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La reinvención del indígena y el neocolonialismo populista

Iván Jesús Castro Aruzamen

¿Estamos de una forma u otra destinados y condenados por la historia a ser una nación subdesarrollada, atrasada y mediocre? ¿Acaso hemos escogido ser constantemente una copia de un pasado siempre latente en la consciencia colectiva? Arrastramos una historia de 500 años como si se tratara de una eterna odisea, marcada por la dominación, el saqueo y la imposición de un régimen colonial. La conquista Ibérica y las consecuencias de la misma fue un hecho con su dramatismo e historia harto conocida por todos. Hubo un sistema colonial en la América española, evidente. Que los pueblos y sus culturas fueron sometidos al régimen del siglo XV, también. El indígena más allá de su existencia real fue una invención de la ideología colonial europea y española en ese momento, sí.

El palestino Edward Said en un pionero libro de 1978, Orientalismo, decía: «el examen imaginario de las realidades de Oriente se basaba más o menos exclusivamente, en una conciencia occidental soberana. A partir de la posición central e indiscutida de esta conciencia surgió un mundo oriental, primero de acuerdo a las ideas generales sobre quién o qué era un oriental, y después, de acuerdo a una lógica detallada y gobernada no solo por una realidad empírica, sino también por una serie de deseos, represiones, inversiones y proyecciones». El indio o indígena de las tierras del llamado Nuevo Mundo, también fue fruto de esa conciencia occidental soberana. E independientemente de la imagen que se hizo del indio americano coincidiera o no con la realidad fáctica del mismo, se terminó asimilando esa idea de qué y quién era el indígena visto por esa supremacía occidental.

 A inicios de este siglo XXI volvemos a encontrarnos con una lógica discursiva como la del populismo en América Latina capaz de reinventar al indígena a pesar de que éste así como lo definió el esencialismo europeo ya no es posible hallarlo por ninguna parte del continente, al menos en estado salvaje; pero a pesar de ello no es viable negar la existencia de culturas y cosmovisiones que conservan su identidad; no obstante, la pervivencia de las mismas está sujeta al contacto y/o avance de la modernidad por un lado o la globalización en algunos casos. Ninguna cultura puede sobrevivir volcada sobre sí misma. Así como no es correcto, según Asir Martínez de Bringas,  «pensar América Latina […], no es hacerlo desde una arcadia cultural en versión indígena o criolla, sino que supone siempre reapropiación crítica de lo que ha sido pensado para y contra América Latina»; sin embargo los populismos se han esforzado en pensar a los pueblos desde una visión esencialista recurriendo a esa arcadia cultural del pasado.

En nuestro país el discurso populista instaló como justificación de su acción política la confrontación sostenida en la dialéctica de la bipolaridad: el negro y el blanco, el campesino y el citadino, el rico y el pobre, el letrado y el iletrado, el obrero y el desempleado, el creyente y el ateo, el pasado y el presente, lo antiguo y lo nuevo; pero como dice Edward Said: «Pues estas divisiones son unas ideas generales que se han utilizado a lo largo de la historia y se utilizan en el presente para insistir en la importancia de la distinción entre unos hombres y otros con fines que, en general, no han sido ni son especialmente admirables». Y esos fines no han sido sino la acumulación de poder por una élite híbrida a medio camino entre lo indígena y lo blancoide. Y se resume en la frase: Los cholos en el poder a nombre del indígena que reinventaron.

El indígena es en el momento actual una reinvención al estilo europeo del siglo XV. Ya la novela indigenista había hecho un retrato del mismo. Jorge Icaza en Huasipungo describió así al indio: «Los indios se aferran con amor ciego y morboso a ese pedazo de tierra que se les presta por el trabajo que dan a la hacienda. Es más, en medio de su ignorancia, lo creen de su propiedad. Usted sabe. Allí levantan las chozas, hacen sus pequeños cultivos, crían a sus animales»; el tuerto Rodríguez, capataz cholo dice: «-¡Carajo! Hay que ver lo que tiene este indio pendejo. Indio vago. De vago no más está así. Se hace… Se hace…»; o cuando se la ve como masa al indio: «Los gritos de la oferta y de la demanda se encrespaban confusos sobre un oleaje de cabezas, de sombreros, de ponchos, de rebozos, de bayetas de guagua tierno, de toldos de liencillo. De cuando en cuando, un rebuzno, el llanto de un niño, la maldición de un mendigo, surgían en desentono en medio de aquel rumor indefinido».

Por su parte el peruano José María Arguedas en Los ríos profundos, presenta al indio sojuzgado, vilipendiado por el gamonal: «El indio cargó los bultos de mi padre y el mío. Yo lo había examinado atentamente porque suponía que era el pongo. El pantalón, muy ceñido, sólo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas mostraban los músculos en paquetes duros que brillaban. “El Viejo lo obligará a que se lave, en el Cuzco”, pensé. Su figura tenía apariencia frágil; era espigado, no alto. Se veía, por los bordes, la armazón de paja de su montera. No nos miró. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello». El populismo hizo suya esta imagen del indígena en su discurso como justificación perpetua de una política confrontacional.

Y el boliviano Alcides Arguedas en Pueblo enfermo escribió: «En la región llamada Interandina, vegeta desde tiempo inmemorial, el indio aymara, salvaje y huraño como bestia de bosque entregado a sus ritos gentiles y al cultivo de ese suelo estéril en que, a no dudarlo, concluirá pronto su raza». «De regular estatura, quizá más alto que bajo, de color cobrizo pronunciado, de greña áspera y larga, de ojos de mirar esquivo y huraño, labios gruesos, el conjunto de su rostro, en general, es poco atrayente y no acusa inteligencia, ni bondad; al contrario, aunque por lo común el rostro del indio es impasible y mudo, no revela del todo lo que en el interior de su alma se agita». Así, bajo esta máscara de un indígena inexistente hoy en nuestro país, Evo Morales fue elevado al grado de símbolo y tótem sagrado en el populismo antiimperialista.

Luis Tapia en su ensayo «La densidad de la síntesis», publicado en el Retorno de la Bolivia plebeya conjuntamente con Gracia Linera, dice: «Los bolivianos padecen la costumbre de tener y querer jefes»; «y se está aprendiendo otra vez la subordinación y la servidumbre, la mímesis. Se aprende a trabajar para otros, a callar, tener miedo y a autoderrotarse, a reducir los horizontes de expectativas y aceptar la reducción de las oportunidades vitales». Y ese que está aprendiendo y es el que quiere tener un jefe en la consciencia populista no es sino el indígena. Por tanto, el cholo plebeyo es el llamado a liberarlo de dicho estado, pero en franca lucha contra el capital, porque es el causante del estado de miseria en el que vive.

La reinvención del indígena por el populismo constituye una nueva forma de colonialismo; pues, se ha vuelto a traer la imagen del mismo a un tiempo en el que el indígena tiene otra fisonomía y vive una realidad absolutamente diferenciada del tiempo de la colonia o la época republicana. Hoy el indio corre a la par de la economía libre de mercado, se mueve a gusto en una economía informal incontrolable y hace uso de la tecnología globalizada. Que hay sectores indígenas que a pesar de ello continúan siendo pobres es innegable. El populismo ha sabido bien reinventar al indígena para que el cholo tenga el poder político y sea un nuevo amo.

Iván Jesús Castro Aruzamen es escritor, poeta, teólogo y filósofo

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