Leopoldo A. Moscoso
Siempre que estamos frente a un reaccionario, podemos distinguirlo enseguida por sus argumentos, aparentemente llenos de prudencia, pero, en el fondo, no muy amigos de la verdad. Tal parece ser la tesis del economista Albert Hirschman (1915-2012). Cuando el progreso, la expansión de los derechos y las mayores cotas de igualdad llaman a la puerta de nuestras sociedades, el conservadurismo reacciona diciendo que lo que queremos hacer es inútil, que es contraproducente, o que pone en peligro algunas otras cosas que ya tenemos. A las fuerzas de progreso se les recita siempre la misma letanía: vuestra propuesta es fútil, vuestra propuesta es perversa, vuestra propuesta es un peligro para la nación, la constitución, la democracia, el estado de derecho… Así ha sido en Europa desde la resaca de la Ilustración y de la Revolución Francesa. Del carácter no ya sacrílego, sino incluso satánico de la revolución, llegarán a escribir Joseph Marie de Maistre (1753-1821) o Louis-Ambroise de Bonald (1754-1840), apoyados en una filosofía pesimista de la historia que cree que los procesos históricos son todos ellos vehículos de expiación. Los profetas del pasado ven todos los acontecimientos de su época como catástrofes y por eso, al final, optan incluso por salir del juego democrático: «Si la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; si la legalidad no es suficiente, entonces la dictadura», proclama Juan Donoso Cortés (1809-1853) en su célebre Discurso sobre la Dictadura ante el Congreso de los Diputados (1849), un discurso aclamado por todas las fuerzas reaccionarias de la Europa burguesa del momento.
En su famoso texto de 1991 (The Rhetoric of Reaction. Perversity, Futility, Jeopardy, Cambridge (Mass.): Harvard University Press), Albert Hirschman busca presentar el retrato de familia de todos estos reaccionarios (esquema-resumen en pág. 182 de la edición castellana que estamos presentando): los que se opusieron a la Revolución Francesa alegando que se trataba de un esfuerzo contraproducente (Burke y De Maistre) o inane (Tocqueville); los que se opusieron a la democracia y al sufragio universal alegando inanidad (Mosca y Pareto) o perversidad (Le Bon y Spencer); y los que se opusieron a los derechos sociales y al estado del bienestar alegando futilidad (Tullock), perversidad (como los opositores a las Poor Laws) o riesgo (como hizo la utopía reaccionaria de Hayek). Como había visto el aristócrata Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su célebre novela, los privilegiados no gustan de los cambios. Para oponerse a ellos, usarán siempre de la fuerza como última ratio, pero antes siempre intentarán concitar un nuevo consenso con los desposeídos (mucho más barato y menos impopular que el uso de la violencia) que blinde los privilegios de las clases dirigentes.
Las tres tesis juntas expresan una profunda desconfianza ante las masas, a las que presentan como acientíficas, supersticiosas, conformistas y crédulas, mientras que serían solo las minorías las que mueven el mundo. La genealogía de esta tesis elitista en la filosofía política europea se remonta no ya a los críticos victorianos de la democracia (Carlyle, Ruskin, Arnold, Stephen) o al conservadurismo post-victoriano (Taine, Mosca, Pareto, Hayek, Ortega y Gasset, Croce o Spengler), sino mucho más atrás, al neo-estoicismo de los pensadores más inmovilistas del Imperio Español. Nos baste recordar aquellas páginas memorables sobre la multitud escritas por Justus Lipsius en su Politicorum, en las que el vulgo es presentado como inconstante, irracional e incapaz de controlarse a sí mismo.
La cuestión es que el lector de habla castellana dispone ahora de una nueva edición de este texto ya clásico de la teoría política. Que Albert O. Hirschman no fue un reaccionario se detecta en su propia biografía. Es cierto que nació en Berlín, pero toda su obra fue escrita en inglés y casi toda su vida residió en los Estados Unidos de América con nacionalidad norteamericana. Creo que no merece la pena insistir en el origen germánico del profesor. Su trayectoria no se parece a la de Hannah Arendt, que nunca dejó de ser una filósofa alemana en Nueva York, sino que es mucho más parecida a la de André G. Frank (1929-2005). Hirschman y Frank se enfrentaron a las mismas preguntas sobre el desarrollo. Frank las afrontó de una forma progresista, Hirschman de una manera conservadora, y ahí, creo yo, están la mayoría de las claves. Ambos fueron alemanes apátridas que acabaron sus peripecias vitales (Frank en Holanda, Hirschman en los Estados Unidos) después de haber rodado por América Latina. Como las tesis de Retóricas de la Intransigencia son bien conocidas, intentaré mejor un semblante del autor.
En efecto, Hirschman saltó desde la guerra de España, en la que combatió en defensa de la república desde 1936, a los países latinoamericanos en los que llevó a cabo su peculiar reflexión sobre el desarrollo. Esa fue la parte de la obra de Hirschman más estrictamente relacionada con la Teoría Económica y, sorprendentemente para un académico que fue, en primer lugar, economista, también la parte menos conocida y peor comprendida. El campo de esa reflexión, urdida en medio de sus intervenciones sobre el desarrollo latinoamericano entre los años 50 y los 80, puede explicar algunas de las contradicciones más sobresalientes de Hirschman: un progresista político, pero un conservador económico que llega a pronunciarse partidario del Planeamiento del Desarrollo, aunque no del planeamiento en sentido «socialista» alguno. The Strategy of Economic Development (1958) en modo alguno puede verse como la respuesta a una cuestión histórica puntual, de coyuntura, sino que fue una forma de enfocar uno de los grandes problemas planetarios del siglo XX: la cuestión del desarrollo (o del desarrollo del subdesarrollo, que fue la respuesta que le dio André Gunder Frank). Ahí radica la creatividad conservadora de Hirschman, porque, donde Frank planteaba que era el primer mundo el que había «subdesarrollado» África, Asia y Latinoamérica, Hirschman trata de buscar una salida en el denominado unbalanced growth, una teoría completamente opuesta no solo a los marxistas, que propondrían el teorema de la dependencia y de las relaciones centro-periferia, sino también a los liberales que creyeron (como la célebre teoría del take-off) que, antes de alcanzar el desarrollo, todo el planeta debía pasar por un estadio parecido al de la economía británica del siglo XIX. Hirschman estaba completamente solo en eso, y en eso fue también el mayor de los heterodoxos, mucho más heterodoxo que Gunnar Myrdal y otros economistas que gozaron, en aquella época, de mayor popularidad. En un mundo en el que las guerrillas latinoamericanas se estrellaban una y otra vez contra una realidad campesina; en la que los partidos comunistas de matriz estalinista desempeñaban un papel contrarrevolucionario; y en donde (como en Bolivia en 1952, o en el Perú bajo la administración militar de Velasco Alvarado y Morales Bermúdez) las reformas agrarias las hacían las dictaduras militares… en ese mundo Hirschman se atrevió a caminar en solitario. No le faltaban razones para sospechar que algo no funcionaba bien con las teorías convencionales sobre el desarrollo económico. Hoy ya nadie tiene que convencernos de eso.
En solitario, Hirschman fue capaz de pensar en una teoría del desarrollo completamente propia. A mi juicio no pensó, en cambio, con igual perspicacia y destreza en otros asuntos igualmente apremiantes. Consideremos una de sus obras más conocidas (Exit, Voice and Loyalty, publicada en 1970). Exit, Voice and Loyalty dejaba claro que la «voz» es la forma más activa y más conflictiva de relación de individuos y grupos con su sistema político de referencia (movimiento, partido, estado… o incluso las empresas privadas), y dejaba igualmente claro que la «lealtad» es una forma activa pero menos conflictiva de relación. Los problemas están en el exit. En efecto, pues si la «salida» es una forma poco activa de conflicto frente al sistema político de referencia, entonces hay una casilla vacía: tiene que haber una forma de relación que, a la vez que poco activa, sea también poco conflictiva. Como se sabe, esa forma de relación es la apatía o la desafección: es el consenso pasivo que ha sostenido no solo la desarticulación del movimiento obrero y sus organizaciones, sino el desmantelamiento del Estado Social durante el último medio siglo. La gente que no es ni radical ni reaccionaria, sino refractaria a cualquier forma de compromiso o lealtad, integra ya hoy una legión, y contribuye a la legitimación del sistema por medio de esa particular mezcla de narcisismo, descreimiento y cinismo. Sorprende que alguien que fue un activista en los años treinta y cuarenta prestara tan poca atención en los años setenta y ochenta a la pregunta de qué sucede cuando no hay ni salida, ni voz ni lealtad, especialmente cuando en aquellos años se estaba cocinando el mejunje del neoliberalismo que hoy sufrimos.
El consenso pasivo es lo que está en las antípodas del consenso activo (lealtad), y la lealtad es lo que explica, según Hirschman, la mayor parte de la acción pública. Aunque Hirschman especifica el mecanismo que permite pasar del interés privado a la acción pública (podríamos decir, la utilidad marginal decreciente del consumo privado, tal como esta había sido descrita por Tibor Scitovsky y otros), en realidad la descripción de los «compromisos cambiantes» (Shifting Involvements, obra publicada en 1982) no deja de ser una descripción dualista de lo social, pero los dos estados de lo social, interés privado y acción pública, afloran en el librito de Hirschman como si ambos obedecieran a la misma lógica de la maximización de funciones (privadas) de utilidad, una lógica que no se abandona en ningún momento. Ello conduce a Hirschman a enfrentarse a no pocas dificultades a la hora de explicar no tanto el mecanismo de decepción del interés privado (que es el que explica, tantas veces, la defección del consumidor defraudado) sino el mecanismo de decepción de lo público (que es el que explica la defección del ciudadano como sujeto en la esfera pública). En otras palabras, Hirschman tenía dificultades para explicar el paso de la lealtad a la desafección, del consenso activo al consenso pasivo, así como para explicar la decepción de lo público y el fin del entusiasmo, el abandono de las pasiones públicas y el repliegue de vuelta hacia los intereses privados.
Con nuestra perspectiva de hoy, estos dos estados de conciencia tal vez podrían explicarse en términos de la contraposición entre las pasiones y los intereses, pero esa contraposición está lejos de ser tan sólida como parece. En su también muy célebre obra The Passions & The Interests, Political Arguments for Capitalism before its Triumph (1977), el propio Hirschman reconoce que la psicomaquia entre las pasiones y los intereses solo pudo superarse llamando intereses a lo que no eran más que pasiones o empleando ciertas pasiones para someter otras que se consideraban aún más perniciosas: el patriotismo sirvió así para domeñar el fanatismo religioso, y el miedo a la muerte fue empleado para poner coto a la codicia o a la libido dominandi, y poder así asegurar la paz. La popular idea de que «los intereses no mienten» pronto tuvo que dejar paso a la noción de que hay intereses apasionados y pasiones interesadas. Hubo, es verdad, quienes insistieron en que, frente al carácter destructivo de las pasiones y a la endémica ineficacia de la razón, era mejor pensar en un mundo moral gobernado por las leyes del interés, pero enseguida volvieron al primer plano los argumentos que señalaban que los intereses con frecuencia no están gobernados por la razón sino por los apetitos y las pasiones y que, por este motivo, incluso uno mismo puede identificarlos incorrectamente. El asunto parecía quedar resuelto solo cuando el capitalismo reconoció que, por ser constantes y predecibles, un mundo gobernado por los intereses era preferible a un mundo gobernado por la virtud, que es un milagro y, como tal, contingente e impredecible. Aunque la de hacer dinero pasó a ser vista como una pasión inocua, pronto nos dimos cuenta de que el amor por el dinero era también, como el amor a secas, una pasión impaciente que podía destruir la sociedad. Incluso con el doux commerce había que andarse con cuidado.
Basten estas pocas referencias a la opera omnia de Hirschman para convencernos de que, con todas sus ambigüedades y posibles errores, estamos ante uno de los pensadores más originales del pasado siglo, lo que probablemente explique por qué el profesor germano-norteamericano, con su innegable aura de luchador por la democracia, continúa pasando como un pensador independiente y heterodoxo. No es para menos. Los integrantes de las siguientes cohortes de académicos (pensemos, por ejemplo, en John Rawls, 1921-2002, o Amartya Sen, 1933) se pasaron al liberalismo con armas y bagajes, y la academia es un mundo en el que resulta muy difícil comprender e integrar a los que piensan fuera del redil, a los tresspassers que gustan de saltarse los linderos entre disciplinas. Hirschman era sin duda uno de ellos.
Es verdad que las retóricas de la reacción nunca dejaron de tener en frente a los profetas del progreso, que no cesarían de reeditar esa visión whig de la historia que habíamos heredado de la Revolución Inglesa y de la Ilustración. Un hombre como Thomas H. Marshall no fue simplemente un optimista ingenuo, como algunos de sus detractores han querido presentarlo, sino que fue también el correctivo que vino a contestar el argumentario de un Friedrich von Hayek que acusaba a la izquierda de confundir libertad con poder y de querer transformar necesidades en derechos.
Para el pensamiento progresista del fabianismo de Harold Laski o del propio Marshall, la historia, lejos de ser una herramienta de expiación, estaba indudablemente de nuestro lado. Se trata de una posición que funcionaba bien como antídoto contra las retóricas de la reacción, pero ciertamente corría el riesgo de ser empleada para justificar cualquier cosa en función de un eschaton que se daba por descontado. Dicho de otro modo: afirmar que la historia está de nuestro lado es olvidar que esta enseña siempre su a posteriori a todos los necios que creen haber comprendido su rumbo.
Se ve aquí con claridad que el pernicioso consecuencialismo moral ha estado siempre en el lado de la reacción (la de las derechas, y la de las izquierdas), y que «el fin que justifica los medios» también ha estado presente en el pensamiento progresista. El propio prologuista de esta nueva edición de la obra parece asumir este mismo sesgo cuando escribe en el estudio crítico que hace de prefacio: «sin la presión de la izquierda durante el siglo XX, nunca hubiera existido el Estado social ni tampoco el sufragio universal ni mucho menos los derechos civiles se habrían extendido a toda la ciudadanía» (pág. 35). Buena es la lucha de clases si lo que trae es el Welfare State. Lo dice el prologuista como si el estado social no hubiera existido también en lugares en los que no se luchó, o peor, como si hubiera existido en todos los rincones del planeta en los que (como en los Estados Unidos de América) los desvalidos lucharon a degüello y fueron derrotados.
Es indudable que el librito de Hirschman debería aún hoy servir para volver a pensar estas cosas mejor, pues, en efecto, puede que el teorema consecuencialista de la «utilidad pública de la barricada» sea otro de esos errores que la izquierda debería revisar. El pensamiento progresista tal vez habría debido poner más cuidado al sugerir algo así como una explicación intencional que dijera que el Estado del Bienestar existió porque los obreros lucharon por él y conquistaron los derechos sociales. Los obreros lucharon, indudablemente, en muchos momentos y lugares; pero tal vez no lo hicieron por conseguir un «estado capitalista del bienestar». El Estado del Bienestar es lo que obtuvieron, pero ese desenlace no puede ser descrito (como se desprende de mucha retórica de los partidos comunistas convencionales) como el precipitado de una acción colectiva intencional. So pena de caer en un caso de manual de la falacia de la afirmación del consecuente, tendremos que reconocer que el consecuente (el Sozialstaat) puede ser el precipitado de muchas otras causas que no son «las luchas de clases». Lo que quiero decir es que de p → q, no puede inferirse q → p. Que la lucha de clases haya traído el Estado del Bienestar (aunque no fuera esto lo que los obreros buscaban) no nos permite inferir que el Estado del Bienestar existió como consecuencia necesaria de la lucha de clases.
Indudablemente también, es en Retóricas de la Intransigencia donde se produce una reflexión crucial sobre los abusos políticos de un concepto fundamental de las ciencias sociales: las consecuencias imprevistas o no buscadas de la acción social, sus efectos emergentes o contra-finales. Algunas consecuencias no buscadas de la acción social, como el Estado del Bienestar, son inconfundiblemente buenas. Otras, como el cambio climático, no lo son. El libro de Hirschman nos pone frente a la retórica reaccionaria de los efectos emergentes y nos enseña que la reacción siempre los ha descrito como efectos sub-intencionales o supra-intencionales, y nunca ha reconocido la intencionalidad de la acción por parte de las fuerzas reaccionarias. De modo que donde los progresistas tienden a ver intenciones donde solo había efectos emergentes, los reaccionarios insisten en ver solo efectos perversos donde indudablemente hubo intenciones, y a veces solamente eso.
Pero nadie tiene inmunidad aquí. Como dice —con razón— el prologuista de esta nueva edición, hay un pensamiento de izquierda huraño, hosco y atrabiliario, y es un deber ponerlo al descubierto «porque el intelectual que calla por creer que así no daña las posiciones políticas de su grupo está traicionando su juramento hipocrático de defender la verdad, además de que está colaborando a su deterioro y a su desaparición» (pág. 32). Hirschman nos enseña que los defensores del progreso tampoco están inmunizados contra este tipo de errores. Por eso es bueno saltarse las vallas y traspasar las lindes. Hagamos como Hirschman: seamos intrusos.
Leopoldo Moscoso es sociólogo y politólogo independiente, especialista en conflicto industrial y profesor de filosofía política en la Universidad Pontificia de Comillas.