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La racionalidad está sobrevalorada

Juan Antonio Rivera

Una distinción y una definición ausentes (o casi)

          Steven Pinker ha escrito un libro de más de quinientas páginas sobre la racionalidad sin dar en ningún momento una definición clara de ella, más allá de la vaguedad de presentarla como «la capacidad de utilizar el conocimiento para alcanzar objetivos» (p. 56/62)1. Esto en sí mismo no es una calamidad. No es fácil muchas veces definir términos básicos, y en ocasiones lo mejor es no hacerlo.

          Tampoco menciona Pinker localizaciones cerebrales en que tenga su asiento biológico la racionalidad, como tampoco ha defendido la tesis opuesta de que la racionalidad es una red neuronal más o menos laxamente distribuida por regiones corticales y subcorticales. Incluso ha renunciado a hacer una defensa de la racionalidad, pues considera que tal defensa acabaría por tener algo de circular: «Ofrecer razones por las que es importante la racionalidad se asemeja un poco a soplar en tus velas o a levantarte tirando de las trabillas de tus botas: no puede funcionar a menos que aceptes primero la regla básica de que la racionalidad es la manera de decidir lo que importa», dice en la página 386/371.        

          Tal cosa no equivale a pedir un acto de fe en la racionalidad, sino más bien a sostener que la racionalidad se justifica por sus resultados: por la prosperidad material y el progreso moral que trae allí donde se practica («por sus frutos la conoceréis»). Es decir, Pinker acude a la vieja proclama de la Ilustración de que la racionalidad es el viento que impulsa el velero de la mejora de la humanidad.

          Por cierto que Pinker no distingue entre racionalidad como procedimiento y racionalidad como resultado. Entendida como procedimiento, la racionalidad estaría constituida por una serie de vías para alcanzar la verdad o las mejores decisiones de conducta. Vista como resultado, «racional» equivale a «eficiente» u «óptimo».

          Pero esta distinción está implícita en su obra cuando nos muestra en sucesivos capítulos la caja de herramientas o métodos racionales: lógica formal, teoría de la probabilidad, razonamiento bayesiano, teoría de la utilidad esperada, teoría estadística de la decisión, teoría de juegos e inferencia causal. De todos estos asuntos hay manuales universitarios enjundiosos y hasta plúmbeos, pero Pinker no pretende con su libro, desde luego, reemplazar la lectura de tales mamotretos académicos (algunos de ellos, ahora ya en serio, muy interesantes).

          Asimismo, la distinción entre racionalidad como procedimiento y racionalidad como resultado queda sobreentendida cuando Pinker nos llama la atención sobre el hecho de que el uso de la racionalidad como procedimiento puede conducirnos a resultados irracionales en determinadas situaciones. Así sucede con el juego del Dilema del Prisionero, del cual la Tragedia de los Bienes Comunales es una manifestación más. Pinker presenta el cambio climático como un Dilema del Prisionero en que los jugadores son países, cada uno de ellos con una estrategia dominante consistente en seguir emitiendo dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera a la espera de que los demás no lo hagan. Pero si todas las naciones del planeta siguen este proceder, el resultado puede ser un cambio climático con consecuencias catastróficas (p. 294/284)2. También los ciclistas que se dopan, con la idea de que los demás no lo harán, están jugando a un Dilema del Prisionero antideportivo y han arruinado gran parte del prestigio de su profesión (p. 291/282).

Steven Pinker

          Los juegos de coordinación o puramente cooperativos son igualmente una fuente potencial de ineficiencias. Las convenciones son soluciones de equilibrio (a veces caprichosas) en juegos de coordinación. Conducir por el lado derecho de la calzada es una convención, aunque en el Reino Unido, Australia o Nueva Zelanda se haga por la izquierda. Es en sí misma una ineficiencia la coexistencia de diferentes equilibrios, como lo es la coexistencia de diferentes sistemas métricos. De manera similar, el teclado QWERTY es un equilibrio de coordinación y además una convención menos que óptima, pero la penalización por apartarse de ella es tan alta que llevamos mucho tiempo sumergidos en su pertinaz cuenca de atracción. Haría falta que todos los participantes a la vez adoptásemos una convención mejor, y tal cosa es punto menos que imposible (p. 285/276).

          Por último, se podrían mencionar los juegos de escalada, como la Subasta del Dólar, en que se llega a pagar más de un dólar (incluso varias veces más) por conseguir un dólar, una conclusión clamorosamente irracional (p. 287/278).

          Lo que sí hace Pinker es diferenciar la racionalidad teórica de la práctica. Cuando somos teóricamente racionales buscamos la verdad; cuando lo somos en la práctica, lo que buscamos es la respuesta a la pregunta «¿qué hacer?» (p. 56/62).

«La racionalidad humana es un sistema híbrido»

          Esto es lo que afirma Pinker en la página 137/136 de su obra. Está claro que se refiere a los Sistemas 1 y 2de Daniel Kahneman, y los caracteriza de esta manera: «El Sistema 1 opera rápidamente y sin ningún esfuerzo, y nos seduce con las respuestas incorrectas; el Sistema 2 requiere concentración, motivación y la aplicación de reglas aprendidas, y nos permite comprender las correctas. Nadie piensa que se trate literalmente de dos sistemas anatómicos del cerebro; son dos modos de operación que involucran múltiples estructuras cerebrales. El Sistema 1 implica juicios instantáneos; el Sistema 2 implica pensárselo dos veces» (p. 24/31-32).

          Todo esto puede ocasionarnos un respingo de sorpresa, pues el Sistema 1 acoge facetas de la cognición que muchos, de buena gana, llamarían irracionales: las emociones, los deseos y lo inconsciente. Pero antes de apresurarnos a descartar estas facetas como irracionales, veamos si juegan algún papel en el funcionamiento de la racionalidad3.

          Antonio Damasio nos aleccionó ya hace casi tres décadas acerca del papel de las emociones en la toma de decisiones racionales. Las personas con una lesión cerebral similar a la padecida por Phineas Gage (un caso célebre en los anales de la neurología), con daños en el área ventromedial de la corteza prefrontal (la que está detrás del puente de la nariz), se encuentran emocionalmente átonas y esto las inhabilita para tomar decisiones sobre los asuntos más nimios que nos podamos imaginar, como escoger fecha para una cita con el médico. De modo que es hora de desprenderse de la caducifolia idea de que las emociones son lo opuesto a la razón; al contrario, son una pieza esencial del engranaje de la maquinaria racional4.

          En cuanto a los deseos, el mismo Pinker subraya el papel que tienen como combustible y orientador en el uso de la racionalidad: «Perseguir nuestras metas y deseos no es lo opuesto a la razón, sino, en última instancia, la razón por la que tenemos la razón. Desplegamos la razón para alcanzar esos objetivos, y también para priorizarlos cuando no pueden lograrse todos a la vez» (p. 94/96).

          En lo que hace al inconsciente, hay mucha tela que cortar, de modo que abreviaré. Kahneman mantiene que el Sistema 1 es el fundamental, sin él no podemos vivir, actúa en segundo plano y de manera discreta e inconsciente. Incluso conductas que hemos aprendido de manera atenta y racional (como multiplicar, conducir un coche o escribir sobre un teclado) están destinadas a convertirse en inconscientes cuando se repiten un número suficiente de veces. Charles Duhigg ha sostenido, en un cálculo más bien conservador, que más del 40% de las conductas de las personas son hábitos, no acciones decididas por cálculo racional. Los hábitos son automatismos inconscientes y la actividad cerebral disminuye cuando una conducta queda rutinizada. Son entonces los ganglios basales los que ejecutan el hábito mientras el resto del cerebro se toma unas pequeñas vacaciones. Los ganglios basales ahorran tiempo, atención, memoria y capacidad de cómputo, cosas de las que siempre anda escasa la racionalidad5.

          Los hábitos no lo son únicamente de conducta, sino también de pensamiento. José Ortega y Gasset mantuvo que las ideas conscientemente concebidas en su momento se transforman, con el transcurso del tiempo, en creencias, hábitos mentales inconscientes6.

          A la vista de cuanto acabo de decir, podríamos optar entre decir que hay una definición lata y otra estricta de la racionalidad, en donde la definición lata o extendida incluiría aspectos como las emociones, los deseos y el inconsciente (en un sentido no freudiano del término). O bien, y esto lo que más consuena con el libro de Pinker y con nuestras propias intuiciones semánticas, apoyar el punto de vista de que deseos, emociones e inconsciente son prerrequisitos del empleo de la racionalidad, pero que no forman parte estricta de ella (ni se oponen a ella, claro está). A partir de aquí seguiré este segundo criterio.

Otras maneras de alcanzar resultados eficientes: inteligencia evolutiva e inteligencia colectiva

          Pinker asegura que la racionalidad es la punta de lanza de la prosperidad material y del progreso moral habidos en especial durante los dos últimos siglos. Esto es como mínimo dudoso en lo que atañe a la prosperidad material, que está sostenida principalmente en otros pilares.

          Uno de ellos es la inteligencia evolutiva y sus resultados, a los que Joseph Henrich y otros llaman «evolución cultural acumulativa». La inteligencia evolutiva sabe más que nosotros como individuos, actúa mediante mutaciones culturales y retención de las variantes que dan buenos resultados, sin que en todo esto haga falta que intervenga la consciencia o la racionalidad de los humanos. Las adaptaciones culturales así obtenidas pasan a engrosar el inconsciente colectivo de un grupo. De este modo fue como los tucanos del Amazonas aprendieron a procesar la mandioca amarga y eliminar de ella los componentes tóxicos. En cambio, cuando los portugueses transportaron la mandioca desde Sudamérica al África occidental, pero no se llevaron consigo los procedimientos acumulados por los nativos americanos para detoxificarla, el cultivo se extendió con tanta rapidez como el cianuro contenido en la mandioca amarga. Los portugueses exportaron la mandioca de Sudamérica a África, pero se les «olvidó» incluir el paquete de procedimientos culturales acumulados para convertirla en un alimento digerible sin peligro. El inconsciente colectivo de los tucanos no coincidía con el de los pobladores del África occidental.

          Veamos otro ejemplo. Entre los mapuches chilenos es costumbre cocinar el maíz mezclándolo con ceniza. Los mapuches desconocen por qué lo hacen así y alegan sólo que es su costumbre. Y se trata de una buena costumbre de hecho, pues una dieta basada en el maíz puede acarrear el inconveniente de tener un déficit en niacina (vitamina B3), lo que a su vez, en ocasiones, causa la muerte por pelagra, que produce diarrea, pérdida de pelo, inflamación de la lengua, insomnio y demencia.

          La niacina está en el maíz, pero no es fácil liberarla para su digestión mediante un cocinado normal. La manera de conseguir esta liberación de la niacina para su absorción por el organismo es introducir un álcali o base en su proceso de cocinado; por ejemplo mediante la ceniza de ciertos tipos de madera, como hacen los mapuches. Ellos han descubierto este expediente mediante ensayo y error, reteniendo culturalmente los mejores resultados y transmitiéndolos a sus descendientes en forma de «costumbre» culinaria. Los mapuches desconocen las bases bioquímicas de su éxito, y no les hace falta conocerlas para aplicarlas. Es sabiduría sin reflexión, algo que se obtiene por inteligencia evolutiva y queda anclado en su inconsciente colectivo.

          Como en el caso de la mandioca amarga, un experimento natural permitió calibrar la importancia del inconsciente colectivo o compartido de un grupo. A partir del año 1500 el maíz pasó de América a Europa (Italia, España). Se importó el producto pero no el modo de cocinarlo que inconscientemente se aplicaba en Iberoamérica, y esto hizo que la pelagra emergiera en Italia, España, Rumanía o Rusia, donde fue considerada una enfermedad infecciosa de la piel que se cebaba sobre todo en los pobres. Con posterioridad, la pelagra también se expandió por el sur de Estados Unidos entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX hasta que, en la década de 1940, se consiguió erradicarla. Las causas de la pelagra las descubrió el médico de origen húngaro Joseph Goldberger (hacia 1915), que también tuvo que luchar contra la idea preconcebida de que la pelagra era una enfermedad infecciosa. Mientras tanto la enfermedad se había cobrado millones de vidas. Los modestos mapuches chilenos sabían inconscientemente algo que a los europeos y norteamericanos les costó más de cuatro siglos entender teóricamente7.

          No es sólo que los que siguen unas prácticas culturales no sepan por qué las siguen, sino que muchas veces es mejor no intentar comprender por qué funcionan. A medida que se profundiza en el procedimiento de ensayo y error en que se funda la evolución cultural acumulativa, se van borrando las huellas de su propia inteligibilidad, los resultados que emergen de este proceso se vuelven cada vez más opacos a la comprensión racional.

          Muchos algoritmos de inteligencia artificial están basados también en una inteligencia evolutiva que opera mediante ensayo y error. Y tal cosa los hace inescrutables a la comprensión racional, los convierte en «cajas negras», algo en lo que asimismo repara Pinker (p. 136/135)8.

          Otra área en que la racionalidad revela sus flaquezas es el manejo de sistemas complejos. Por ejemplo, la actividad económica de una sociedad multitudinaria queda mejor resuelta mediante expedientes de inteligencia colectiva o distribuida, como el mercado, que sirviéndonos de un comité de planificadores centrales, por muy racionalmente dotados que estén.

          El 10 de noviembre de 1936 Friedrich Hayek pronunciaba su discurso presidencial ante el London Economic Club. El discurso llevaba por título «Economics and Knowledge» y, visto en retrospectiva, es uno de los hitos de la ciencia económica. En su charla Hayek abordaba los méritos respectivos del mercado y de las oficinas de planificación central para resolver lo que él llamaba «el problema central de la ciencia económica». Hayek llamó la atención en su conferencia sobre un par de cosas cruciales:

          1. Hace falta, para que una economía sea próspera y altamente productiva, que exista en ella una ricamente pulverizada división del trabajo, personas con conocimientos y competencias muy distintos y complementarios que sepan cómo fabricar las cosas que desean o necesitan otras personas, que están del lado de la demanda, los compradores. Esto era bien sabido desde Adam Smith. Pero Hayek puso el acento en que la división del trabajo es también, y ante todo, división del conocimiento. El conocimiento para elaborar objetos comercializables está desperdigado entre muchas cabezas que no se conocen entre sí y que, no obstante, parecen cooperar (seguramente sin pretenderlo) con el designio de producir ese artículo final que demanda el consumidor.

          2. Hayek se preguntaba cuál era el sistema por el que se coordinaban las acciones dispersas de una miríada de productores aislados, y cómo éstos quedaban a su vez coordinados con las necesidades y deseos de los consumidores, a quienes tampoco conocían. Este problema de qué producir, cuánto producir, cómo hacerlo y para quién podía ser en principio resuelto por un planificador racional, que recibiera información de los demandantes y transmitiera órdenes, congruentes con esa información, a los productores. Más o menos lo que proponían los defensores del modelo soviético. Hayek se encargó de defender no sólo que este modelo no podía funcionar bien, sino que había otro que lo hacía de forma muy distinta y superior: el mercado, que conseguía aunar tanto las necesidades y deseos diseminados de los consumidores como los talentos esparcidos de los productores mediante un mecanismo simple y extremadamente elegante: los precios. Así es como se resolvía «el problema central de la ciencia económica»9.

          El carácter peculiar del problema de un orden económico es el hecho de que los datos de los que tenemos que hacer uso no existen nunca de manera concentrada o integrada, sino más bien en forma de bits dispersos de información incompleta. De modo que el problema económico de una sociedad no es meramente el de cómo asignar recursos dados, si por «dados» hemos de entender «conocidos» por una mente individual que deliberada y formalmente resuelve el problema con estos «datos» ya recolectados. Es más bien el problema de cómo asignar de la mejor manera los recursos poseídos por algunos miembros de la sociedad para fines cuya importancia relativa sólo esos individuos conocen. Dicho de otra forma: el problema económico es el problema de la utilización de un conocimiento que no está dado a nadie en su totalidad, sino distribuido entre muchos.

          Lo primero que hay que hacer es desterrar, de una vez por todas, que el conocimiento científico y racional es el único tipo de conocimiento existente. El conocimiento de las particulares circunstancias de tiempo y lugar (el conocimiento circunstancial, para decirlo con brevedad) es otro tipo de conocimiento relevante, tan crucial (por lo menos) como el conocimiento científico si se desea resolver el problema económico de la asignación de recursos, no obstante ser un tipo de conocimiento menospreciado y hasta ignorado como tal conocimiento.

          Los conocimientos dispersos y circunstanciales se emiten a través de los precios, y con estas señales se llevan a cabo las transacciones voluntarias que, en la medida en que sean tales, elevan el bienestar de las partes intercambiantes y, con esto, la eficiencia de la vida material del colectivo en su conjunto.

Las flaquezas del intelectualismo

          El intelectualismo es la creencia de que los resultados racionales o eficientes sólo se pueden alcanzar usando antes procedimientos racionales. Pero se puede llegar a resultados racionales o eficientes mediante ensayo y error y también haciendo uso de la inteligencia colectiva, como acabamos de ver.

          Podemos ilustrar esto último con un experimento llevado a cabo por Vernon Smith en que intervenían estudiantes universitarios de Economía y en el que se trataba de comprar y vender dos mercancías. La solución racional de equilibrio general se habría alcanzado para este mercado en miniatura resolviendo simultáneamente cuatro ecuaciones no lineales con dos precios y dos cantidades del producto. Al dejar a los estudiantes con el problema de asignación de los bienes, lo que hicieron no fue resolver ecuación alguna sino que, saltándose este trámite, procedieron a intercambiar libremente, con lo cual resultó que los precios y las cantidades de los bienes que pasaban de unas manos a otras convergieron hacia las cantidades y precios de equilibrio teórico. Y esto aunque los estudiantes no sabían resolver matemáticamente las ecuaciones, según se puso de manifiesto cuando después se les propusieron como ejercicio de clase. Ni siquiera las habían tenido en cuenta en ningún momento al efectuar los intercambios, como tienden erróneamente a suponer los intelectualistas, que piensan que hay que reflexionar siempre concienzudamente antes de actuar si queremos obtener resultados óptimos. Las soluciones eficientes, por el contrario, emergieron como orden espontáneo a partir de interacciones de mercado.

          Esto es lo interesante: las interacciones repetidas entre individuos que no se conocen pueden llevar a resultados tan buenos como los que se seguirían de aplicar los principios de economía por parte de un profesional competente y que tuviera toda la información a su alcance (cosa factible en un mercado en miniatura); y eso que los sujetos del experimento no sabían gran cosa de economía y lo único que hicieron fue tener interacciones repetidas, con las que fueron mejorando, por ensayo y error (y sin ser conscientes de ello), los resultados que iban apareciendo a partir de la combinación de sus elecciones. Consiguieron inteligencia colectiva y evolutiva desde un grado de competencia y conocimientos teóricos ínfimo. Fue el mecanismo de interacción el que produjo los resultados inteligentes, no la inteligencia directa de los intervinientes. El sistema de tanteo y error, practicado entre muchos y consumiendo tiempo, puede conducir en multitud de casos a resultados, si no óptimos, al menos suficientemente satisfactorios. Los precios en un mercado competitivo son un subproducto colectivo y, a la vez, un resultado de la inteligencia colectiva10.

          Otra muestra adicional de que la coalición de inteligencia evolutiva e inteligencia colectiva puede emular bastante bien los resultados alcanzados por la inteligencia racional la suministra la aplicación de la teoría de juegos al comportamiento animal11. Una conducta como el acicalamiento mutuo entre los agapornis (un tipo de aves perteneciente a la familia de las psitácidas) está regida por una estrategia similar a tit-for-tat (empezar cooperando y después cooperar si y sólo si el otro ha cooperado en la ronda anterior), que fue la estrategia ganadora en los dos torneos computarizados organizados por Robert Axelrod para averiguar la mejor forma de comportarse en un juego del Dilema del Prisionero iterativo. Es decir, animales con un nivel de racionalidad cero pueden llegar a resultados tan inteligentes como seres humanos racionales si se les permite interactuar repetidamente y aprender de sus errores12.

          Me caben pocas dudas de que la mayoría concibe el empleo de la racionalidad al modo intelectualista; meditar antes de obrar, ésta es la receta general del intelectualismo, que puede adoptar distintas caras. Hay un intelectualismo semántico, en el que se afirma que para usar una palabra correctamente hay que conocer previamente su significado. Parece que el Sócrates histórico era un intelectualista semántico a juzgar por su manía contumaz e impertinente de pedir definiciones de las palabras a quienes las usaban y de este modo calibrar si sabían de qué estaban hablando. Hay un intelectualismo moral, como el de Platón o el Sócrates platónico, que defendían que para obrar el bien hay que conocer con antelación la idea de bien, y es la ignorancia de esta idea la que nos conduce a hacer el mal. Hay un intelectualismo económico, según el cual hay que planificar de antemano qué producir, cuánto producir, cómo hacerlo y para quién antes de dejar fluir la economía de un país. Y hay un intelectualismo político, en el que se mantiene que hay que levantar teóricamente los planos de una sociedad ideal como paso previo a edificarla y habitar en ella. Los socialistas utópicos, herederos espirituales de la Ilustración, eran intelectualistas políticos y creyeron que se podía construir científicamente y desde cero una sociedad perfecta haciendo uso de la racionalidad. Pero querer aplicar la razón humana individual al manejo de órdenes tan complejos es encomendarla empresas que exceden con mucho sus capacidades. Ese tipo de tareas las llevan a cabo mejor la inteligencia evolutiva y la colectiva, y además con un ahorro considerable en vidas y libertades individuales, según han puesto de relieve los intentos a gran escala, habidos en el siglo XX, de construir sociedades racionalmente proyectadas.

          Lo cual nos conduce a la interesante cuestión de si Pinker es o no intelectualista. Desde luego no lo es en ninguno de los sentidos que he enumerado: no es intelectualista semántico, moral, político o económico. Pero sí lo es en un sentido más general. Si nos tomamos en serio (cosa en absoluto obligatoria) mi definición previa de «intelectualismo» como «la creencia de que los resultados racionales o eficientes sólo se pueden alcanzar usando antes procedimientos racionales», entonces Pinker es intelectualista.

          Es verdad que admite que mediante procedimientos racionales se puede llegar a conclusiones irracionales, como en la Subasta del Dólar, ciertas convenciones o la Tragedia de los Bienes Comunales encarnada en el cambio climático antropogénico. Pero no a la inversa: Pinker mantiene que si llegas a un resultado racional (eficiente, óptimo) es porque has empleado un método racional y no otra cosa. Y es justamente aquí donde me inclino a discrepar: pienso que se puede llegar a resultados racionales o eficientes por vías distintas de la razón. En concreto, estoy persuadido de que se puede alcanzar el progreso material usando la inteligencia colectiva del mercado o el procedimiento de ensayo y error. Los chinos eran pobres de solemnidad hasta que, a finales de la década de 1970, Deng Xiaoping permitió en China el funcionamiento del mercado. A partir de ese momento el crecimiento económico de China la ha catapultado al puesto de segunda potencia mundial en sólo cuatro décadas. Hasta 1989, cuando se produjo la caída del Muro de Berlín, la República Federal Alemana era económicamente mucho más floreciente que la República Democrática Alemana, situada bajo la órbita soviética. Y hoy mismo está fuera de toda duda que Corea del Sur es inmensamente más rica que Corea del Norte (aparte de más libre y otras cosas moral y políticamente deseables). De modo que la inteligencia colectiva o distribuida del mercado me parece que tiene indiscutiblemente mucho que ver con el progreso económico e, indirectamente, con el progreso moral.

          También creo que la inteligencia evolutiva, que opera mediante ensayo y error, hace su parte en el progreso material a través de la evolución cultural acumulativa. Aquí incluso tengo la impresión de que Pinker da muestras de cierta ofuscación al remachar que la racionalidad es la única responsable de los buenos resultados. Pinker, por ejemplo, pone de relieve la habilidad de los sans, unos cazadores-recolectores del desierto del Kalahari, en el rastreo de las huellas de animales y llega a decir que este resultado lo obtienen por la aplicación del razonamiento bayesiano. Éstas son sus palabras:

Los sans adaptan su creencia en una hipótesis en función de lo diagnósticas que sean las pruebas, una cuestión de probabilidad condicional. Un pie de puercoespín, por ejemplo, tiene dos almohadillas proximales, en tanto que el tejón de la miel tiene una solo, pero puede que una almohadilla no deje huella en un suelo duro. Esto significa que, aunque es alta la probabilidad de que un rastro tenga una huella de almohadilla, dado que fue dejado por un tejón de la miel, la probabilidad inversa, que un rastro fuese dejado por un tejón de la miel dado que tiene una huella de almohadilla, es más baja (ya que también podría tratarse de una huella incompleta de un puercoespín). Los sans no confunden estas probabilidades condicionales: saben que, como dos huellas de almohadillas solo podrían haber sido dejadas por un puercoespín, la probabilidad de un puercoespín, dadas dos huellas de almohadillas, es alta. Los sans calibran también su creencia en una hipótesis conforme a la plausibilidad previa de esta. Si las huellas son ambiguas, asumirán que proceden de una especie común; solamente si las pruebas son definitivas concluirán que provienen de una más rara. Como veremos, esa es la esencia del razonamiento bayesiano. (p. 18/25-26)

          La interpretación más caritativa que a mí se me ocurre, claro está, es que lo que Pinker está diciendo es que los sans son estadísticos «intuitivos». Para mí, sin embargo, se trata de un caso bastante transparente de inteligencia evolutiva sin más: los sans o bosquimanos han alcanzado su pericia en el rastreo por ensayo y error a través de muchas generaciones 13. No es que hayan aplicado una sofisticada forma de racionalidad para alcanzar estos resultados. Por motivos parecidos se podría decir que los tucanos y los mapuches son bioquímicos intuitivos, pero sería una forma de hablar algo extraña y engañosa. Considero muy preferible sostener que han llegado a dominar sus destrezas culinarias por ensayo y error, mediante inteligencia evolutiva. Una inteligencia evolutiva cuyos resultados emulan bastante bien, recordémoslo, los que se alcanzarían a través del uso de la racionalidad.

          Mi principal objeción al libro de Pinker es que pone unilateralmente el acento en que la racionalidad es la única causa del progreso moral y material experimentado por la humanidad, en especial en los últimos tiempos. Dicho con sus palabras (p. 392/377): «Progreso es la abreviatura de un conjunto de retrocesos y victorias cosechados en un universo implacable, y es un fenómeno que precisa explicación. La explicación es la racionalidad».

          Y no habla de otra explicación. El problema no es que nuestro psicólogo canadiense favorito haga en su obra una defensa de la racionalidad. Lo que encuentro reprensible es que esa defensa sea tan tozuda, acérrima y exclusivista que no deje espacio a ninguna otra causa explicativa de la prosperidad material y del progreso moral. Por eso mantengo que sobrevalora la racionalidad e infravalora o sencillamente ignora todo lo demás.

          También ocurre que el intelectualismo fracasa cuando se quiere planificar racionalmente el propio carácter (algo más modesto que una sociedad) y se tropieza uno con el problema de los subproductos. Si alguien busca racionalmente ser más espontáneo se pondrá a supervisar su conducta, con lo que estará impidiendo activamente que la ansiada espontaneidad emerja. Si uno se fija como meta olvidar un amor contrariado no estará haciendo otra cosa que pensar en él y así no hay forma de olvidar nada. Olvidar un amor o tratar de ser más espontáneo son ejemplos de subproductos: cosas que no se consiguen si se persiguen racionalmente, y que sólo se consiguen (si hay suerte) cuando ya no se persiguen. Los subproductos son una muestra clara de la impotencia de la razón cuando ésta pretende alcanzar algunas de sus metas14.

Qué cosas hace bien la razón

                    A la vista de lo escrito con anterioridad se entenderá sin esfuerzo mi afirmación de que la racionalidad está sobrevalorada; al menos lo está por Steven Pinker (pero no se encuentra solo, ni mucho menos, en esta propensión; hay legiones de filósofos y economistas aquejados por ella). Sin embargo, sería injusto con los hechos si concluyera aquí la historia. Los palmeros de la razón tienen su importante mordisco de verdad que llevarse a la boca. Veamos ahora qué cosas sí hace bien la racionalidad, y la lista no pretende en modo alguno ser exhaustiva.

          1. Cuando consideramos el medio intraindividual nos podemos ver como una república interior de yoes sucesivos, y usaremos la racionalidad para establecer un proyecto de vida común para esos yoes sucesivos estableciendo metapreferencias o metas morales (racionalidad de fines), apuntalando el cumplimiento de lo que queremos ser con normas que castiguen a los yoes infractores que se aparten de nuestro plan de vida predilecto (racionalidad de medios) al caer en tentaciones y valorar de manera miope las gratificaciones más inmediatas, lo que tendría el efecto de apartarnos de nuestros objetivos a largo plazo. Este uso positivo de la racionalidad para dominar voluntades débiles es oportunamente visto por Pinker (pp. 68-78/73-82).

          2. En el ámbito interindividual, usamos la racionalidad para efectuar predicciones acerca de la conducta de los otros y urdir contrarréplicas eficaces a ese comportamiento anticipado de los demás. Para los defensores de la hipótesis de la inteligencia social, este ajedrez social continuado a que nos entregamos con pasión los humanos ha sido la causa principal de crecimiento de nuestro cerebro y sus habilidades mentales15.

          3. Si la predicción sirve para crear información nueva a partir de la ya conocida, la racionalización tiene por objeto más bien ir a la rebusca de justificaciones de decisiones ya adoptadas por vías no racionales. Es lo que Pinker llama razonamiento motivado (pp. 351 y ss. /337 y ss.). Hablando metafóricamente, se trata de partir de una conclusión ya adoptada y encontrar premisas que la avalen16. Cuando racionalizamos, nuestra mente no actúa como un juez que busca imparcialmente la verdad, sino más bien como un abogado comprometido con la defensa de su cliente, sea o no culpable el último de falsedad.

          4. La racionalidad la usamos también para entender la parte nueva de un mensaje apoyándonos en la porción del mismo que es redundante para nosotros. Comprender un mensaje es convertir información nueva en conocimiento; conocimiento que al poco tiempo, cuando ya es redundante, se transforma en saber intuitivo e inconsciente, y disponible por tanto a fin de ser empleado con posterioridad para entender información nueva, en un proceso recursivo y acumulativo17.

          5. Asimismo la racionalidad entra en juego cuando se produce un error imprevisto. Por lo general, el Sistema 2 es dado a la holganza y no entrará en juego hasta que surja una novedad informativa, tal vez producida por un fallo o un acontecimiento inesperado que interrumpa el flujo terso y sin sobresaltos del funcionamiento del Sistema 1, acostumbrado a manejarse bien con lo consabido.

          6. Se puede usar la racionalidad para rectificar sesgos inconscientes y perjudiciales del Sistema 1. El sesgo de disponibilidad, pongamos por caso, nos permite evaluar riesgos de una manera rápida y facilona acudiendo a nuestra memoria de acontecimientos muy recientes o muy espectaculares, lo que hace que queden sobrerrepresentados artificialmente en nuestros recuerdos. Esto nos conduce a cometer errores de juicio de manera muy habitual, como pensar equivocadamente que hay más homicidios que suicidios sólo porque los primeros nos atemorizan más que los segundos.

          No obstante, no está claro que todos nuestros sesgos inconscientes deban ser fumigados por la racionalidad. Tomemos el caso de nuestra aversión innata a las pérdidas, que nos lleva con facilidad a cometer contradicciones lógicas bastante ruidosas. Por ejemplo, en una encuesta de 2015 se preguntaba a la gente en el Reino Unido si estaban de acuerdo o se oponían a «dar el derecho al voto a las personas de 16 y 17 años» en el referéndum del Brexit. Así planteada la cuestión, quedan resaltadas las ganancias de derechos y dijeron estar de acuerdo con la ampliación del derecho a votar el 52% y se opuso el 41%. Pero cuando se formuló la misma cuestión en estos otros términos: si apoyaban «reducir la edad de voto de 18 a 16 años», ah, entonces la proporción de síes cayó al 37% y la de noes subió al 56%. Y es porque ahora la cuestión se planteaba en el marco de una arriesgada expansión del derecho al voto a menores de edad18.

          A pesar de esta pifia, la aversión a las pérdidas parece haberse mantenido en nuestro repertorio innato de predisposiciones conductuales por lo mucho que ha ayudado a la supervivencia y reproducción de los de nuestra especie, que han hecho muy bien en sobrevalorar los aspectos malos sobre los buenos en una situación dada. Kahneman mismo ve un claro valor adaptativo en este sesgo de aversión a las pérdidas. «Los organismos –dice- que responden a las amenazas con más urgencia que a las oportunidades tienen mejores posibilidades de sobrevivir y reproducirse»19.

          Nuestro cerebro ha evolucionado biológicamente para mejorar el éxito reproductivo de su portador, su eficacia biológica, no para ser racional, si ambas cosas entran en conflicto y no están alineadas la una con la otra.

          7. La racionalidad es también útil para diseñar marcos de decisión que saquen al Sistema 2 de su inveterada pereza o, mejor dicho, para que ésta sea utilizada de manera más provechosa. Richard Thaler y Cass Sunstein han sugerido, para conseguir esto, echar mano de lo que ellos llaman paternalismo libertario, que puede usarse, por ejemplo, para modificar las opciones por defecto en la donación de órganos.20. En los países, como Alemania, en que no eres donante a menos que digas expresamente que deseas serlo, la donación de órganos es sensiblemente más baja que en aquellos otros, como Austria o España, en que la opción por defecto es ser donante salvo que digas lo contrario. Por supuesto esto no se debe a que los españoles o los austriacos sean más altruistas con sus órganos que los alemanes, sino a que todos ellos tienen un Sistema 2 amodorrado y lánguido que no quiere tomarse el trabajo de invertir la situación dada por defecto. En este punto es en el que la racionalidad puede hacer su contribución alterando la arquitectura de las decisiones para encaminar a éstas en la mejor dirección. Tal cosa se puede conseguir simplemente modificando la situación por defecto, haciendo que ésta sea la de ser donante si no expresas otra cosa.

          8. Asimismo quiero señalar que si bien la racionalidad no sirve para diseñar ni controlar a la manera soviética un proceso social complejo (ésta es, por el contrario, más bien una receta para el desastre), sí puede ser de suma utilidad para introducir variaciones dirigidas (no aleatorias) en tal proceso. Esta idea ha sido defendida por Vernon Smith21.

          Un ejemplo brillante de contribución racional a un proceso evolutivo lo suministra la creación, en 1645, de un «Colegio invisible», en el que estaban integrados científicos como Robert Boyle, Robert Hooke o el arquitecto Christopher Wren. El «Colegio invisible» decidió adoptar el que luego se llamaría «método científico», una de cuyas cláusulas fundamentales es que un conocimiento no sería tenido por verdadero si no era expuesto con claridad, así como los procedimientos experimentales que llevaron a ese resultado, de modo que el resultado mismo pudiera ser replicado por otros investigadores independientes. Si no pasaba esta prueba, el resultado no era considerado científico22.

          Merced a esta innovación cultural consciente y racionalmente puesta en marcha, se consiguieron rápidos avances en química, biología, astronomía y óptica. El «Colegio invisible» fue el embrión de la Royal Society, constituida en 1662 y todavía vivita y coleando en la actualidad.

          Otras innovaciones, de índole más práctica que teórica, fueron la división de poderes, propuesta por primera vez por John Locke y afinada luego por Montesquieu. El mismo Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, defiende que los hombres son libres cuando están sometidos a leyes iguales para todos y promulgadas por el poder legislativo, y dejan de serlo y se convierten en esclavos cuando están sujetos «a la voluntad inconstante, incierta, desconocida y arbitraria de otro hombre». Las ideas de Locke sobre la libertad influyeron en Thomas Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776. En agosto de 1789 se da a conocer en Francia la Declaración de derechos del Hombre y el Ciudadano, el primer documento completo sobre los derechos humanos, que se adelanta por un mes a las primeras Enmiendas a la Constitución de Estados Unidos.

          Asimismo, las ideas de Locke fueron importantes para el feminismo, y sirvieron a la filósofa Mary Astell para defender la emancipación de la mujer de la tutela del varón, convirtiéndola así en la primera feminista inglesa, anterior incluso a Mary Wollstonecraft, según nos recuerda Pinker (p. 404/388).

          En todos estos casos de evolución cultural acumulativa, a la racionalidad le es dado intervenir a lo sumo en el proceso de mutación, no en el de selección. Los progresos en materia moral surgen muchas veces, como quiere Pinker, de argumentos racionales que se difunden entre el público culto para después permear capas más amplias de la sociedad. Pero, una vez que los avances en libertades y derechos humanos se verifican y resultan culturalmente seleccionados, quedan poco a poco sumergidos en el inconsciente colectivo y no se vuelve a pensar más en ellos, sino que se convierten en costumbre y ademán. Con esto alcanzan un vigor normativo que constituye el más alto grado de legitimidad a que pueden aspirar. Nadie piensa, a estas alturas del curso, en volver a los sacrificios humanos, la esclavitud, los deportes sangrientos, los castigos corporales, la persecución de herejes y disidentes, la opresión de las mujeres y de las minorías raciales, religiosas o étnicas…Nos horroriza sólo pensar en ello.

          Por supuesto habrá quien, como ejercicio académico, se sienta llamado a legitimar de manera consciente, deliberada y racional tales conquistas morales. Pero no es necesario. Sólo se convertirán de verdad en objeto de atención racional si algo falla con ellas o si dan lugar a consecuencias o ampliaciones no deseadas o cuando menos litigiosas, como está ocurriendo con ciertas formas de feminismo o ecologismo.

          El progreso material, por su parte, ha consistido en avances sostenidos en medicina, salubridad, nutrición y educación. Todo lo cual ha hecho que en 2020 sólo el 9% de la población humana esté en pobreza extrema, cuando en la mayor parte de su historia residía en ese inhóspito rincón en torno al 90%. El punto de inflexión tuvo lugar en la Revolución Industrial del siglo XIX, que impulsó la captura de energía a partir de los combustibles fósiles, el agua, el viento, el sol y la fisión del átomo.

          Tras haber documentado en sus dos libros anteriores el progreso material y moral, Pinker dice que no cree en él, en el sentido de que no tiene una fe ciega y sin fisuras en que va a triunfar o no va a experimentar retrocesos (como ha sucedido durante la pandemia del coronavirus). El progreso, cuando se da, es un balance neto de éxitos y fracasos. Los éxitos son fruto de la racionalidad, o eso dice Pinker (p. 392/377).

          Estas celebraciones de la racionalidad suenan en mis oídos como fanfarrias en exceso autocomplacientes. Creo haber mostrado que la aceleración del progreso debe mucho a la racionalidad, pero todavía más a la inteligencia evolutiva y a la colectiva, que usan medios más discretos para manifestarse, con lo que corren el riesgo de pasar inadvertidas. Tenemos motivos desde luego para emprender un homenaje atenuado y módico de la Ilustración y la racionalidad, pero no para endiosarlas como causas de cuanto de bueno nos ocurre.

          9. ¿Y qué decir de los avances en ciencia y tecnología? ¿No son ellos una prueba palpable y manifiesta de la diosa razón? ¿No debemos a ellos la opulencia material en que, al menos en comparación con épocas pretéritas, está nadando la mayor parte de la humanidad en el presente?

          Nadie necesita que le expliquen lo mucho que tales desarrollos en ciencia y tecnología deben a la racionalidad. Más sutil y delicado resulta subrayar qué no le deben a ella. Los descubrimientos científicos tienen mucho de eso, de descubrimiento, es decir, de tropezar con algo que no se buscaba racionalmente ni se podía buscar puesto que ignorábamos que lo ignorábamos. Hay en ellos un elemento serendípico, de azar, que al principio produce más que otra cosa confusión y desconcierto, y al que sólo una mente preparada es capaz de encontrar el sentido, la almendra de luz, y aprovecharlo para subir un peldaño más en la escalera del conocimiento.

          Los descubrimientos en ciencia nunca se persiguen intelectualmente pues es imposible buscar lo que no se sabe que no se sabe, de modo que el descubrimiento no se consigue por persecución racional dado que ésta nunca se da. El descubrimiento, en cambio, se consigue cuando se está persiguiendo intelectualmente otra cosa o bien te cae en el regazo por puro azar y bajo la forma de anomalía inesperada y en principio inexplicable. Los descubrimientos son un pariente próximo de los subproductos y, como con ellos, no se puede planificar su consecución.

          De este modo, en que se mezclan el estudio previo y el accidente, fue como Alexander Fleming dio con la penicilina en 1928 mientras investigaba acerca de la gripe. O como el químico alemán Friedrich Wöhler sintetizó por primera vez la urea, un compuesto orgánico, en 1828, a partir de dos sales inorgánicas, lo que se consideraba imposible por entonces. También el azar tuvo su parte en el hallazgo por Wilhelm Röntgen de los rayos X o la radiactividad por Henri Becquerel. En el campo de la medicina la serendipia tuvo mucho que ver en el descubrimiento del primer fármaco (clorpromazina) contra la esquizofrenia por Henri Laborit, así como en el hallazgo del primer remedio (imipramina) contra la depresión por Roland Kuhn. También intervino el azar en el uso del litio contra el trastorno bipolar por parte de John Cade. Por fin la psiquiatría había encontrado –eso sí, de chiripa- remedios contra las tres enfermedades mentales más graves23. ¿Y quién no sabe a estas alturas que el sildenafil, el principio activo de la Viagra, estaba siendo investigado por los laboratorios Pfizer para tratar la hipertensión cuando se descubrió que, como efecto secundario, causaba erecciones? Desde ese momento la farmacéutica Pfizer se olvidó de la hipertensión y ganó millones vendiendo la Viagra para tratar los problemas de erección masculina. Por supuesto que todos estos soplos de inspiración repentina y casual deben ser luego rigurosamente corroborados aplicando –aquí sí racionalmente- el método científico, que sirve para confirmar, no para descubrir.

          No existe una «lógica del descubrimiento científico», como algunos ingenuos creen. Con su habitual contundencia expresiva, sir Peter Medawar lo dejó sentado cuando hablaba acerca de «la extendida y equivocada idea de que los científicos trabajan conforme a las reglas de cierto formulario intelectual listo para ser usado, el “método científico”. Por eso ha llegado a haber una creencia muy extendida en que, con dinero y medios, un científico puede aplicar el método científico a la solución de casi cualquier problema al que se enfrente. Si no lo logra, será sólo por su indolencia o su incompetencia. En la vida real las cosas no son así en absoluto. Todo conocimiento de que no hay un “cálculo del descubrimiento científico” es poco. El acto generativo del descubrimiento científico es un acto creativo de la mente, un proceso tan misterioso e impredecible en un contexto científico como en cualquier otro ejercicio creativo»24.

          Y casi lo mismo cabe decir de la historia de la tecnología: hay más en ella de inteligencia evolutiva y de inteligencia colectiva o distribuida que de inteligencia racional. Cierto que hay ejemplos que parecen sugerir que los hallazgos tecnológicos son planeados por sus artífices y que responden a necesidades sociales ampliamente sentidas. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense puso a punto el llamado «Proyecto Manhattan», con el objetivo explícito de inventar la tecnología necesaria para fabricar una bomba atómica antes que la Alemania nazi. Dicho proyecto logró su objetivo en tres años y costó 2.000 millones de dólares de la época. Otro ejemplo que podría sacarse a colación es el invento por Eli Whitney en 1794 de la desmotadora de algodón, con el que se solucionó para siempre el problema de la laboriosa limpieza manual del algodón cultivado en el sur de Estados Unidos. O la invención de la máquina de vapor por James Watt en 1769 para resolver la dificultad de bombear agua en las minas de carbón británicas. O el Proyecto Genoma Humano, lanzado en 1990 y que empezó a dar sus frutos en abril de 2003. O el Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra. O las vacunas contra el coronavirus. ¿No son todos estos ejemplos fehacientes de que la tecnología discurre de arriba abajo, desde la ciencia básica hasta sus aplicaciones?

          Pero un examen más a fondo de las vicisitudes de la historia de la tecnología revela que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, lo que estaba ausente era precisamente la premeditación y la realización de un proyecto minuciosamente planeado con antelación y que respondiera a una demanda objetiva del público.

          La mayor parte de los inventos es llevada a cabo por personas movidas por la curiosidad o con afición a «enredar», a menudo sin una visión preconcebida del producto final. Una vez acabado el artilugio, el inventor se encontraba con el «problema» de hallarle una aplicación. Sólo después de utilizarlo él mismo durante algún tiempo llegaban otros usuarios a la conclusión de que lo «necesitaban». Con esto estoy sugiriendo que en la historia de la tecnología no es la necesidad la madre de la invención, sino que, más a menudo, es la invención la madre de la necesidad, como dice Jared Diamond.

          Incluso no es extraño que ciertos artefactos, inventados para una aplicación determinada, encuentren con el tiempo otros usos útiles no previstos y mejores. La propia máquina de vapor de James Watt, diseñada para el bombeo de agua en las minas, se vio pronto que era más útil para surtir de energía a fábricas de algodón; y aún más adelante se descubrió que sus mayores rendimientos (incluidos los económicos) se lograban aplicándola a la propulsión de locomotoras y barcos25.

          A pesar de lo cual muchas personas creen que la innovación es ciencia aplicada, lo que conduce a creer que el gasto público en ciencia es el principal estímulo para la innovación. En algunos casos es así, pero en otros la innovación procede evolutivamente de innovaciones previas (los innovadores son personas propensas a trastear con cosas e ideas), y son las innovaciones técnicas las que, luego de ser producidas, son entendidas mediante la ciencia. La innovación de la máquina de vapor hizo posible la aparición de la termodinámica como ciencia. No es que primero se conocieran las leyes de la termodinámica y después se aplicaran a la producción de la máquina de vapor, sino al revés, como sostiene Matt Ridley26.

          Aunque el mérito de la invención de la bombilla incandescente se lo llevó Thomas Alva Edison, había más de veinte personas trabajando en la técnica del filamento incandescente en el interior de una bombilla. Esto ilustra el recado central de Matt Ridley: la mayor parte de las veces las innovaciones se deben a mejoras incrementales, obtenidas mediante ensayo y error, realizadas por un grupo de personas, y no a una idea fulminante de un genio solitario.

          La innovación tecnológica depende asimismo de la inteligencia colectiva, no sólo de la evolutiva. Un ejemplo esclarecedor lo proporciona Tasmania, que quedó aislada del continente australiano por una elevación del mar hace unos 10.000 años. Durante los milenios en que vivieron aislados (hasta ser redescubiertos por los exploradores occidentales) los tasmanos conocieron una severa regresión tecnológica, debido a lo escaso de su población (unas 4.000 almas). Perdieron las herramientas de hueso, las redes, los arpones, los anzuelos, las lanzas, los bumeranes y hasta las ropas para protegerse del frío. Al tener menos componentes su población y no poderse comunicar con el continente, tenían menos posibilidades de especializarse e intercambiar ideas y técnicas con otros. Carecían de inteligencia colectiva suficiente no sólo para prosperar tecnológicamente, sino para mantener lo ya conseguido.

          Se puede corroborar la misma idea desde el ángulo opuesto: la construcción del Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra requirió el trabajo conjunto de unos 2.500 científicos, ingenieros y técnicos de 37 países diferentes, que combinaron sus conocimientos teóricos y sus habilidades prácticas a fin de dar cima al proyecto.

          Como sostiene Joseph Henrich, el mito popular del innovador solitario que, dueño de unas capacidades racionales privilegiadas, resuelve un problema social acuciante, alberga cuatro fallos. En efecto,

          1º. Las innovaciones complejas tienden a ser mejoras incrementales sobre un material intelectual ya preexistente.

          2º. Muchas innovaciones son en realidad recombinaciones de ideas o técnicas ya presentes en otros dominios, que son trasladadas a un campo nuevo y distinto. Pensemos en la invención de la imprenta. Los impresores europeos medievales pudieron combinar seis ayudas tecnológicas ya conocidas e ideadas independientemente: papel, tipos móviles, metalurgia, prensas, tintas y escritura alfabética. El papel y los tipos móviles llegaron a Europa desde China. La fabricación de tipos a partir de matrices metálicas resolvía el intrincado problema de los tamaños no uniformes de tipos, pero dependía de muchos adelantos metalúrgicos: acero para punzones de letras, aleaciones de latón o bronce (luego sustituidas por acero) para las matrices, plomo para los moldes y una aleación estaño-plomo-cinc para los tipos. Por lo demás, la imprenta de Gutenberg derivaba de la prensa de husillo para la fabricación de vino y de aceite de oliva. Y la tinta que empleaba consistía en una mejora oleosa de tintas anteriores. Por último, las escrituras alfabéticas, que se venían empleando desde hacía tres milenios, se prestaban mejor a la impresión que los silabarios o los logogramas porque sólo había que confeccionar algunas pocas decenas de letras y otros signos de puntuación, a diferencia de los miles de signos necesarios para la escritura china, por ejemplo. Si Gutenberg hubiera nacido en China, seguramente nunca habría podido inventar la imprenta27.

          3º. Errores afortunados, incomprensiones felices y serendipias son la materia prima de muchas innovaciones, como ya hemos visto.

          4º. La necesidad no es la madre de la invención, sino que muchas veces es al contrario, por repetir la frase de Jared Diamond28. El vehículo de motor es uno de esos inventos cuyas aplicaciones parecen demasiado obvias hoy para necesitar comentario alguno, y demasiado útiles como para no imponerse con facilidad. Sin embargo, cuando Nikolaus Otto construyó su primer motor de combustión interna en 1876 el tiro de caballos satisfacía perfectamente las necesidades de transporte terrestre (más aún si tenemos en cuenta que los ferrocarriles movidos por vapor funcionaban desde hacía varias décadas) y no había demanda alguna de este tipo de mecanismo. La máquina de Otto era además insegura, pesada y medía más de dos metros de altura; nada hacía presagiar que tamaño armatoste acabaría desplazando a los caballos. Hubo que esperar hasta 1885 para que los motores fueran perfeccionados y reducidos en sus dimensiones hasta el punto de que Gottfried Daimler instalara uno en una bicicleta, creando así el primer ciclomotor. Sólo construyó el primer vehículo de cuatro ruedas en 1896. Pero todavía en 1905 los automóviles parecían rarezas poco fiables reservadas a los ricos. El panorama dio un giro brusco con la Primera Guerra Mundial, cuando los militares llegaron a la conclusión de que «necesitaban» camiones realmente. En este caso la invención precedió varias décadas a la necesidad.

          Están en liza dos maneras de entender la historia de la tecnología. El modelo evolutivo, según el cual las innovaciones se continúan produciendo, haya o no demanda social de las mismas, a partir de innovaciones previas. Y el modelo racionalista, en el que se da a entender que, para que se produzca un adelanto tecnológico primero ha de existir una demanda social en torno a él. A juzgar por lo visto, es probable que en la historia efectiva de la tecnología se combinen ambos modelos: una corriente de fondo más o menos ininterrumpida de avances técnicos, junto a momentos más intelectualistas de proyección deliberada de tales avances.

          En suma, también aquí, en el ámbito de la ciencia y la tecnología, hay que reducir el papel de la racionalidad a sus debidas dimensiones y no poner los ojos en blanco ante ella.

Ensayo publicado en Revista de Libros

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