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La visita a Betanzos

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Me envías un enlace acerca de Stefan Zweig. Me acomoda sentado en la distancia en el pasillo con bloques de vidrio de la casa materna-paterna. Varios libros suyos, algunos en la rústica de Editorial Tor. Mucho más tarde me enteré del destino del escritor, en Brasil. Entonces era la magnificencia de una gran prosa, el aire siempre presente de una época, Austria en particular.

El pequeño automóvil rojo trepa las estribaciones de la Sierra de la Capelada, al norte de la provincia de La Coruña. Pasamos por lugares de ensueño. Me dicen que en esos montes cubiertos por metálicos molinos de viento todavía corren caballos prehistóricos. Intento escucharlos pero el ruido de las monstruosas aspas es más fuerte. Ganado salvaje, color de tierra naranja los lomos. Pequeñas villas escondidas donde cosechan percebe. No anoté los nombres; se suceden paisajes inimitables. No se ven los altísimos acantilados. Igual a sueños rotos, van cubiertos de niebla. Igual a ellos, guardan la viscosidad de las lágrimas sin derramar, un escurrir de silencios tal vez definitivos. Aire de bosque, mar y fresnos gallegos, el árbol sin par.

Pequeños recuerdos en el pueblito mágico de San Andrés de Teixido. Artesanías hechas de antiguo y tradición en miga de pan pintada. Mi acompañante escoge uno para Renata, en Lyon, a quien he de ver muy pronto, en el dintel de un viaje que no tiene que ser final sino iniciático, comienzo de vida cuando se presuponía que sería inicio de muerte. Iré en avión. Obviaré, por cansancio de alma, la tierra entre esta hermosa ciudad española y la no menos del macizo francés. Un alto, intervalo de vida familiar, antes de los trenes al este.

Conversamos acerca de los campos de batalla. ¡Qué poco sabe el mundo de la guerra de Ucrania! Juicios y prejuicios, sobre todo de sus mujeres. Recuerdo las pieles femeninas, tatuadas y hermosas, de ellas en las mayores ciudades, siete años atrás. Pocos pensaban en la guerra, pero había tanques parados en ciertos lugares de Jarkov. La conversación gira en torno al horror, la desgracia cebada en un pueblo que tampoco fue inocente en su historia. Sin embargo, los males pasados no pueden ser freno para las iniciativas nuevas y ojalá buenas.

El carro baja hasta una extensa playa que dora el crepúsculo. Sol que se cierne al fin de Valdoviño. He sido afortunado de ver mucho en esta corta estancia aquí. Agradecido por el esfuerzo amigo, la buena voluntad, la bonhomía de ayudar y mostrar. Hay ruido de cabalgata detrás de los oídos. Pero en la neblina no se ven caballos ni tampoco la garganta de la montaña que cae seiscientos metros al mar. Lo afirmado, pensado,  todavía no digerido, del silencio que sobreviene después de la tormenta. La placidez del aire en el que no girarán polutos dientes de ira.

Ortigueira, Cabo Ortegal, Mirador de Herbeira, nombres que nunca hubieran entrado en la bitácora de mis viajes. Si fue el azar lo que me trajo o qué se esfuma en el vaho de horas. Queda, por supuesto, la memoria. Mientras dure el papel y quien lo llene de palabras, ha de permanecer. Lo que caiga después entra en el mito. No estaremos para vivirlo. Tolkien no asoma en sus mundos sombríos, Robert Graves no deambula ya por las calles de su infancia con tintes germánicos.

Corzo y jabalí, raudos fantasmas con pies de abeja. Vuelan por sobre las matas, bufan, sonríen, giocondas del universo escondido, deseos envueltos en mortajas púrpura, como señores santos del Perú.

Dice el poeta Ramón Andrés, que me hizo conocer mi guía, lo siguiente:

“El muro ante ti y detrás de ti;/Detrás de ti y el muro ante ti.”

¿Interpretarlo de mil maneras, de forma literal? Una hoja se desliza por el cuerpo del petroglifo de Pena Furada, en la floresta de Coruña. Desnudo observa con ojos abiertos de tiempo la destemplanza del amor. Vanidad, veleidades de humanos que se creen por encima de los años, que no saben entender la dureza del cuarzo que se añade a los bordes de la roca en forma de muelas. “La vida es lo que nosotros vemos del mundo”, Rilke ensimismado, contemplando la noche del Donau. Al fondo del agua las estrellas anegadas, apenas reluciendo en el pardo de las algas.

Señalan el camino de Ljubljana, el que llevará a Zagreb y a Sarajevo. Los corceles de Wallenstein cabalgan por su polvo. Atraviesan Ptuj. Acomodo el espaldar de la silla. Rancias paredes de ancianas etnias me rodean. Bajo el atardecer de Betanzos asoman figuras que se van haciendo reales y luego se disuelven, como si las ciudades estuviesen sometidas a cántaros de ácido sulfúrico. Un Golden retriever macho trota en un promontorio. Con las patas destroza retóricas que redactan la inexistencia del amor. En el aire cuelga una sonrisa británica de sazón misteriosa. El gato de Chesire ríe, no parece reír, da carcajadas de gusto. Debajo, pensamientos taciturnos cruzan salones mientras niños se esconden de sus padres. Quiero leer a Dylan Thomas y no está. Dejó una nota señalando que no retornaría, que se iba a leer poemas presto del infierno, que cuando acabara arrojaría el libro a las llamas y a sí mismo al olvido. So long, Dylan Thomas; bailan los campesinos de las hermanas Brontë

Betanzos. En el pasado existía el héroe de la historia boliviana y aquel pueblo en el valle entre Potosí y Sucre, helado y melancólico. Otro nombre nunca imaginado. Quizá en mis siempre atentos periplos por el mapa lo había visto, ahí al fondo de la ría, pero no sabía que me convertiría en ducho cliente de los buses que cubren los veinte kilómetros que lo separan de la ciudad grande. Ya conozco de memoria el descenso hacia sus casas, sus puertas citadinas de antigüedad medieval, los eucaliptos. Café “solo” en la puerta de la iglesia de Santiago. Capa y espada. Cabezas de moros. El señor de Bombori trasladado desde los campos cochabambinos hasta aquí. Aunque la historia haya realmente ido en sentido contrario. Dibujos, poemas, lecturas. Siempre Cunqueiro y una miríada de otros autores que desconocía y ahora agitan letras en el vaivén de mi vida.

Paseos por Betanzos, libros viejos, espeso chocolate con churros por la noche. Famosa y notable tortilla de papa de Betanzos. Complicado manipular de comidas para producir el efecto deseado. Quesos y embutidos en vitrina apenas bajando una calleja del pueblo que sube y baja, de Santa María a donde viven los gitanos. Feria en la que compro botas de caminata, ya que de trabajo no lo son más para mí. Lejos los días en que botines punta de hierro hacían de diarios comensales. La vida pasa, avanza. A ratos retrocede pero es breve recular de las distancias.

Hemos visitado la exhibición de Irving Penn, visto “en vivo” sus tomas del Cuzco. La fotografía gira constante alrededor de este periplo de marzo-abril. Calesita de sueños, flor de azalea. Los brezos, la Calluna vulgaris, pinta de rosa el campo. Me dices que están protegidos ahora, luego de una masacre vegetal como las que suelen suceder cuando los intereses del capital se aprovechan de los recursos naturales.

Domingo ya. Nada suele ser lo que se espera. La locura humana tiene alta capacidad destructiva. Donde se hallaba un castillo a la espera de su princesa, la furia ha arrasado como si fuese Jarkov. Bombas incendiarias, atómicas, faros del fin del mundo. Las luces de la Torre de Hércules giran mínimas en el  cielo ante la luminosidad de la urbe. En el pasado serían un ojo entre la tiniebla, pupila de la nada.

Domingo. Otro bus camino de Betanzos y vuelta. Después, una semana más tarde, un mes, dos, es posible que su memoria se archive hasta de cuando en cuando aparecer en escritos viajeros. Es posible que no, también, que la villa se afirme en las rocas antiguas y el río siga corriendo. Nadie lo dirá porque no lo sabe.

Stefan Zweig retorna a mí desde un enlace electrónico con cuentos de infancia. Todo brilla y de a poco va haciéndose claroscuro, a manera del arte de Lasar Segall.

Pan de maíz negro, de trigo negro pan.

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