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Las primeras luces del infierno

Guillermo Ruíz Plaza

Fragmento de la novela «Viaje febril al invierno»

Fue, dice Madú, como un mal sueño. Bueno, peor que un mal sueño. Apenas llegaron a Dirkou, los rodeó una muchedumbre de hombres, mujeres y niños en los puros huesos, tendiendo sus manos para recibir unas monedas. Ansiosas, con sus bebés en brazos, las mujeres ofrecían a los chicos placer inmediato por dos francos CFA. Las voces pedigüeñas y los llantos de los niños se mezclaban con el aullido del viento en las dunas que rodeaban el poblado.

Era la última parada antes de llegar a Libia. Podían buscar algo de comer, descansar a la sombra de alguno de los escasos árboles sarmentosos que había por ahí o dar un paseo por las calles polvorientas. Cada quien podía hacer con su culo un florero. Pero, eso sí, al día siguiente debían acudir puntuales a la salida de la camioneta. Se marcharían al amanecer.

Antes que un pueblo, Dirkou parecía el famoso limbo del que hablaba en misa el cura de Bethel Akwa. Cabras y ovejas famélicas y figuras mustias errando entre gastados muros color ocre y tiendas improvisadas y acondicionadas de cualquier manera para protegerse del sol.

Esas almas errantes, lo supo al hablar con algunas de ellas, no tenían dinero para el viaje de regreso a casa. Unas habían estado muy cerca de entrar en Libia. La policía las había pillado ya en las afueras de Gatron y, después del arresto, habían tenido que pasar una temporada de horror en una cárcel con aires de cuartel en pleno desierto. Allí, en medio de una multitud de hombres embutidos como bestias, supieron que había lugares peores que el país de uno. No faltaban los enfermos que se aliviaban del estómago con unas aguas pestilentes y el olor nauseabundo invadía hasta el último rincón de la enorme celda atestada. Había cadáveres nuevos cada día, descubiertos por un hedor dulzón de fiambre y esos ojos fijos, como nostálgicos, que se quedaban mirando sin mirar el techo mugroso. No faltaban tampoco quienes intentaban la fuga, que era suicida. La mayoría esperaba con mansedumbre a que los llevaran a Dirkou en camiones de carga. Era lo más lejos que llegaba la policía libia en su promesa de repatriar a los clandestinos.

Otras almas errantes habían pasado una temporada en Trípoli, trabajando en la construcción, antes de que los mismos patrones que las habían contratado, una vez finalizadas las obras, las denunciaran a las autoridades, ya que en Trípoli nadie quería ver a un negro paseando por las calles de su barrio. Luego la policía las despojaba de todo su dinero, las conducía hasta Dirkou y allí las dejaba a merced del hambre y la sed. Habrían hecho mejor en matarlas.

Allá, en Dirkou, agonizan los migrantes que ya no pueden migrar, los pasajeros eternos que han llegado a su destino final, ineludible. Pájaros con las dos alas rotas. Allá, a la sombra de las palmeras, las mujeres paren criaturas de padres borrosos que alguna vez les dieron dos francos CFA para comprar pan, trayendo una nueva boca a este moridero. Con el pelo y los párpados rojos de polvo, lucen veinte años más viejos de lo que son. Siluetas esqueléticas, envueltas en andrajos, vagan por las calles solitarias, derritiéndose bajo un sol color sangre. Cuentan sus historias a los recién llegados con la mano tendida y, en los ojos suplicantes, la ilusión animal de obtener una limosna y prolongar su agonía un día más. Después de mucho mendigar, dan vuelta la esquina y es como si de golpe las borrara el viento del desierto.

Esas figuras lastimosas, dice Madú, le permitieron olvidarse de sí misma durante un rato. Pero al salir de Dirkou se sintió mal. Vahídos, arcadas violentas. Hasta que vomitó. Vomitó bilis, pero sentía que era arena lo que salía raspando las paredes de su estómago. No podía dejar de pensar en esos fantasmas de carne y hueso, ya que bien podía acabar como uno de ellos. O como aquellos huesos abandonados en mitad de ninguna parte, unos huesos que el viento limpia incansable hasta hacerlos brillar.

Bueno, en esas noches heladas y esos días confusos tuvo un sueño recurrente. Avanzaban todos en medio de un osario inmenso a la luz de la luna y el resplandor de los huesos que sembraban la arena hasta perderse de vista, era África, su enorme África desnuda, y los veintiún fugitivos que iban apilados como reses surcaban ese gran cementerio sin lápidas en una especie de barca sacudida por los furiosos embates del viento.

Al despertar tenía un inexplicable regusto de carbón en la boca. Los tumbos que daba la Peugeot la devolvían de golpe al sol, a la sed, al dolor, al rugido cansado del motor que arrancaba puntual con las primeras luces del infierno.

Contratapa de Viaje febril al invierno

Juan Finot vuelve a Barcelona con la esperanza de reanudar su carrera de pintor, pero, de improviso, se ve envuelto en un viaje alocado en busca de la supuesta obra maestra perdida de Arthur Rimbaud. Lo impulsan Shahid Bagdi, que dice ser la reencarnación del mítico poeta, y Naira Monteverde, que huye amenazada por un grupo de ultras. Quizá este viaje sea justo lo que el pintor necesita. O quizá sea su perdición.

Novela errante o road-movie global –de Barcelona a París, pasando por Duala, Jaipur, el desierto del Sahara, Los Angeles y Charleville–, Viaje febril al invierno también se sumerge en el tiempo a través de historias personales y colectivas, cuentos orales y confesiones nocturnas, libros famosos y ocultos manuscritos. Gracias al cruce de géneros y voces, se abre paso por las estaciones de la vida, como las ilusiones que nos mueven, en busca de una revelación.

 “En este Viaje febril de Guillermo Ruiz Plaza hay eso: fiebre, fiesta de los sentidos, erotismo, vitalidad. También hay una búsqueda: que el largo y arduo aprendizaje del artista no sea un impedimento, sino un estímulo que lo lleve a vivir intensamente, porque la vida –parece sugerirnos el autor– es el arte más exigente de todos.”

Juan Carlos Zambrana G.

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