La primera semana de febrero, la industria editorial mexicana envió una carta al presidente López Obrador, recordándole que declaró a las librerías como espacios esenciales en el mes de agosto del año 2020, y solicitando que ratifique tal condición y permita que puedan permanecer abiertas en época de restricciones debido a la pandemia.
Asumiendo que los sectores denominados esenciales en etapas de emergencia sanitaria son hospitales, farmacias, servicios de seguridad pública y similares, pero también bancos, supermercados, y por temporadas centros comerciales, restaurantes y algunos otros, cabe preguntar si los libros como producto y las librerías como prestadoras de servicios son esenciales en etapas de confinamiento por seguridad sanitaria.
México declaró al sector editorial como esencial en agosto del año pasado debido al inicio de actividades escolares en ese país. El gremio de editores, libreros y sectores afines de Cataluña manifestó su decepción en enero del 2021 al saber que las librerías no habían sido consideradas como esenciales, y denunciaban incoherencia de su gobierno con una anterior declaración de la cultura como “bien esencial”. Por otra parte, en Málaga se mantuvieron cerrados bares, cines, teatros y museos, pero se permitió la apertura de librerías. El Ministerio de Culturas de Chile también declaró a las librerías como un bien esencial, otorgando permisos de desplazamiento a quienes en ellas trabajan.
Entonces —a diferencia de lo que sucede con otros sectores— no parece existir un criterio unánime en cuanto a si las librerías brindan o no un servicio esencial, lo que invita a un debate respecto a este tema, para el cual creo que puede ser de utilidad el considerar algunos datos de cómo influyeron los libros en épocas especialmente difíciles en la historia de la humanidad.
La historia nos brinda algunas historias que ayudan a aclarar este punto. Irene Vallejo nos habla, por ejemplo, en su libro “El infinito en un junco”, de Nico Rost, un traductor holandés de literatura alemana que en la 2ª guerra mundial fue recluido en el campo de concentración de Dachau. Enfrentado a un permanente riesgo de muerte, Rost decidió escribir un diario, en el que, sin embargo, no relataba su día a día, sino cómo fluía su pensamiento; dice, por ejemplo, que Quien habla de hambre, acaba teniendo hambre. Y los que hablan de muerte son los primeros en morir. Vitamina L y F me parecen las mejores provisiones. Al decir vitamina L se refería a literatura (F, a futuro). Continúa diciendo que la literatura clásica puede ayudar y dar fuerzas. Vivir entre los muertos con Tucídides, Tácito y Plutarco en Maratón y en Salamina es, al fin y al cabo, lo más honroso, cuando a uno no se le permite otra actividad. Se menciona también a Elena Korybut, prisionera en las minas de Vorkutá (campo ruso de trabajos forzados de inicios del S. XX), quien dice haber tenido en prisión acceso a un libro de Pushkin, que habría pasado por cientos de manos, y afirma que nadie puede imaginarse lo que para los presos significaba un libro: ¡Era la salvación! ¡Era la belleza, la libertad y la civilización en medio de la barbarie!
Hace unos días vi el video que semanalmente ofrecen los escritores mexicanos Oscar de la Borbolla y José Luis Trueba (“Libros libres”, se hallan en YouTube), quienes al final de su charla se refieren a la carta que se menciona al inicio de esta columna. Enfatizan en algunos puntos que creo importante mencionar: La alta especialización del personal de toda la cadena editorial, lo cual implica que el cierre de librerías puede dejar sin trabajo a personas que difícilmente podrán encontrar un puesto en otro sector. También mencionan que, en época de confinamiento, la posibilidad de acceso a libros disminuye el índice de violencia intrafamiliar. Un argumento que me parece interesante es el que sostiene que la lectura de libros permite conversar sobre ellos luego, y el dotar de temas de conversación en época de confinamiento es algo esencial.
A nivel personal, puedo afirmar que la lectura ciertamente hace más cortas las horas de encierro, y que —aunque suene a lugar común— es cierto que un buen libro permite “salirse” de la realidad para visitar otros lugares y tiempos, y vivir experiencias ajenas.
Si algo se pierde en el confinamiento forzado, con la obligación de cubrirse el rostro y la imposibilidad de vernos, tocarnos y abrazarnos… es la tranquilidad. Por eso quiero cerrar estas líneas con las palabras del canónigo agustino Tomás de Kempis: He buscado el sosiego en todas partes, y sólo lo he encontrado sentado en un rincón apartado, con un libro en las manos. Está de más decir que en esta pandemia necesitamos encontrar sosiego. Que se nos permita buscarlo en un libro, entonces.
¿Son las librerías espacios esenciales?
Sí, sin lugar a duda. Pidamos, pues, que sean tratadas como tales.