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La realidad sólo sirve para inspirarse

Se puede afirmar que la primera proyección de cinematógrafo fue en Cochabamba: 27 de Mayo de 1897. Esto indica Antonio Mitre en su libro, laborioso y apasionante, titulado: “La pantalla indiscreta. Cine y sociedad en Bolivia 1897-1952”. En la capital Sucre sucedió el hecho el 15 de Junio y, en La Paz, el 21 del mismo mes y año. Era el tiempo de los bisabuelos de mi generación, los nietos, a su vez, de los fundadores de la república. Casi sin excepción, todos ellos se apostaron en salones improvisados (inclusive el vagón de un tren) para ver imágenes en movimiento producidas por una máquina estática, heredera, sin duda, de la cámara fotográfica. Brevísimos filmes, silentes todos, y más bellos conforme pasa el tiempo. Documentos sociales históricos, muy distantes de los producidos ahora con imaginación de locos. Entre los Lumiére y Meliés, en buena suma, se construyeron los cimientos de este arte excepcional.

¿Cuál sería el impacto social de estas primeras proyecciones? Mitre, absolutamente documentado, narra que el espectador pasaba muy pronto de las imágenes a la máquina capaz de producirlas. Las carteleras de entonces, y en consecuencia, ni siquiera consignaban los títulos de las películas. Se limitaban a anunciar los estrenos y a reforzar su oferta con rifas, lotería y hasta peleas de box, como esa del Gigante Camacho contra el campeón del Japón en artes marciales con resultado bastante previsible. Con el tiempo, cuando el público centró su completa atención en la película, y se olvidó de la evolución del eidoscopio al biógrafo y al cinematógrafo, las carteleras se dirigieron a las mujeres con “preocupación de la evolución de las modas y el buen vestir”. Este texto se leía anunciando “La cuesta del olvido” (1941) en el cine Tesla; unos años antes, en 1936, el estupendo film “El jardín de Alá”, con Marlene Dietrich, se promocionaba con texto similar: “Para el bello sexo, la oportunidad de apartarse por completo de lo que hasta hoy ha constituido la base fundamental e inalterable del atavío femenino”. Pese a la magnífica novedad creciente, se hacía difícil convocar público para las exhibiciones. No sólo las primeras máquinas funcionaron a manija, también el espectador.

Del cine mudo se caminó al sonoro y el público boliviano fue testigo cercano, pese al retraso del arribo de las cintas. Este salto tecnológico pudo realizarse gracias al paso de las ondas sonoras a las ópticas dando lugar al sonido-óptico. La primera película totalmente hablada, anota Mitre, fue “Las luces de Nueva York”, 1928. Su comentario central al respecto indica que el cine silente, o mudo, y el hablado, son dos sistemas distintos. Uno no es “primitivo” respecto al otro. Técnicas, lenguaje, audiencia e historia les son propios. Charles Chaplin es un maravilloso ejemplo de los alcances del primer sistema. Además, debemos recordar, que se negó a realizar el “otro” cine pese al prestigio del audio y los colores. A Bolivia le llegó la noticia del cine sonoro y luego a colores y desató su impaciencia, aunque, respecto a esto último, “el biógrafo Quiróz matizaba sus vistas de forma rudimentaria, colocando a la lente vidrios coloridos según el carácter de las escenas: un rojo opaco para las de guerra, y un azul límpido para las de amor”.

Antes del uso de subtítulos se trabajó el doblaje de voz. Como sigue la sombra al cuerpo, dirían los criminólogos, Rafael Luis Calvo acompañó a Clark Gable; Elsa Fábregas a Judy Garland y, entre muchos ejemplos, Víctor Ramírez a Gene Kelly. Al mismo tiempo, Bolivia vivía la influencia poderosa del cine mexicano y del argentino. El retroceso del cine europeo, ante la arremetida contundente del norteamericano, no tiene pausa hasta el día de hoy.

Diversos géneros se desarrollaron desde muy al principio. También lo que luego se quedó en la televisión: los seriales. Los galanes y las divas representaban el film, atrayendo al público, pero no siempre garantizando su calidad. El espectador aún continúa aprendiendo que de la máquina hizo bien en pasar su atención a la película, luego al reparto de actores y, por último, al director, responsable directo de la película. En el fútbol sucede lo mismo, conversamos con Luis H. Antezana: del nombre del club pasamos a los jugadores y luego a los técnicos. Decimos: el Barcelona de Guardiola, el Boca de Bianchi o el Liverpool de Klopp. Quizás, sin embargo, esto no sea tan importante. Quien lee un libro, o ve una película, o fútbol, siente la eternidad.

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