Andrés Canedo
Él, apegado a la ventana, mirando sin ver, desde el décimo piso, el transcurrir opaco de la ciudad, piensa. “Aquí donde jamás cae la nieve, pero la melancolía se descuelga del cielo como baldazos de plomo líquido que llenan todos los espacios, yo la veo caer, cubrirlo todo con el manto blanco de la tristeza, a pesar del calor tropical. Y tu figura, tu presencia ya perdida, se me aparece con tus ojos de color variable según la iluminación y tu estado de ánimo. Tus ojos, a veces verdes, a veces marrones, a veces azules, y la expresión de tu rostro, tu sonrisa, que tienen el don de seducir hasta los pájaros, porque cada vez que sonreías, se desataba el coro acariciante de las aves, que tapaban nuestras voces de amor”.
Claro, ella se fue y lo hizo con razón, con derecho pleno, dejando el futuro, el ya no futuro de ambos, sembrado de escombros, porque el terremoto de la vida se ocupó de bloquear todos los caminos de malezas y de residuos infranqueables de aquella relación que estalló súbitamente en pedazos. Y el amor, el amor quedó abandonado y tiritando como un niño expósito en las calles del invierno. Las cementeras se cubrieron de sal porque los Atilas malignos de su traición, la de él, cerraron todas las posibilidades de germinaciones, de florecimientos y de vida. Él entendió que la mano implacable del destino, ese que él mismo había forjado, lo separaba para siempre de la mujer que amaba, ahora sin esperanza, con toda la contundencia de lo irreparable.
Los casi cuatro años vividos con Ana habían sido de deslumbramientos y construcciones. No sólo porque para él, Oscar, ella era la mujer más tierna y bella del mundo, sino también la más inteligente y sensible. Ana, la campesina que había hecho unos brillantes estudios de arte, lo acompañaba y enriquecía en conversaciones, en días de lectura, lo impulsaba a escribir, y le brindaba unas noches de pasión que lo proyectaban al cosmos infinito y al universo inagotable de su interior de hembra casi perfecta. Él, tan ciudadano, tan supuestamente superior, aprendió en días de ternura y de noches abismales de sexo, que la mujer de campo, misteriosa y casi extraña, era la que abría los límites de su alma. Sin embargo, no sabía mucho de la familia de Ana, sabía apenas que su padre había muerto y que su madre se había casado dos veces, y que tenía una hermanastra, un par de años mayor que ella, con la que no se llevaba bien. Sabía que ambas hermanas se habían criado juntas hasta cuando salieron bachilleres, y por las pocas palabras que Ana decía, intuía que la hermana, siendo igualmente bella, era lo contrario en cuanto a carácter: díscola, envidiosa, víctima de atormentadas pasiones. Pero no sabía más y tampoco se preocupó por averiguar más, total, si Ana colmaba todas las dimensiones de su vida. El vivir transcurría plácido y él, a los 32 años empezaba a ganar prestigio como escritor y Ana progresaba en sus esculturas que expresaban el amor y la belleza.
Un día, mientras Oscar husmeaba libros en una librería, se le acercó una mujer deslumbrantemente hermosa y le preguntó si él era el autor del libro que ella llevaba en la mano y, al confirmarlo, le pidió que se lo autografiara. Sin embargo, al hacerlo, lo miró con una intensidad de fuego capaz de hacer estallar en llamas toda la ciudad, que Oscar no pudo evitar que lo conmoviera. Él entendió en seguida que ella lo estaba seduciendo y trató de escaparse de esa trampa que lo llamaba como un coro celestial pleno de promesas. Pero ella le pidió que tomaran un café, que quería conocer a un escritor de verdad, saber cómo se inspiraba, cómo le nacían las ideas y argumentos. Él se excusó diciéndole que no tenía tiempo, pero ella, como sumisa al destino, le dijo que no era de la ciudad, que al día siguiente volvería a la suya, que le agradecía el haberle firmado el libro y que eso sería suficiente para brindarle alegría. Oscar, abrumado por tanta beldad, pensó erróneamente (o no) que no caería en la trampa y que unos minutos en compañía de esa hermosura, no podrían afectarlo y aceptó el café.
Ya en la cafetería, se dio cuenta de que ella, Patricia, era tosca, torpe, que posiblemente la literatura le importaba poco. Pero ella que se había quitado el zapato, le friccionó la pierna por debajo de la mesa y mientras le acercaba la cara y la boca a una distancia en que el peligro es inminente, le dijo, sin remilgos ni prólogos, que le gustaría acostarse con él, que hacer el amor con un artista era uno de los sueños de su vida, y que su hotel quedaba a dos cuadras de allí. Entonces su boca rozó la de Oscar y la lengua de Patricia se introdujo un instante en la boca de él. Y ella, segura con esa certeza que sólo las hembras intensas suelen tener, lo tomó de la mano y le dijo “vamos”. Oscar, perdido de sí mismo, simplemente la siguió y continuó con la mente ausente mientras entraban al cuarto de hotel. Y esa obnubilación permaneció mientras se sumergían en un coito intenso y maravilloso, liberado totalmente de todo esbozo de conciencia y, en consecuencia, más deleitoso, más puramente animal.
Había algunas cosas que Oscar no sabía y no podía saber. Que Patricia era la hermanastra de Ana, aunque, en medio de su obnubilación, había percibido unos rasgos en ella que le recordaban a su mujer. Igualmente, no sabía que Patricia había instalado en la habitación del hotel, una cámara para grabar las piruetas del amor. Tampoco sabía y lo supo mucho tiempo después, que Patricia desde niña odiaba a Ana, porque mientras Ana estaba dotada de dones espirituales e intelectuales, la madre de ambas hacía distinciones humillantes entre su hija preferida, Ana, y la otra, Patricia, hija de un hombre que la había hecho infeliz y que ella proyectaba, injustamente, ese rencor en la hija menos dotada de todo, salvo de beldad y que le recordaba un enorme fracaso amoroso y humillaciones diversas. Asimismo, desconocía que el rencor de Patricia por Ana, las había llevado a peleas duras. No sabía, que ese aborrecimiento de Patricia no había cedido cuando Ana se fue a estudiar. Tampoco sabía que Patricia le seguía, a través de amigos comunes, cada paso a Ana, y que mientras esta había conseguido un hombre que la amaba, ella sólo vivía amores tormentosos en los que no podía poner nada más que el prodigio de su sexo y que, ese mismo sexo despojado de ternura le producía repulsiones absolutas que hacían que nadie durara a su lado más de dos o tres meses, no porque la abandonaran, era demasiado bella para eso, sino que ella misma, por lo general, los dejaba.
Cuando Oscar regresó a su casa, estaba más sosegado, pero temeroso de que Ana pudiera descubrirle la aventura. No obstante, a pesar de que le parecía percibir que ella lo escudriñaba, esa noche nada pasó. Al día siguiente, al regresar del café al que solía asistir y al cual escapó porque seguía temiendo que Ana lo sorprendiera en alguna vacilación, en un gesto revelador, Oscar encontró a Ana preparando sus maletas para marcharse. Cuando intentó indagarle por qué lo hacía, ella simplemente le respondió: “Hay un disco de video puesto en el aparato reproductor. Ahí podrás ver por qué me voy”. Y aunque él suplicó e hizo todo lo posible por retenerla, Ana partió esa tarde. En el desconsuelo de su desesperación, aunque sabía que la decisión de Ana tendría algo que ver con lo sucedido la tarde anterior, no imaginó la magnitud de la sorpresa que le esperaba. Oscar, en su desesperación, logró colegir mientras volvía a pensar en la tragedia, que no había sido víctima de la “hybris”, sino de su propia estupidez y del enceguecedor deslumbramiento. Entonces, se puso a ver el video, que comenzaba con una imagen en primer plano de Patricia que decía: “Querida hermanita: A continuación, podrás ver cómo me lo tiré a tu hombre. No es necesario que me agradezcas”. Y luego las imágenes, inconfundibles de Patricia y él, mezclados en el entrevero feroz del coito sin los condimentos ni las dulcificaciones del alma.
Todas las obscuridades, la infinita pesadumbre y el dolor, se abatieron sobre la vida de Oscar, que se sintió, entonces sí, como el protagonista de una tragedia griega. A pesar de sentirse innoble e indigno, buscó a Ana incansablemente por toda la ciudad inmensa, transitando por sus calles de plomo, consultando a amigos comunes, visitando los sitios en los que juzgaba que podía estar, pero no la encontró. Lo hizo cada día, cada noche, durante casi tres meses y finalmente entendió que su alma oscurecida, carecía de luces que le permitieran encontrarla en la densidad de las tinieblas que todo el tiempo lo acompañaban. Sabía que toda su búsqueda a ciegas era como un deambular en círculos en un páramo de desasosiego. En medio de toda aquella lucidez perdida, un día decidió que debía buscar a Patricia y decirle todo el mal que ella había hecho. Así que viajó al pueblo de donde las dos mujeres que habían destruido su vida, provenían. No le fue difícil dar con la casa donde ella vivía sola, y allí se encontró a una Patricia que luego de mirarlo con sorpresa, le dijo:
─Sabía que ibas a venir. Una mujer como yo no se olvida. La cama y esta súperhembra te están esperando desde hace tiempo.
Él la frenó de golpe y le dijo que ella era una canalla, que había destruido dos vidas y que eso sí, debería importarle, y le explicó todo por lo que estaba pasando y por lo que debería también estar pasando Ana. Patricia le replicó furiosa.
─Esa santurrona de Ana, la que me arrebató todo a lo largo de la vida, esa puta mental que no tiene el coraje de cogerse a todos los que desea, por fin recibió una lección. ¡En cambio, yo me puedo coger a cada hombre que ella elija, como te cogí a vos, y como te seguiré cogiendo cuantas veces quiera!
Con una lucidez súbitamente recobrada y sin levantar la voz, Oscar le contestó que no se volvería a acostar con ella, así fuera la última mujer de la tierra, y que no lo haría porque ella era perversa de alma, porque a pesar de todo por lo que ella pudiera haber pasado, su crueldad era insuperable y que eso la hacía fea y despreciable y que ella no le producía otra cosa que asco.
Patricia estalló en un llanto ruidoso que tenía esbozos de locura. Oscar, salió de la casa y emprendió el camino de regreso.
Las cosas cuando se les enreda la tragedia, a pesar de los pesares, de la lobreguez, nunca son tan simples como parecen. Pero, la maquinaria cruel e indiferente de la misma, va tejiendo nuevas tramas, enganchando desconocidos engranajes y espera con su paciencia sin emociones, el desenlace. Todo podría haber terminado con una Patricia despreciada, con un Oscar sumido en el abandono, con Ana perdida en la insondable inmensidad del dolor. Patricia, lloró durante horas sufriendo la fuerza del ultraje y cuando unas horas después llegó a visitarla su novio de turno, le contó brevemente lo que había pasado y le dijo que se fuera, que ya no lo quería más, que el hombre al que, en realidad amaba, era el hijo de puta ese que la había humillado, el marido de su hermana, pero que a pesar de todo lo amaba y le añadió a Javier (así se llamaba el hombre en cuestión) que no se gastara en suplicarle, que jamás seguiría con él. Javier dejó la casa de Patricia, pleno de rencor, pero con un plan gestándose en lo más negro de su espíritu. Si ese Oscar lo había despojado de su hermosa y, secretamente amada, mujer, debería pagar.
Oscar, de nuevo en la ciudad, poco a poco retomó la escritura y empezó a redactar una nueva novela, plagada de referencias a su historia con Ana. Los extraños mecanismos del consuelo, de la mínima compensación, del homenaje tardío, lo guiaban en los días de trabajo incesante, y, en las palabras que se acomodaban generando emoción, fue encontrando un poco de alivio y la difusa esperanza de que tal vez Ana la leyera y sintiera, al menos, un poco de compasión. Es que el silencio que necesitaba para que empezara a salir su voz, había empezado a gestarse en su corazón y los decires podrían empezar a crear la belleza que él pretendía. La obra fluía como agua de arroyo reverdeciendo los campos antes yermos de su alma y haciéndole sentir que en el arte podría encontrar un poco de consuelo.
Entre tanto, Javier, amarrado a su determinación que lo impulsaba, ciego, como la catapulta del destino, se trasladó a la ciudad y, por medio de la guía telefónica, no le fue difícil dar con la dirección de Oscar. De manera que cuando tocaba el timbre de la vivienda buscada, y mientras sentía los pasos que del interior le revelaban que alguien venía a abrir, se repitió lo que tantos días se había repetido como un rezo: “Abrí la puerta, hijo de puta. Vos que me quitaste a la mujer que amaba, vas a recibir cuatro plomos en el pecho”. Oscar se encontró con un desconocido apuntándole con un arma y apenas tuvo tiempo de asombrarse porque nada más pudo hacer, ya que lo último que sintió, fueron unos caminos de fuego que le ardían como mensajeros de la muerte junto al corazón, mientras más allá, la ciudad que había de pronto perdido su color de plomo líquido derramado, le pareció resplandecer.