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La última palabra la tiene el pueblo

La democracia ha sufrido un deterioro paulatino en las sucesivas gestiones del presidente Morales, al que pese a todo hay que reconocerle varios avances en materia de derechos humanos, una estabilidad económica relativa —con desaceleración en curso y un futuro incierto—, y una pregonada reducción de la pobreza que a la hora de la verdad se advierte poco en el día a día.

El fin no justifica los medios. Ningún gobierno, por más progreso que haya llevado a un país, debería tomarse el atrevimiento de manipular las instituciones del Estado con el objetivo de prorrogarse en el poder. El mejor gobierno es el que trabaja a favor de la gente y, además, el que sabe respetar las reglas del juego democrático; esto es, sus titulares, una vez cumplido el plazo establecido por la Constitución, se hacen a un lado para dar paso a la transición de una administración a otra —que puede ser de la misma sigla partidaria o no.

Lo ocurrido en los últimos días con el Tribunal Supremo Electoral (TSE) es el corolario de una serie de arbitrariedades a tono con un mandato gubernamental: apoyo cerrado a una persona (ni siquiera a un instrumento político, como todavía creen algunos incautos) dentro de un régimen reacio a la democracia interna (en este sentido, a imagen y semejanza del partido único), y por eso en las primarias de enero no veremos otro binomio del MAS que no sea el que todos conocemos.

El mesianismo guía el accionar de los partidarios del oficialismo y esto les impide ver la realidad de un hombre encaramado en el poder sin intenciones de cederlo. Cualquier político con buenos propósitos está en condiciones de hacer grandes cosas por la comunidad, pero nunca dejará de ser un hombre como los demás. Disculpen, lectores inteligentes, la obviedad terrenal: endiosar a ese político es el peor error que alguien puede cometer.

El seguidor obsecuente de aquella línea de mensaje se relame comparando la postura de su líder respecto a la oposición, a sabiendas de que, por lo menos hasta ahora, esta no ha sido capaz de ponerse a la altura de las circunstancias. No hay mayores misterios: la polarización artera, la confrontación a menudo virulenta, constituye la base discursiva del populismo —ya sea de izquierdas o de derechas— en Bolivia y en otras partes del mundo.

Con tal panorama, el TSE acaba de desperdiciar la oportunidad de transmitir confianza a una población que como nunca antes en los últimos 12 años necesitaba recibir una señal de imparcialidad, antes de encarar un año políticamente clave para el futuro de la nación. Y no solo perdió la escasa credibilidad que le quedaba, también toda autoridad frente a los electores.

Párrafo aparte para los votos disidentes de Antonio Costas y Dunia Sandoval, la vocal que con valentía declaró su respeto a la soberanía del voto manifestada en el referéndum del 21 de febrero de 2016 y su estricta sujeción al cumplimiento de lo establecido en la Carta Magna.

Por sus reacciones, el partido oficialista —autoridades, líderes de opinión e influencers en las redes sociales— no parece haber tomado conciencia del verdadero peligro para un gobierno autoritario; peligro que en estos tiempos no proviene de una oposición política tradicional —debilitada, en el caso boliviano— sino de una ciudadanía informada y movilizada por el acicate de nuevos medios sociales de comunicación como el aparentemente inofensivo WhatsApp.

A pesar de las múltiples formas con que se ha venido menoscabando la democracia, ella no ha muerto y esto no cambiará a menos que exista el consentimiento de los votantes: nuevamente las urnas decidirán el futuro del país. Por lo tanto, la última palabra la tiene todavía la ciudadanía. Resultaría incomprensible que sirviera para otra cosa que no sea darle un halo de vida, por el bien de todos.

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