En enero, Álvaro García fue entrevistado por el periódico El País. Allí reveló que ve el 21F como una formalidad, casi como un accidente de tránsito que se resuelve con la gauchada de un amigo. Esa formalidad no puede oponerse a ponderaciones “más serias” que un papel mojado, un resultado electoral apretado o un axioma liberal. El Vice dijo que la capacidad de Evo de “unificar a los subalternos no puede perderse por apego muerto a la palabra institucional de la democracia representativa.”
Para el MAS, la reelección de Evo es Realpolitik (y el 21F es coartada de las fuerzas que igual hallarían otra razón para torpedearla) o bien reedición de la dicotomía democracia real/democracia formal. Para ésta, por ejemplo, el golpe de JJ Torres fue legítimo, a diferencia de otros, pues apuntaba en una dirección “liberadora”.
En realidad es una variante de un antiguo refugio de los operadores políticos, que los derrotados de 1985 atesoraron. Evoca el practicismo leninista -que no pierde una oportunidad de poder sólo por guardar la etiqueta-, pero más la lógica boliviana de calle. Para ésta, la masa y el poder real prevalecen al final. Se trata de dirimir en esa arena las contiendas que la frágil institucionalidad se reducirá a homologar. Los liberales de estas tierras tampoco renegaron siempre de ese oportunismo, para el cual está permitido todo lo que finalmente sirva, lícito o no tanto.
Algo parecido a la apuesta actual del MAS ocurrió con la Asamblea Constituyente en los años 2000. Para los “liberales” y el Tribunal Constitucional de entonces, era ilegal convocarla. Hasta que, octubre de 2003 mediante, se encontró (¡Eureka!) la vía de convalidar los dictados de la calle alzada. El contraste es que el “prejuicio” de la soberanía popular jugó a favor de la Asamblea Constituyente, no en contra, como hoy ocurre para gambetear el 21F.
No es ajeno a nuestra cultura política contraponer la constitución real, no escrita, a la constitución formal, a menudo secundaria. Pero esta vez el MAS marra el tiro, por interés o superficialidad. Reputa puerilidad de sus oponentes liberales lo que es cimiento de la cultura política.
La soberanía popular no es aquí tangencial, como sí es -aunque duela- la separación de poderes, esporádicamente observada, aunque ésta sea igual una de sus peores épocas. La soberanía popular nos fue inoculada en el alma por el neotomismo del padre Suárez, cuyas ideas penetraron hondamente desde las academias charqueñas hasta entrado el siglo XIX. Para Suárez, la soberanía fue otorgada a la totalidad del pueblo, no al monarca. Es un “soberanismo” de fuente medieval, anterior a Locke y Rousseau. No es una pieza de la democracia moderna, pues golpes, “reyes” y revueltas son parte del paisaje. Es un límite máximo de la cultura política al usualmente amplio poder del gobernante.
Cuando la Ilustración hizo carne, esas ideas mutaron al rousseaunianismo, una macanuda forma de estar a la moda, pero porfiando en el sentido común local profundo. A raíz del 21F, el MAS desafía temerariamente este duradero “prejuicio” de la soberanía del pueblo (como el “prejuicio” de la igualdad del que discurría Marx), vivo en nuestra mentalidad. Ése que condenó a Goni en 2003; ése que intuitivamente hace pensar hasta a los votantes de Evo que yerra con su reelección, como machacan las encuestas.
Es pues irónico que los taitas del MAS, diestros con otros “prejuicios” (el Estado como portador supremo del bien común, la antipatía al capital extranjero o el mendigo sentado en una silla de oro, cuyos bienes todos codician), se estornuden en la soberanía del 21F. Bastaría que archivaran la consoladora división oligarquía/pueblo o derecha/izquierda, para examinar las acciones fallidas tomadas, en esa misma línea osada, por Urriolagoitia respecto de las elecciones de 1951, por Paz Estenssoro en 1964 o Banzer en 1978.
A un gobierno desgastado que transgrede gravemente y con desidia este principio de la cultura política local, contar con el Estado le puede ser insuficiente para parar la avalancha.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado