Hernán Cabrera M.
Encontraba en los libros, en sus libros suficientes razones para no cerrar los ojos, para no dejarse vencer por el sueño, y lo que es más grave aún por el sueño eterno. Se aferraba a cada uno de los libros de su biblioteca, se encomendaba a ellos para no desaparecer y que en cada libro emergiera las razones para seguir vivo, para vivir leyendo. Morir leyendo.
El terror a la muerte era inconmensurable. A su muerte que le rondaba cada vez que la angustia se apoderaba de su ser, de su alma, de sus sentimientos. Señor aparta de mi ese cáliz, el cáliz de la muerte, se repetía ansiosamente; pero el cáliz siempre estaba ahí presente. Ni Jesús pudo librarse de ese cáliz, de ese paso a la eternidad, pues cómo un mortal no iba seguir ese proceso degenerativo, de putrefacción, de aislamiento y de total ausencia, como ser el convertirse en cadáver, en huesos, en restos que debajo del suelo iba ser corroído por los gusanos, que estaban listos para su banquete.
Libros, libros, no aguantaba billetera alguna para adquirir todos aquellos que era de su agrado y que se imponía la inevitable obligación de leerlos o por lo menos ojearlos. Su biblioteca siempre lo esperaba con los brazos abiertos, era como una boa inmensa que solo se tranquilizaba cuando llegaba con algún libro bajo el brazo o en su mochila.
Cual animal hambriento ese espacio físico solo le interesaba engullir y tragar cuantas páginas contemplaban un libro, o los libros, o los textos que arribaban, a los que se les daba la bienvenida. El fantasma de la biblioteca cada noche hacía sus travesuras: cambiaba de lugar a Cortázar para llevarlo junto a Sartre; a Kafka lo quería mucho que casi no lo tocaba; a Nietzsche le generaba un miedo de locura, que lo cubría con José Martí y Gabriela Mistral, con la esperanza de que ambos contuvieran el martillo de la filosofía nietzscheana; a John Dos Pasos, lo dejaba medio abierto; Celine y Tolstoi lo inquietaban tanto que sus libros nunca estaban en el lugar que el lo dejaba, provocaban terremotos en cada noche; a Proust, a Dostoviesky, Platón y Cervantes los tenía bien juntitos, porque eran cuatro grandes inmensidades que entre ellos tendrían que controlarse para no generar desbarajustes ni tormentas en esa pequeña biblioteca.
Estaba también García Márquez y Roberto Bolaños, que los tenía en su lista de los intocables. A Henry James lo ponía a competir con Simoune de Bouvier, Vargas Llosa, Connrad y Dickens; pero Hemingway lo inquietaba tanto que suponía que siempre lo estaba apuntando con su escopeta listo para dispararle, así como el escritor que amaba a Cuba, se destaparía los sesos en esos momentos supremos e irrepetibles de afirmación y de negación. Caramba Mishima, el otro que lo perseguía con su espada samurái. Quizás San Agustín era el que ponía algo de orden, pero le recordaban siempre su vida pasada, de locuras y de amores. Mo Yan, vivía todavía, pero sus libros arrojaban sangre y muchas lágrimas, que donde depositaba “Sorgo Rojo” o “Vino”, dejaban rastros de violencia. Pablo Neruda, Benedetti, Machado formaban una orquesta, que cada noche dejaban escuchar sus melodías y eso asustaba a los vecinos de su barrio.
En fin, la biblioteca cada noche, luego que el apagara las luces, observaba que todo estaba en orden, los miraba de reojo a todos los libros. Ni a los minutos que los dejaba solos resurgía en tormentas, en vidas, en tempestades de sensaciones, de sentimientos, de locuras, de discursos, de palabras, de una orgía de palabras y de susurros.
Moriré el día en que lea todos los libros, era su máximo deseo y quiso encomendarse a Dios, pero no lo escuchaba, y seguía viviendo, pero le quedaban muy poco tiempo. Probaré con el Diablo para que tenga vida eterna, dijo; pero Lucifer no sabía leer y no le interesaba esa alma ilustrada para su ejército o para su tropa de malvados, que cada noche se preparaban para hacer alguna fechoría o travesura a los borrachitos nocturnos o a quienes querían portarse mal.
Decidió convertirse en un fantasma y convivir con todos esos muertos que aparecían en las solapas de sus libros inquietos. Sí, fue un fantasma que cada noche ingresaba clandestinamente a su propia biblioteca y disfrutaba con ardor, pasión, locura, amor y fuego cada página de cada libro que se resistía a que sea archivado o cerrado.
“…el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede, y trata de vivir su vida como si la contara”
(Jean Paul Sartre)