Homero Carvalho Oliva
Los libros son seres animados aparecen y desaparecen cuando así lo quieren, a veces nos pasamos años buscando uno y este se deja ver el día menos pensado, quizá como una serendipia, un hallazgo que nos produce una gran felicidad. En esta cuarentena muchos de los libros que buscaba hace tiempo, por fin, se hicieron encontrar. Uno de ellos es La poética del Nuevo Mundo en las crónicas de Indias. Un hermoso libro de tapa dura, publicado el año 1993 por la Universidad Pontificia bolivariana de Medellín, Colombia, cuyo autor es Tarsicio Valencia Posada, poeta nacido en San Andrés de Cuerquia-Antioquia, Colombia, en 1955. El libro es producto de una prolija como extensa investigación en varios archivos coloniales, como el Archivo de Indias, haciendo énfasis en el lenguaje barroco americano, que nos enseña a interpretar la crónica como un género contingente a lo real maravilloso de la poesía del continente hispanoamericano.
El libro, de 390 páginas, bellamente ilustrado, me fue obsequiado por su autor durante el Festival internacional de poesía de Medellín el año 2010, en esa oportunidad el Festival cumplía 20 años de vigencia poética y reunió a más de 100 poetas de los cinco continentes, fue todo un acontecimiento literario y humano, para mí fue una oportunidad maravillosa de conocer a poetas con los que luego mantendría una larga y hermosa amistad; La poética del Nuevo Mundo está dividido en nueve partes y muchos capítulos, en este breve ensayo poético de la poética de Tarsicio nos ocuparemos de algunas de ellos, así como también de la manera como su escritura me inspiró para hablar de nuestros tiempos aciagos.
“El silencio se hace acontecimiento”
Este libro, que explica de cómo los cronistas poetizaron América, según Jorge Echavarria, “partió de un sueño empecinado”, siguiendo la obsesión de Tarsicio Valencia de encontrarse a sí mismo como latinoamericano en las crónicas de los primeros escritores del Nuevo mundo. En la primera parte Tarsicio hace gala de su conocimiento de los filósofos clásicos y las menciones a un nuevo continente. Da como ejemplo a Platón en su obra Timeo o Lucio Séneca: “Tras luengos años vendrá/ un siglo nuevo y dichoso/ que el Océano anchuroso/ sus límites pasarán. //Descubrirán grande tierra/ verán otro Nuevo Mundo/navegando el gran profundo/que agora el paso nos cierra” .
Cuando los españoles llegaron a este continente junto con su insaciable afán de riquezas traían su cultura, costumbres, tradiciones, religión y un idioma ya maduro capaz de explicar el mundo, de filosofar, de enamorar con las palabras y de comunicar con solvencia sus pensamientos; tanto así que pronto habría de dar grandes escritores y poetas, como Góngora, Quevedo, Lope de Vega y Cervantes; así mismo nos trajeron su cosmovisión que ya venía permeada por la influencia de la filosofía griega y el derecho romano, como también elementos árabe moriscos producto de la conquista de cerca de ocho siglos de la península ibérica. Sin embargo, al llegar y recorrer nuestro continente fue tanto y tan maravilloso lo que vieron y encontraron que se quedaron casi mudos, porque las miles de palabras del idioma castellano no les alcanzaron para nombrar todo lo que sus asombrados ojos vieron y tuvieron que recurrir a nuestras propias lenguas para pronunciar lo ya nominado, porque el mundo desconocido por ellos ya estaba bautizado. Por eso fue que el cronista Inca Garcilazo de la Vega afirmó: “Es posible que en una lengua tan bárbara se puedan declarar y hablar las palabras divinas tan dulces y misteriosas”.
En esa comunión lingüística de palabras suyas y nuestras se fue escribiendo una poética de los seres humanos, la selva, el agua, las montañas, los animales, las aves, los insectos, lo oculto y lo evidente y, por supuesto, los sueños y pesadillas: la poética se funda en lo maravilloso que veían y en lo mágico de las leyendas nativas, bastaba con describir y narrar, para escribir poesía. Las Crónicas del nuevo mundo que se irá escribiendo en los textos de los cronistas de Indias, entre los que hubo uno que nació en Potosí, Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, que Tarsicio no nombra, pero que sin duda alguna es otro de los padres fundadores de lo que con Alejo Carpentier se llamaría lo “Real maravilloso” y con Gabriel García Márquez “Realismo mágico”.
Las crónicas para Tarsicio revelan “más poeticidad que meramente los datos históricos. No olvidemos que se está describiendo un nuevo mundo que transforma todas las categorías del pensamiento; apenas si está haciendo una cartografía y es un dilema la ubicación. (…) El Recién llegado tiene un mundo estructurado con categorías distintas de poder, de moralidad. Ve al otro y lo registra en la escritura y la escritura es extraterritorialidad. Exhibir lo legendario a través de un corpus. (…) Viene la diferencia, siempre se recalca la diferencia”.
Y una de esas diferencias es la manera de dar cuenta de lo hechos, los españoles lo hacían por escrito y los nuestros lo trasmitían oralmente, los que llegaron escribían en cuadernos y los que ya estaban aquí poseían “habladores”, que eran hombres entrenados para contar las cosas de la comunidad que iban viajando por sus territorios llevando noticias, así como los incas tenían kipucamayos que contaban en nudos, kipus, la historia de su gente.
En este continente se enfrentaron el cielo y la tierra. El Dios del cielo y su cohorte de ángeles, santos y la Virgen, patrona de América, que es una sola y muchas, contra una cosmovisión animista en la que la naturaleza es sagrada y divina. Además, de las sangrientas batallas por el saqueo y explotación del oro, la plata y las piedras preciosas, la lucha por “la extirpación de las idolatrías” no fue menos cruel, dando lugar a la resistencia armada y cultural. La lucha por la vida y el territorio, así como la lucha por preservar la lengua, la religión y las costumbres. Esa historia la ilustra un poema del poeta colombiano Jotamario Arbeláez: “Mis antepasados entraron a sangre y fuego en América conquistando y arrasando/ Mis antepasados se defendieron con los dientes de esta invasión de bárbaros// Mis antepasados buscaban el oro para cuadrar las arcas de sus monarcas y saciar sus propias sedes// Mis antepasados ocultaron el oro de sus ritos bajo tierra y bajo las aguas// Mis antepasados nos robaron la tierra/ Mis antepasados no pudieron recuperarla/ Cómo siento en el alma no haber estado en el cuerpo de mis antepasados// ¿De parte de cuáles de mis antepasados me pondré contra cuáles?”
En este libro lo que le interesa al poeta colombiano es la poeticidad de las crónicas, los relatos de la terra incógnita, los enamoramientos de la brújula, el descubrimiento de los pueblos y del paisaje, la magia, la mitología y el asombro, donde se conjugan todos los tiempos verbales; así como las voces de los vencidos y de los vencedores, la voz de Dios y la de seres humanos. Esa América poética de las crónicas que es la misma América que vivimos hoy. Con mayor razón si tenemos en cuenta que este aislamiento preventivo obligatorio nos recuerda a pueblos enteros que se ocultaban y se aislaban para prevenir el contagio de enfermedades, así como la explotación y la muerte.
“La nada, el dolor, la soledad, hacen al hombre de este Nuevo mundo. (…) la paradoja es para todos: ¿Por qué nos vamos quedando tan solos en relación directamente proporcional a los grandes descubrimientos de la humanidad?”, se interroga el poeta y por eso le interesa la milagrosa relación entre vivos y muertos que poseen nuestros pueblos y que se expresará en magistrales obras de nuestra literatura. Los cronistas son herederos del viajero Colón que todo lo registraba en sus diarios, la necesidad era la de viajar y registrar lo nuevo. La vida que llevaban era un sueño dentro del sueño de la conquista que, para muchos, también se convirtió en pesadilla.
Acerca del nombre América
Cristóbal Colón pensó que era las Indias y nombró a nuestros habitantes “indígenas, el buscaba el camino más corto y se encontró con un continente, el nombre de Indias es adoptado por los primeros cronistas, así lo registra Gonzalo Fernández de Oviedo en “Historia General y natural de las Indias”. Tarsicio cita a Germán Arciniegas: “Todavía hay quienes se maravillan de que el mensaje de Vespucci produjera mayor efecto que el de Colón y se hubiera dado al Nuevo Mundo el nombre de América en vez de Colombia. La explicación no es difícil: Colón comprobó que el pequeño mundo de los griegos era, como muchos lo pensaban, esférico. Con una sola variante que el temido mar tenebroso de escollos y todo era limpio y navegable. Así, el genovés pudo decir: he llegado a Japón. El Mensaje de Vespucci era muy distinto, se refería a otro continente, con esto se agrandaba el doble el tamaño de la esfera. Esto si era noticia y revolucionaba las ideas preconcebidas” .
Y habría de ser este territorio mágico, este continente que habría de salvar al mundo del hambre con la papa y el maíz, ente otros tantos productos comestibles; este continente que posee un cerro con riquezas sin igual, el Potosí, cuyo mineral que daba para hacer un puente entre Europa y América, habría de inventar el capitalismo; este continente de hombres y mujeres hermosos como el sol en una mañana de invierno, donde la lengua de una provincia ibérica, Castilla, se hizo universal, que renovó esa misma lengua; primero con el inmortal Rubén Darío que, desde una América central analfabeta, transformó la poesía en lengua castellana y luego con los maravillosos escritores del Boom latinoamericano, cuyas escrituras prodigiosas, enriqueció la anquilosada lengua de El Quijote. Y, hoy, pese a la muerte rondado las calles, los poetas no dejamos de cantar, para que la sal de nuestras lágrimas vaya al mar de los recuerdos en la memoria de la humanidad. Cantemos por los que no pueden cantar y sigamos en la batalla, escarbando las palabras que nominarán el silencio, el delirio y el dolor. Somos un parpadeo de eternidad, apenas un soplo en el viento del infinito.
“La floresta del desasosiego”
Entre la floresta se oyen voces, voces de animales y aves que conversan con humanos y le enseñan sus secretos de raíces, de corteza, de aceites, de troncos, de savias, de hojas y yerbas. Así como de sabores: guanábana, guayabas, papayas, achachairú, ocoró, gininiopap, piñas y una innumerable cantidad de frutas; los aromas que emanan las cocinas americanas; las infusiones para curar hasta la melancolía, palabras que usamos cotidianamente, pero que no sabemos de dónde vienen porque están mezcladas con las de Europa y, hoy, con las de otros continentes prodigios de la aldea global en la que nos ha convertido la Red Internet y en todo ese maremágnum el poeta recuerda al verdadero tesoro del mundo: la madre.
“Las geografías anunciadas”
Las crónicas cuentan de geografías imposibles, montañas que llegaban más allá de los cielos, ríos más grandes y más largos que todos los ríos de Europa, mares interiores, selvas inimaginables, lagos poblados de seres fabulosos y hogares protegidos por dioses tutelares; así como también informan de indígenas extraños, algunos cubiertos de pelos desde la cabeza a los pies, otros de orejas tan largas que les llegaban al suelo, hombres con cabeza de perros y pezuñas de caballos, mujeres con colas de caballo y otros seres no menos fantásticos de los que ahora solamente nos llega la ausencia. ¿Dónde se fueron? Estarán huyendo de la peste de la civilización. ¿Cuál civilización? Si cuando los españoles se ofendían por los sacrificios humanos en homenaje a los dioses aztecas, en España se quemaban vivos a los herejes por haber ofendido a Dios. ¿Quiénes eran más crueles, los salvajes o lo civilizados?
Pablo Neruda lo aclaró: “Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”, si, las palabras de ese idioma en el que ahora nos expresamos, idioma que, en América latina, se transformó gracias a la influencia de las lenguas de cada nación originaria, por eso el idioma que hablamos es una síntesis de ambas culturas.
Ahora todos estamos en silencio, con el Jesús en la boca como nos enseñaron los jesuitas que evangelizaron las tierras bajas de Bolivia; en silencio recordamos el idioma que nos legaron, el idioma que usamos para comunicarnos, el idioma con el que ahora expresamos nuestra angustia; un idioma con el que rompemos el mutismo para pronunciar las palabras de amor, para cantar, para instalar los rituales de sanación espiritual y física, de invocaciones en el conticinio, esa hora en la que reina la paz y la quietud y todos, seres humanos, animales, aves, cosas y casas, descansan, duermen para luego iniciar el bullicio del día, bullicio que se ha detenido por una pandemia. Hora en la que estuve releyendo el magnífico libro de Tarsicio.
“Secretos maravillosos de la naturaleza americana”
Informa Tarsicio que el cronista Bernardo Vargas “contó que existe una fuente y que sacando agua de sus nacimientos y puesta al sol se convierte en tinta tan negra, que con ella se puede escribir”. Como una epifanía ahora me explico porque pienso que las aguas del rio Mamoré, el río madre y padre de los benianos, de la Amazonía boliviana, se vuelve tinta en mis venas para permitirme escribir su territorio y todo lo que lo habita.
En América existió un zoológico fantástico que ni siquiera Jorge Luis Borges imagino. Hace varios años me di a la tarea de inventariar algunos seres mágicos de este territorio llamado Bolivia y elegí a 120 seres sobrenaturales y mágicos de los muchos que poseen nuestros pueblos indígenas y de los muchos que ha creado la memoria colectiva de nuestra gente a lo largo de los siglos, ahí están: los apus, achachilas, jichis, kari.karis, carbuncos, tatú tumpa, los tigres, jaguares azules, tunupa, bahuaja, jereres, silbacos… Dioses, semidioses, deidades menores, espíritus de la naturaleza, benignos y malignos… Animales que lloran como niños, otros que tienen orejas de elefantes o que se han prestado extremidades de animales conocidos para recrear criaturas fabulosas como las de los mitos antiguos.
Sabemos que los mitos y las leyendas son productos de una compleja y sistemática construcción colectiva, son una especie de memoria soñada que tiene que ver con lo que imaginamos y creemos y son elementos constitutivos y vitales de nuestra conciencia individual. En este sentido podríamos decir que los límites de nuestra imaginación son también la última frontera de nuestro mundo.
Hace ñawpas en Abya yala, rebautizada América por los colonizadores, estaban las voces de nuestros ancestros, voces de los que fuimos, esperando por los que vienen, aguardando a los guaraníes, a los movimas, a los gwarayos, a los aymaras, a los incas, a los urus y chipayas y a los numerosos ayllus de las montañas. A los cientos de pueblos que poblaron los Moxos y construyeron la civilización de la llanura y a los navegantes de todos los ríos, lagos y arroyuelos. Voces del tiempo de Tunupa y Tumpa, de la serpiente y del jaguar, de la vicuña y del tigre. En muchos pueblos americanos los seres humanos nacemos con un animal interior que determina nuestra personalidad.
Con la Colonización ciertos mitos se transformaron y llegaron algunas leyendas que se repiten por toda la América Latina como la Llorona, la Viudita y otros que son entidades fantasmagóricas con tendencias demoniacas. La República y la modernidad también crearon sus propios mitos y leyendas que tienen que ver con figuras políticas, algunas de ellas convertidas en presencias míticas de santos populares que obran milagros entre sus devotos. Como se comprobará en esta pequeña selección, nostálgica, melancólica y testimonial, tanto de los mundos andinos como de los mundos amazónicos, muchos de los seres mágicos, elementales, esenciales, incluidos, tienen la misión de proteger la naturaleza, un principio que ahora más que nunca debemos tener presente, quizá porque algunos de estos seres pueden brindarnos protección e inspiración. Los pueblos no pueden vivir sin sus mitos y sin sus leyendas, porque son una prolongación de sus relaciones sociales, por eso es que nunca tenemos que olvidar a nuestros seres sobrenaturales y mágicos, benignos o malignos, que heredamos como un legado para el futuro, porque cuando el último de ellos desaparezca nuestra sensibilidad espiritual, nuestra humanidad, se habrá ido con ellos.
La memoria de los magos y los abuelos se está perdiendo y por eso cada descripción poética de los cronistas o las interpretaciones de Tarsicio son como olas que golpean mi memoria empujando los recuerdos ancestrales hacia afuera. Por eso cuando visites una comunidad, antes de marcharte visita a los abuelos, guardianes de los recuerdos, deja que te cuenten sus sueños nostálgicos zurcidos con esperanzas y frustraciones, siempre que puedas intenta que te enseñen algo en sus propias lenguas, porque hay memorias que no se pueden decir en castellano; y luego pregúntales qué camino seguir. En mi tierra, Candire o Los Reinos Dorados, como los llamé en un poema, existe la Tierra sin mal que solamente los moxeños conocen y que sus ancianos guardan en lo íntimo de su memoria, solamente para confesar su exacta ubicación a sus amadas y a los nietos elegidos por el espíritu del agua.
El Balam Quitzé se pregunta: “¿Qué habéis hecho con las palabras que antes conocíamos y nos eran familiares?”, por suerte (otro de los nombres de Dios) para nosotros la resistencia cultural hizo que muchas etnias sobrevivan y todavía podamos disfrutar de la riqueza lingüística de esos pueblos. Lamentablemente en Bolivia solamente sobreviven un par de indígenas pacawaras, cuando ya no existan y haya partido a su montaña sagrada se habrá perdido una manera de decir mamá, papá, lluvia, viento, cielos… ni siquiera nos quedará el recuerdo de su recuerdo.
Así fue que, en una amanecida de unos de estos días, ya no interesa cual, pues todos son iguales, terminé de leer el libro de un cronista de fin del siglo veinte siguiendo las huellas de los viejos escribas, de los antiguos compañeros de oficio. Ahora, me doy cuenta porqué el libro apareció en estos días, porque es el tiempo necesario para comprender que el pasado también es presente y que las pestes siempre están entre nosotros, que todos somos cronistas porque como lo dijo el inmortal griego Homero “los dioses traman desgracias para que los hombres tengamos algo que contar”.
Tarsicio tiene razón: el tiempo de la escritura es el tiempo de la eternidad, es un río que, como dice mi buena amiga la escritora Márcia Batista Ramos, hay que dejarlo que fluya. Es el tiempo de mis amigos y amigas amadas que, en la soledad, de sus hogares están escribiendo, están dando cuenta de esta época aciaga, son los cronistas de la pandemia, como lo somos todos los que estamos sufriendo porque si sobrevivimos tendremos mucho para contar a nuestros nietos, para contarles que hubo un tiempo en el que estaba prohibido salir de las casas, porque un enemigo invisible nos acechaba en la calle.
Hoy, ante la incertidumbre de la muerte que se oculta en el aliento enfermo del prójimo, en una soledad que no admite visitas ni siquiera de la familia; escucho el desesperado silencio de mi ciudad, la escucho respirando con dificultad como si estuviera aquejada de los pulmones; si hasta parece que el silencio urbano es únicamente roto por las chillonas sirenas urbanas y las hélices de los helicópteros, ya no por las risas de los niños jugando en las calles; en esta ciudad inmóvil el mal se mueve entre la gente que presurosa evita al otro, para alejarse de la realidad y sumergirse en la irrealidad virtual de pantallas y luces en el día, encerrados voluntariamente entre cuatro paredes; el sol no es el mismo, parece que se siente avergonzado porque los rituales sociales, económicos, deportivos y religiosos, están perdiendo sentido, incluso la solemne ritualidad de la muerte ha sido reemplazada por velorios vacíos y funerales virtuales; la muerte de un ser humano es la muerte de la humanidad, porque es parte de ella; en esta época de males universales mi voz se resquebraja, mis palabras se autodestruyen, en un sacrificio necesario para conjurar el dolor de la pandemia, la epidemia que nos aisló para demostrarnos que, paradójicamente y pese a la imposición del encierro, necesitamos del otro, que nuestra identidad es una y es otra al mismo tiempo y que aquí o allá somos mortales. Que somos seres sociales y nos necesitamos para con-crecer juntos.
La pandemia que, por su atrocidad e implicaciones afecta al mundo entero, bien puede ser el parte aguas del siglo veintiuno; sin embargo, es el anuncio de que la lucha por un mundo mejor continúa, han cambiado los paradigmas de las décadas pasadas cuando no existía el concepto de ecología, de preservación de la naturaleza, cuando la palabra resiliencia estaba escondida en los diccionarios, cuando la solidaridad era una tarea piadosa y no una acción cotidiana, cuando la casa era un refugio para dormir y no el hogar que ahora estamos redescubriendo, cuando el amor se disimulaba para demostrar debilidad, cuando decidir que te pondrías al día siguiente podía deprimirte y ahora te pones lo que encuentras, cuando la sobrevivencia de la especie no era nuestro problema, cuando lo sagrado estaba solamente en los templos y ahora puedes encontrarlo en un rincón de nuestros hogares. Es el tiempo del encuentro, pese al desencuentro.
Ninguno de nosotros, pobladores del planeta Tierra, saldrá siendo el mismo de esta crisis mundial; sabemos que la sociedad no será la misma y creo que aprenderá a hacerse las preguntas necesarias en estos tiempos de sombras, ahora bien: ¿estamos los poetas, escritores, intelectuales y cronistas conscientes de la verdad verdadera de la situación que puede prologarse hasta Dios sabe cuándo? ¿Tendremos la capacidad como seres humanos de asumir nuestra responsabilidad individual y colectiva? ¿Creemos que si no aceptamos la realidad esta cambiara? ¿Debemos aceptar sin disentir la autoridad de los poderes que dicen protegernos? ¿Debemos escribir o callarnos? ¿Tuvimos una vida antes de morir? ¿Fuimos útiles a nuestra sociedad? ¿Amamos y fuimos amados?, creo que es hora de recurrir a la filosofía para enfrentar nuestro destino común; espero que, sobreponiéndonos al dolor; juntos escribamos la Poética de un Nuevo Mundo, para que en los recuerdos del futuro haya un Tarsicio que los cante. Es el momento de aceptar nuestra identidad mundial del presente, para que en el dolor vivido por nosotros y nuestras estirpes podamos convocar a nuestro pasado para proyectar el futuro estableciendo diálogos permanentes con la Divinidad, así como con nuestros propios mitos, con la tecnología y con la ciencia; no olvidemos que para nuestros ancestros los mitos daban sentido al mundo y a la vida y ahora más que nunca necesitamos creer en nosotros mismos aunque sea un mito, un mito de palabras cariñosas porque las palabras crean la luz y ahora estamos en sombras. Una palabra de cariño puede salvarnos.
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1 Séneca. Medea
2 Arciniegas, Germán. América en Europa. Bogotá, Plaza y janés, 1980