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La soledad en el foso

Maximiliano Benitez

El despertador de mi móvil sonó a las ocho y cuarto. Suelo ponerlo a las ocho en punto para darle rienda suelta al amodorramiento, pero esta madrugada, rozando las cuatro de la mañana, decidí robarle unos minutos a las obligaciones. Amanecí, como casi todas las mañanas, con un dolor de cabeza espantoso, insufrible. Desperté a mi hija y restregué la cara bajo el agua fría para acabar de despertarme. Mientras ella se embutía en el uniforme gris del colegio aproveché para echarme un par de minutos más en el sofá. Ahí amanecí, un día más, a un metro de la trinchera. Mi trinchera. Me acerqué para ver en qué estado la había dejado. El cenicero repleto de colillas mal apagadas y la botella de Jim Beam en la estantería, junto al escritorio, me recordaban la cruenta batalla de la noche. Recogí el cenicero y oculté, como todas las mañanas, a mi compañero de batalla tras Los miserables. Víctor Hugo se hubiera reído con ganas de haberme visto. Jana se acercó, adormilada. Escribiste anoche?

-Sí, hija, como todas las noches.

-Pobre papá -dijo ella. Le pregunté por qué lo de pobre.

-Porque duermes muy poco.

Nos dimos un beso y un abrazo. No tengo mejor recompensa que su cariño.

Fuimos al colegio de la mano y regresé a casa. Limpieza, compras y todo lo que también forma parte de mi vida, la diurna. Lo hago todos los días, religiosamente, no tengo opción. Lavo las tazas, recojo los platos, tiendo las camas y barro un poco, especialmente los restos de la contienda de mi escritorio. Lo mismo con el trabajo, ese con el que me gano el jornal. Todo es parte del entramado de mi vida. La diurna, la práctica, la que sirve para sobrevivir, para languidecer, para perecer, pero que erróneamente decimos “para vivir”. A mis cuarenta y pocos no tengo muchas perspectivas de cambiar mi situación. No sé hacer otra cosa. No me molesta, siendo sincero, lo que hago, llevo muchos años en ello. Y antes que yo fue mi padre, y toda mi familia.  Pero esa especie de desdoblamiento a veces me deja un tanto taciturno, apesadumbrado. Es difícil de explicar. Y creo que tampoco quiero hacerlo. No me encuentro bien. Hace tiempo que no me encuentro bien. Pero luego, cuando pienso en las miserias reales del mundo, esas que arrasan con pueblos enteros desde el principio de los tiempos hasta la posteridad, me siento un poco ridículo, obsoleto, hueco e inútil.

Pasado el mediodía recibo un par de mensajes en el móvil. No hablo con mucha gente, la verdad. De hecho, no hablo con nadie por teléfono. Y poca gente me escribe ya. Hace años, tuve, como Palito Ortega, un millón de amigos, compinches de parranda, compañeros de trabajo devenidos en conocidos y socias de la noche. Pero ahora, para ser sinceros, ya casi no me queda nadie. Algunos murieron, otros se marcharon, algunos se alejaron y unos pocos sobrevivieron a la criba de la vida, a los que quiero como a mi brazo. Mi brazo derecho. Yo quiero mucho a mi brazo derecho. No sé qué haría sin él. Vivimos muchas cosas juntas. Algunas no puedo contarlas, no vienen al caso, pero qué duda cabe de que mi brazo es mi Mano Derecha, de eso estoy seguro como de que aún estoy vivito y coleando. Más coleando que vivito.

El mensaje era de mi mujer, que me pregunta qué tal. No sé realmente qué decirle. Creo que, con todo el derecho del mundo, no entiende esta especie de ignominia a la que me obligo todas las noches desde hace ya varios años. No sé cómo contarle, por ejemplo, la batalla que tanto Jim Beam y yo libramos anoche, y de cómo conseguimos, tras hallar los adverbios que tanto se negaban a irrumpir en el texto, que el protagonista de nuestras tribulaciones cruzara el Mar Negro, de Constanza a Turquía, con el único ímpetu de vivir gobernando el barco. No sé cómo no acabé empapado anoche. Sucedió, sin más. Me empapé, sí, pero por dentro. Y como parece un chiste de muy mal gusto, decido no contarle nada de eso. Para qué? Me digo mientras la veo “en línea”, esperando mi respuesta. Le respondo que estoy bien, que hice algo de pasta y que procure dejarla en un tupper para que no se eche a perder porque ya está haciendo algo de calor. La salsa lleva algo de nata y no quiero que se corte, agrego, como si se tratara de algo importante. No es importante, no lo es. Pero me tomo el trabajo de decírselo con comas y tildes.

 Luego de ordenar la casa y la trinchera (aunque cohabitan sala y estudio/familia y enfermo de la noche en el mismo espacio, los tengo muy delimitados), comemos en silencio con mi hijo mayor. Ponemos La ruleta de la suerte. Me encanta el carácter campechano del presentador vasco. Me caen bien los vascos y la gente del Norte. Se presentan tal cual son, sin subterfugios ni sombras. Lo que son es lo que hay, le digo. Él asiente en con la cabeza sin apartar los ojos del plato. Cuánto nos hemos distanciado, pienso, mientras lo observo por el rabillo del ojo cómo come sin decirme nada. No lo culpo. Está en otro momento de la vida. Y yo a años luz de casi todo el mundo. Yo pasé por todo eso, claro, y entiendo que no tenga deseos de hablarme de nada. Pero me duele. No se lo digo, pero me jode.

A veces creo que aún continúo en la misma espiral. Llevo más de media vida aquí, pero en el fondo, sé, dolorosamente sé, que aún estoy en la trinchera de mi primera juventud, aislado y al mismo tiempo a un metro bajo tierra, junto a los gusanos, protegiéndome y preparado para disparar al aire. Los que escribimos sabemos que todo va al aire, al cielo limpio, al vacío. Pienso en todo esto mientras rebaño un poco de miga en la salsa de nata y champiñones. Está buena, eh!, le digo. Sí, me dice simplemente y recoge su plato y lo lleva a la cocina. Acabo de comer y recojo lo que queda en la mesa. Lavo todo con agua caliente y lavavajillas marca Día y me acerco nuevamente a la trinchera. El cuello de la botella asoma por detrás del libro, como pidiendo algo de protagonismo. O como diciéndome: Eh!, anoche no podías vivir sin mí y ahora me ocultas como si no me necesitaras. Entonces recuerdo que al anochecer, cuando regrese de trabajar, debo (de deber) regresar al puerto de Plaj, en Turquía. Lo recuerdo y me estremezco al imaginarme todo lo que sucederá. El protagonista de mis proyectiles aguarda allí. Puedo verlo. Solo yo puedo hacerlo. No puedo evitarlo, no quiero evitarlo. Y, como preparándome para todo lo que me aguarda en la madrugada, me echo una siesta antes de recoger a mi hija y marchar al trabajo.


Soledad al robarle horas al sueño para escribir algo que llega a ser tan vital como el respirar.

Soledad durante las intensas lecturas puesto que un autor, si realmente aspira a serlo, ante todo lee, febrilmente, y luego quizás, sienta la urgencia de escribir. Y es el velo de la soledad la que cubre esas lecturas: no lo hace por mero entretenimiento, las entrañas le han empujado a hacerlo.

Soledad al publicar un libro con tanto esfuerzo y dedicación y advertir que a nadie le importa un carajo. Y al mismo tiempo la certidumbre de comprender que no tiene por qué importarle a nadie.

Soledad porque, aún con plena conciencia de todo esto, continúo trabajando incluso sin que se venda un puto libro.

Soledad porque ya cada vez menos soporto la frivolidad y la necias necesidades de la gente de la que tan lejos me siento.

Soledad aquí y allá.

Mi amigo Jim Beam y yo sabemos muy bien qué es eso de estar más solo que la una.

Entonces recuerdo las palabras de Vicente:

«Literatura: don o maldición?»

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