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La primera torta

De: Patxi Irurzun / Inmediaciones

La clase de parvulitos era la más bonita de todo el colegio, grande, soleada, con dibujos de colorines en las paredes y, colgando del techo, un enorme balón de playa tan alto como dos niños y tan ancho como cuatro. Parecía un lugar agradable para un niño pero precisamente ese era el lugar en que a uno empezaban a jorobarle.

Recuerdo el primer día de clase. Mi madre me acompañó hasta la puerta del parvulario y se quedó esperando fuera, con los demás padres, o al menos eso nos dijeron. Dentro, la señorita, que era fea y vieja, nos dio unas hojas y pinturas y nos pidió que dibujásemos lo que quisiéramos. Yo pinté la tierra marrón del parque, con las lombrices que aparecían de vez en cuando en ella, y la trenza de la niña a la que le había estirado del pelo en el ascensor esa mañana, y al monstruo de las galletas de la tele, y el bastón del abuelito con el que me pegaba cada vez que le quitaba la txapela, y otras muchas cosas. Pinté tantas cosas que para cuando me quise dar cuenta me había quedado solo en la clase con la señorita, que se me acercó y dijo:

 —¿Tu papá no va a venir a buscarte?

Yo miré a la señorita, y después mi dibujo, y después otra vez a la señorita. Ella recogió el dibujo y lo puso debajo de los dibujos de los demás niños.

 —Mi papá está en el cielo —le contesté, conteniendo las lágrimas.

La señorita me acarició el pelo, puso cara de pena y dijo “claro, bonito” pero en realidad no había comprendido nada, porque mi papá, sonriéndome desde el cielo, se veía bien claro en el dibujo.

La señorita era fea y vieja como la bruja de un cuento y precisamente así la llamábamos: la bruja. No había en ella nada que despertara calor, a no ser sus bofetadas. Recuerdo muy bien el día que me pegó la primera torta.

En la clase de parvulitos teníamos nuestro propio baño. Estaba detrás de la pizarra. La pizarra era verde, moteada, con letras muy bien trazadas, como para dar envidia a los garabatos que nosotros garrapateábamos en el cuaderno, y bajo ella quedaba un hueco que daba a los baños y por el que gateando se podía entrar o salir sin dar toda la vuelta. Una vez, al salir, me tiré de bruces al suelo y, deslizándome por debajo de la pizarra, aparecí en la clase. La señorita, la bruja, estaba sentada en su gran silla de mimbre, preguntándole la cartilla a algún otro niño, pero debió de verme por el rabillo del ojo, así que se puso en pie, se acercó a mí pisando muy fuerte y muy deprisa y cuando llegó, sin decir palabra, me soltó un bofetón terrible. Luego volvió a su trono y continuó preguntándole la cartilla al otro niño. Yo me quedé llorando y tragándome unas lágrimas que por primera vez sabían amargas, sin comprender nada. Hasta entonces sólo me había pegado gente que me quería y a la que yo quería, mi madre, mis hermanos, el abuelito, y no entendía que derecho tenía a hacerlo una desconocida, una señorita vieja y fea como la bruja de un cuento.

Después, la señorita nos enseñó a pintar casitas blancas con el techo rojo, y una vaca lechera con manchitas comiendo hierba, y un sol, con ojos, y nariz, y boca, en la esquina de la hoja…

 

 

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