbol chueco. Está Charles Darwin en los diarios del Beagle; Gulliver del demasiado inteligente Jonathan Swift; Rabelais en dos tomos; poemas del avant garde ruso, Maldestam, Jlebnikov, Tsvetáieva… Tantos otros cuya memoria carga herrumbre de años. Este veinte veinticuatro supongo, espero, los estaré acomodando en los espacios vacíos de mis volúmenes asesinados. Algún Schwob, no me acuerdo; sin duda escritores locales en medio de la marea europeísta. Ensayo y novela, poesía menos pero muy sólida. Historia por la cual siento mayor pasión que de mujer. Malaparte y Malatesta, Osvaldo Soriano tal vez, Borges y Drieu. No lo sé ni quiero, mejor que vengan las carabelas del descubrimiento, aunque Chicho Sánchez Ferlosio hará lo imposible por distraerlas y me llenen de cuentas de vidrio a cambio de nada. Con ellas enfrentaré la luz mala que en realidad me servirá para leer. Bioluminiscencia de los cocuyos del más allá.
Hablábamos con mi sobrino Diego hace unas semanas de la Cuesta de Sama, en el camino Potosí-Tarija. Pesadilla; las veces que subieron conmigo, la larga flota o el lento camión, parecía nunca terminar. Si voy en odisea a buscar mis libros en la pampa húmeda tendré que pasar por allí. Sin embargo, corrieron cuarenta años desde la última vez y algo habrá mejorado. Me encantaría volver a ver Embarcación, provincia de Salta, tanto leí en libros del Instituto Cervantes acerca de la exploración del Bermejo. Las letras serán pretexto para caminos. Habrá que decidir si ir hacia oriente o bajar al sur rumbo al Tucumán. Uno y otro guardan intensa belleza. Kazimir Malevich y Sonia Delaunay pintando palabras mientras cruzo la iglesia de barro de Tinogasta, en la mítica Catamarca de la que hablaban madre y padre.
Una hormiga cruza el salón y yo pienso en Virginia Woolf. Cuando la aplasto bajo mi suela de cuero crudo y produzco en ella una manchita amarillenta recuerdo lecturas sobre la reina Victoria en la perfecta prosa de Lytton Strachey. He de oler el Paraná, percibir el imperecedero aroma de mi madre en Gálvez y Rafaela. Mi alias de trabajador ilegal era Horacio Quiroga, tengo documentos que lo autentifican. Me los entregó un salvadoreño que tenía las manitas cortas por el cloranfenicol. Para él era un nombre más; para mí, invocación. Acuarela del río…
Pues así estamos. Con Lord Byron, Louise Bryant y Charles Darwin en el ocaso, en donde los navíos se ahogaron en ficciones, en botes donde depositaré los libros y subrepticio cruzaré el contrabando a las tierras del Alto Perú. Quizá sea menos dramático, más prosaico, como un avión o un tren, aduana, mirones de aduana, ¡quién sabe! Pero cargo pruritos novelescos e inventaré el argumento como quepa adecuado. Mejor calzado de botas y de machete, siguiendo a Pierre Loti, que con un barato maletín regateando impuestos.