No sé de un jefe en funciones de una agencia de inteligencia nacional que publique un libro; menos uno de memorias, género raro aquí debido a nuestro pudor endémico. Es el caso, en cambio, del actual director de la CIA, William J. Burns, un descendiente de irlandeses católicos que sirvió por tres décadas en el servicio exterior.
En 2019, Burns publicó sus memorias, The Back Channel, libro al cual en 2020 le agregó un post scriptum centrado en Trump, acusándolo de destartalar el servicio diplomático, entre otras imputaciones, todas duras. Lejos del tono del burócrata, Burns no se inhibe así de opinar de Trump o del afán de un canciller francés en negociar una venta a Teherán más que un acuerdo nuclear. Al contrario, Burns devela su extensa carrera (incluidos cables desclasificados a su pedido), pues fue, entre otros, funcionario y subsecretario del Departamento de Estado, colaborador de Colin Powell en 2001, embajador en Jordania, experto en el mundo árabe, embajador ante Putin y negociador del acuerdo nuclear con Irán.
Burns no ocupó puesto alguno en Latinoamérica. Y eso que su camino comenzó en la transición de Reagan a Bush padre, cuando esta región no estaba aún tan confinada como para llamarla el “Lejano Occidente”. Eran tiempos en que el secretario de Estado de Bush, el tejano James Baker, les decía a los palestinos que esperaba que no fueran, una vez más, diestros en “nunca perder la oportunidad de perder una oportunidad” (a propósito, conozco muchos adictos a ese principio).
Para no hablar de Bolivia, Chile o Colombia, en el libro de Burns Latinoamérica aparece unas tres veces -si no son dos- y fugazmente, conforme a nuestro declinante peso relativo. Latinoamérica es citada al lado de África, relevantes por la migración y el crecimiento poblacional. Fuera de eso, Lula hace un ingreso breve en escena, buscando un papel junto al turco Erdogan para mediar entre Occidente e Irán, pero más en pos del oropel que del fondo, si traduzco a Burns en mis
términos.
El texto relata cómo incluso el ultrarradical mandatario iraní Mahmud Ahmadinejad se arriesga a negociar con los estadounidenses, a diferencia de nosotros, los bolivianos, actores de reparto en obras ajenas. Es que negligenciamos nuestra política exterior, al no ejercer la libertad que da carecer de grandes intereses en juego y no incidir mucho en los ajenos.
Burns recupera la Oración de la serenidad del cultor del realismo cristiano, Reinhold Niebuhr. La toma como una bitácora para diplomáticos y se gana la simpatía de quienes guardamos esa oración. Ella insta a ver al mundo como el reino de la imperfección y a tratarlo con realismo, esquivando los cantos de sirena de quienes demandan el paraíso personal, político o moral, aquí y ahora.
El autor tampoco deja dudas de que la prioridad norteamericana es ahora el sudeste asiático, la China. Estados Unidos abandona su rol central en el Medio Oriente y ve a Europa como un pivote, pero ya sin cobijarla del todo a su costa. Burns es consciente de que el orden unipolar
ha muerto y de que Washington debe intentar moldear el globo junto a otros actores, no
dirigirlo.
Sorprendentemente, Burns concede algunos puntos a Rusia. Él admite que el secretario de Estado Baker prometió a Moscú no incorporar a la OTAN a países de Europa oriental, aunque no en un acuerdo escrito. Y que Occidente sabía que no solo Putin sino toda la élite rusa encendía la luz roja, hace más de una década, por el deseo ucraniano de integrar la OTAN.
Versado en información reservada, Burns inquieta con algunas afirmaciones, como esa de que en dos décadas la mitad de la humanidad sufrirá la escasez de agua por el cambio climático (mientras aquí usamos mercurio hasta para preparar chairo).
Quien lea este libro palpará tratos cruciales, en lo grande. En lo chico, por ejemplo, ratificará que más eficaz que una talega de papeles es una tarjeta con pocas frases, meditadas. El kilometraje del autor lo lleva a resumir así los desafíos diplomáticos de la Casa Blanca a una recién nombrada secretaria de Estado: Hillary Clinton.