Alegato de las diferencias
El agua tenía ese brillo tan particular, vidrioso, que destella a pesar del color tierra, que a veces refleja el cielo más oscuro. Como un espejo. Da la sensación de que se puede caminar sobre él. Pero no. Ida lo sabía muy bien. Sentada en la cumbre del peñasco que está en la lengua sur del islote frente al puerto, recordaba la vez aquella que nadó hasta la desembocadura, donde el agua definitivamente cambia de color, de sabor, y hasta de densidad.
Lo salobre le hacía mal a la piel, le ardía, por eso no cruzó la línea. Las miraba desde allí, eran cinco o seis. Saltaban, se reían, se zambullían. Era chica entonces. Le hubiera gustado que la invitaran, aunque fuera para poder decir que no, que se enronchaba. ¡Se veían tan felices! Sus cabellos mojados reflejando al sol su mismo dorado casi rojo; a veces algo anaranjado, arrojándose entre ellas con esponjas, estrellas, anémonas. En cambio, Ida lucía del mismo color que el río, y sus cabellos estaban permanentemente desordenados. Era greñuda, y siempre se le enredaba en ellos alguna bolsa de nylon, cordones de zapatillas desechadas, jirones de algún trapo viejo, y el olor nauseabundo de las cloacas.
A la edad de la adolescencia nadaba hasta allá más seguido, pero se escondía para observarlas. Sentía vergüenza. No deseaba ser invitada ni descubierta. Imaginaba que ellas lo poseían todo. Que cada mañana se acicalaban frente a una cornucopia, regalada por su padre en el día del cumpleaños, sentadas sobre un impresionante molusco plateado en lo más abisal de la abundancia. Mientras, en contrapartida, ella habitaba un viejo casco herrumbrado semienterrado en el lecho gredoso, y a veces, en la oscuridad de los pilotes del derrumbado embarcadero, compartía algún juego tedioso con un bagre tramposo y un sábalo bipolar, con perfil autodestructivo, al que contenía desde que su esposa lo había abandonado para irse con un surubí mucho más joven.
Seria, en su peñasco, Ida seguía el curso del agua con la mirada. Ella nunca se detiene, pensaba, como la vida misma. Corre inexorable hacia su predecible destino de océano. Porque la vida no muere, se transforma.
Habían pasado los años y nunca más había nadado hasta la desembocadura. Ya era grande, y volver aguas arriba era un esfuerzo que no estaba dispuesta a realizar, prefería imaginar que cada una había encontrado a algún noble marinero, de uno de esos cruceros gigantescos, que daban la vuelta al mundo, para formar un hogar próspero y bello. Al mismo tiempo, Ida miraba pasar buques cargueros que perdían combustible, areneros que arrojaban sus residuos al agua, remolcadores, cuyos marineros orinaban por la borda sin ver que ella nadaba a su vera, y al único hombre que había conocido había sido a Tincho, el pescador de la costa, que no había hecho más que proponerle obscenidades y groserías, siempre.
No obstante, cada atardecer, señoreaba desde la lengua sur del islote que estaba frente al puerto. Porque con los años había aprendido que ella era diferente, aunque, al cabo, todos lo éramos. Sin embargo, a Ida eso también la hacía saberse única.
Y porque nadie nunca le preguntó, no pudo hacerlo. Pero tenía ensayada una respuesta para cuando alguien la interrogara:
– ¿Y tú quién eres?
– ¿Yo? ¡La única sirena de río!