Márcia Batista Ramos
Entré a la habitación de adobe con piso de tierra y el fuego ardiendo en una cocina de barro improvisada, un poco más alta que el piso, donde una olla y una caldera eran el centro de la atención de Benito, un hombre de otro siglo, que por cosas del destino aún está entre nosotros. El hombre, muy gentil, colocó un cuero de oveja sobre un banco de madera y me invitó a tomar asiento.
Su rostro surcado por el tiempo, no tenía edad. Sus ojos tenían un brillo y una viveza propios de un niño, enmarcados por una vasta cabellera grisácea. Él frotó las grandes manos y habló del frio que castigaba los últimos días, a sabiendas de que me interesaba conocer un poco de la historia de su vida y de los cuentos que escuchó, él mostró sus dientes perfectos con una larga sonrisa y comenzó a contar:
– Hace tiempo, cuando yo nací, nadie imaginaba que éste mundo viejo de Dios daría tantas vueltas y cambiaria hasta las cosas que todos pensábamos que no se podía cambiar. Desde luego, no logran hacer las cosas cómo las hace Dios, pero por fuera el intento es casi perfecto. Por ejemplo, cuando uno mira medio de lado, hay hombres que parecen mujercitas, pero no logran ser perfectos porque no pueden parir, hasta el momento, lógicamente… Quizás, más adelante lo logren. Tal vez el Dios les dé permiso. Uno nunca sabe. La verdad, es que las cosas cambian después de cada guerra, todo cambia después de cierto tiempo.
Sé lo que hablo, porque ya perdí la cuenta de mis años de vida, para ajustarlos tengo que buscar papel y lápiz y hacer un cálculo, mucha gente piensa que soy una especie de fantasma que se levantó en medio de los muertos… Entiendes éstas cosas que dice el pueblo, porque no tienen una explicación para lo que sale de su normalidad. La verdad, es que sobreviví al tiempo y tuve que ir al entierro de todos. No fue fácil… Pero, somos hechos para aguantar los tiempos de paz y los tiempos de guerra. Entonces, cuando nací el mundo era diferente, en aquellos tiempos los campos no tenían alambrados, eran uno sólo, sin cercas y muchas veces sin dueños. Cualquiera, montaba un caballo y subía un cerrito y podía descubrir el horizonte sin fin. Y por extraño que parezca, la gente normalmente era más accesible a los sentimientos de generosidad. Después, empezaron a dividir los campos como un plato de porcelana que al caer se rompe en pedazos pequeños. Dios hizo el campo sin potreros… Eran perfectos.
En mis andanzas, conocí a un tal capitán Pont, que dice que llegó de las bandas del Oriente y me contó cosas que no entraban en mi mente, pero me dio un trago, no sé de qué y después, comentó que yo iba a vivir para ver que era verdad todo lo que él hablaba. Me dio un cuadernito con tapa de cuero, donde tenía todo lo dicho anotado. No sé por qué el hombre podía adivinar el futuro, por qué sabía todo lo que pasaría, hasta que yo seguiría viviendo para empalagarme de la vida. Habló de la luz eléctrica, de la televisión, de las guerras, del celular, de las armas climatológicas y muchas cosas inverosímiles, en aquel entonces… Era interesante escuchar sus cuentos, pero todo parecía fantasía. Parecía locura.
En la vida de campo, la mayor parte del tiempo, uno trabaja sólo. Camina sólo. Entonces yo tenía tiempo para pensar en las cosas que habló aquél hombre extraño de ojos color violeta y cabello claro, facciones que no se ven en la banda Oriental. Yo me sentía en el limbo, porque no podía contar a nadie lo que escuché. Podían llamarme de loco o de mentiroso. Mejor era callarme. Guardé bien el cuadernito, justo aquí… Porque yo no necesitaba leerlo, me lo sabía de memoria. No podía olvidar aquél hombre extraño que habló tanta cosa y se fue. Dejó el cuadernito y su trago que está allí en la repisa y nunca más lo tomé. Hasta hoy, no hablé de eso a nadie. Pensé que quién viviera llegaría a ver las novedades que me contó el capitán Pont.
De aquella época, solamente yo viví lo suficiente para ver tanta cosa. Los otros murieron pronto, muy pronto se desgastaban…Me enteré de todo, mis contemporáneos no vieron nada. Ni los otros, porque cuando una cantidad de gente moría, aparecían otras invenciones, aparecía otra gente y sólo yo estaba ahí, viendo todo, enterándome de lo que ya sabía desde antes. Algunas veces, yo pasaba horas confiriendo con el cuadernito de tapa de cuero, todo cuanto ocurría y todo lo que inventaba la mente humana…
No sé por qué te cuento, pero, ahora que destruyeron los pueblos del Rio Grande de San Pedro, mira, aquí está escrito en el cuadernito con la tapa de cuero, ya empieza el fin del mundo.