En el jugoso último programa televisivo El Pentágono, dirigido por Mario Espinoza y del que me chaché (con licencia), que los curiosos pueden ver en YouTube, el experto en hidrocarburos Mauricio Medinaceli lanzó ácidas preguntas al ecologismo.
Para que nadie se encolerice a nombre del planeta, Medinaceli no interpeló desde el trumpismo, escéptico de los hallazgos de la ciencia. Lo hizo sin negar el calentamiento global o el imperativo de cuidar la naturaleza; más bien desafió a ver la cara dura de la faena, que es mejor a retozar en el gentil bosque de los buenos deseos.
Provocador, Medinaceli resumió así sus interrogantes; la primera, de carácter democrático, según traduzco yo. Si la mayoría nacional es consumista a morir, adicta a los combustibles fósiles, vive del IDH y ha secundado varias veces (por ejemplo el 2006) la apropiación estatal de la renta de minerales e hidrocarburos, cómo se la persuade de que deje ir esas vacas gordas (incluso si proveerán menos leche en adelante) y a cambio de qué.
Ese es un embrión de brete porque indaga en qué coalición social descansaría la innovación ecológica, que tendría en contra a relevantes factores de poder. Pienso en los cooperativistas y me compadezco del ministro de Gobierno eventual con bandera verde. Y si no la apoyara la mayoría social, puesto que la ecología es de vida o muerte, queda meditar si serían factibles o deseables medidas con esa mayoría en contra, si ella fuera incapaz de entender la emergencia. En un Estado sin el monopolio de la violencia ni el de la producción jurídica (forzado a negociar normas con cada grupo de interesados, peor si son fuertes), esa hipótesis pica como el zumo de ulupica.
La segunda pregunta de Medinaceli es económica, sobre los costos de la transición ecológica y cómo se asumirían, incluso electoralmente. Es correcto que a que el Estado reparta recursos de los hidrocarburos para que la clase política “endulce” a la sociedad, mejor sería un país de actores autónomos, financiando sus vidas con ocupaciones verdes y sin reverencias al poder. Pero queda entre brumas cómo consumar esa transformación, incluso de la cultura política local.
En la misma línea está cómo y en qué plazo se crearían los empleos que sustituyan los -directos e indirectos- de las actividades contaminantes que, seguramente, juntas son 90% del PIB boliviano. Cecilia Requena, con sus conocimientos y buena ley, apuntó en El Pentágono como opción, el fomento de empleos en el turismo precisamente ecológico. Empero, para seguir la vena desconfiada de Medinaceli y sacarle el néctar a sus corrosivas dudas, no sé si yo le pondría velitas al turismo como para que supla en el mediano plazo los polucionantes ingresos de la actual forma de ganarnos el pan.
Igualmente, no basta la evidencia de que los campos gasíferos en Bolivia declinan y que eso empujará a diseñar nuevos rumbos. Para plantearlo en términos de “política pública dura”, como quiere Medinaceli, igual el gas será fuente de ingresos, si bien menores. Y la vía ecológica importaría decisiones adicionales, como no impulsar la minería o la agropecuaria (no propiamente ecológicas), con efectos económicos y políticos en oriente y occidente.
Además, si se ha de seguir el ejemplo de Chile y su desarrollo remarcable de energías alternativas, explicaba Medinaceli, hay que considerar que allí carecen de la subvención del gas, vigente en Bolivia. En Chile sí es rentable producir energía eólica o solar, más barata que la fósil. Francesco Zaratti adujo que aquí la rentabilidad de la mudanza energética podría provenir de exportar el gas que usan las termoeléctricas y remplazarlas por energía renovable. Francesco ayudaría proveyendo los números que le den un empujoncito a la fe en la causa.
Los aguijones de Medinaceli invitan a los interesados a ponerse el overol de autoridad porque no hay reforma sin precio, disyuntivas ni afectados (y a estos no suele persuadirlos el bien común). Sería también útil imaginar qué tipo de toreros, capotes y lanzas se requieren para esa lidia.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.