Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Intangible, el humo, y sin embargo proyecta sombra. Me adueño del título de un texto de Vladislav E. Jodasévich acerca de Samuil Viktorovich Kissin, apodado Muni. De su Necrópolis personal, memorias que siendo suyas reflejan una generación perdida en la que percibimos al autor mientras conversa o detalla con y a sus personajes. Sino colectivo, tal vez, pero tan distintos unos de otros, a pesar de que supuestamente existía un aura literaria que los unía.
Será la guerra, que mi entorno se ha rodeado de lápidas. Como las placas de metal adosadas a muros exteriores recordando la visita de personas notables a inmensos, vetustos edificios en una de las colinas de Kiev, después de haber fotografiado la verde Casa de los Gatos y habiendo inútilmente querido hallar discos compactos con música de bandura. Será que la tristeza hace que los otrora tambores y trombones impacten ahora con sonido de obuses de ciento cincuenta y cinco.
Me asomo a un lugar de comida ramen pero salgo, está atiborrado de estudiantes. Comienzo a descender hacia la avenida principal de la capital, hacia el ángel. Detrás de la columna hay cierto edificio soviético que causa asombro cómo se puede construir algo tan grande. Quizá Bucarest, el palacio de Ceaușescu. Hora de almuerzo; me decido por comida tártara que no aprecié como debía. Solucioné el entuerto con vino blanco del lugar. Pensando, recorriendo lugares de souvenirs para retornar a Denver, chucherías a las que no falta belleza, arte popular a su modo. Olvidé comprarme una camisa bordada. Falso decir que no pensé, y sigo pensando, en mi matrimonio en la estepa, de traje cosaco negro o rojo y botas de cuero. No puedo jinetear ni siquiera mi destino, o sea que no montaré a caballo. Sable ilusorio, una adornada cacha decorativa. Me emborracharé como se debe, hasta caer debajo de la mesa y la pobre esposa me levante para indecorosa luna de miel. Déjate de literatura, espetará, y ámame. Cigüeñas aposentadas encima de las chimeneas, casas coloridas de madera. Huelo campo, mañana estaremos en Berlín y luego París. Ahora froto eneldo entre mis dedos y me transfiguro en niño, al lado de una pila cochabambina que gotea y llena un bañador metálico para asearse los chiwalos de azul oscuro.
Despierto sin haberme dormido. No se puede asir el humo pero ¿por qué está el ambiente en penumbras? Porque hay humo que oculta el sol. Insoluble ecuación. Inclinamos la cerviz hacia Dios o el verso, por lo incompresible. Aquello que sonaba como fiesta canto de frenéticas bombas es, era, seguirá siendo. Parece que va a llover, susurran los niños. Parece, solo parece, lluvia no es sino fiebre de batalla, tisis, gas mostaza, cloro.
Necrópolis. Sumeria o hitita, modestas capillas levantadas en cuatro piedras imitando casas a la entrada del pueblo de Potolo. Recordando que son demasiados muertos para lugar tan chico, demasiadas pesadillas y demonios que vuelan desde los tejidos y retornan a esconderse en ellos con trajes bicolores. Ají de arvejas que mezclamos sentados en manchadas sillas y piso de cemento lustrado. Muku amarillento e inservible sobre una mesa. Al fin del camino, detrás de cordilleras insalvables y ríos por los que vuela más polvo que agua, corren provincianos simunes de la América meridional.
No solo Luvina es triste. También el gran río Manupare de irreal verdor. Esplendores de corona no siempre traen contento.
Aleteas por los cielos en traje de novia. Te disputan Kusturica y Chagall. Observo y bajo los ojos a una línea que podría ser mía: entonces te imaginé feliz. Soñamos con los bronces de Benin, con las ruinas de Van, mas crece un incendio popular y colectivo. Si Gurdjieff buscara respuestas hoy en los pasadizos del Cáucaso, si su fin fuese hallar la perdida trama de alfombras antiguas, qué hallaría. No significa que su tiempo olía a rosas, por los caminos crucificaban asirios, imperio de la bestia atroz. Más pronto que nunca la humareda del tren que lo aleja de allí traquetearía hasta encontrarse sin sentido, hundiéndose en el fangoso Támesis en donde se ahogara Dickens. Turner sombrío, no paletazos de luz en la tormenta. Monstruos antediluvianos, tiburones de pupila muerta, pulpos mitad calamares, langostinos pies de cucaracha.
Personajes de Theodore Dreiser, en alguna urbe norteamericana, en páginas de Ambiciones que matan, anuncian con énfasis que “Dios proveerá, Dios nos mostrará el camino”. Ni provee ni muestra, ha dejado el cayado para recargar munición a los magníficos César franceses, cañones autopropulsados, epítomes de la belleza del siglo. Evangelio según la muerte.
Dejo de lado el silencio para adentrarme en las junglas del aduanero Rousseau. Tigres, gitanas y monos. Hablé del río de Pando que describe Roberto Navia Gabriel en su interminable periplo. Me pongo, otra vez, en la punta de la delgada canoa que corta el Mamoré, veo el cuerpo flotante de Horacio Quiroga devorado por los peces. Si caía dentro de aquellas aguas marrón ceniza nada estaría contando, ningún paso habría sido dado en las escalinatas de Odesa, no habría asistido sin presencia a funerales tantos que tendría que cortarme los dedos para no contarlos. Misterio de los escondido, Henri Rousseau, acerca de quien pensaba cuando el hambre agarraba las tripas bajo el hermoso cielo de París. Botes iluminados con festejantes turistas apenas hienden las aguas. Mi reloj no tiene batería, se detuvo a las nueve menos cuarto de cualquier día. Máquina falta de memoria, soldado japonés con peso muerto a marcha forzada, senda que conduce a nada. Lo extraño, sin embargo, en la muñeca, y continúo llevándolo como si del tiempo dueño.
Cierro el último botón de la camisa, saldré a comer algo en Cochabamba de Corpus Christi. No descarto pasar por las iglesias y comprar, a manera de Joaquín padre, rosquetes y maicillos, traerlos a casa para el café solitario, rodeado de voces impresas en páginas carentes de sonido. ¿Tocarán las campanas cada hora? Amaba eso, no me obligaba a pensar en divinidad sino a relajarme. En algún momento cambiaron los tintineantes bronces por maquinarias automáticas y se perdió la esencia. Veré qué hay disponible, estos oídos por horas no han escuchado nada más que los vecinos jugando lotería bingo en el feriado. Observo: refresco de durazno, monedas de a peso, interesados invitados en fraudulenta cábala. Torno para ver si ella está. Está Macbeth.
Caminé por la hoy oscura calle Ecuador ¿vida, dónde? En lo que fuera el Café Fragmentos han abierto el bar Berlín. Pedí caipirinha, me senté en silla que sin ser la misma irradiaba historia. Puerta metálica que da a la calle, escaleras en caracol rumbo al amor. Han perecido griegos, españoles e italianos, el aroma de Brasil se ha disuelto. Dos, tres bares en penumbra lo que queda; lejos, vestidos floreados crecían piernas invertidas como blancos cipreses a vera de vertiente. En la pared, un sténcil tipo Bansky retrataba a Ligia.
Tropiezo con un bulto, cuerpo de amante difunto.
30/05/2024
Imagen: Hannah Höch, 1931