Los mercados son lugares de encuentro para quienes gustan de ir a comprar para abastecer su heladera o simplemente para charlar con los amigos, vecinos o algún conocido. Entre los gritos de las caseras y el aroma a verdura y fruta frescas, don Aniceto comentaba con rabia contenida: «Dicen que vamos a ser la Arabia Saudita del litio… pero a nosotros solo nos llega el polvo». Doña Clara, mientras pesaba unos plátanos, asentía con la cabeza: «El oro se lo llevan en avionetas, caballero, y aquí seguimos sin agua potable». Y así es. La patria se desangra entre discursos bonitos y contratos silenciosos.
La Bolivia que decía defender la Pachamama, hoy la perfora. La Bolivia que hablaba de descolonización, negocia con las mismas transnacionales que antes llamaba «imperialistas». Litio, oro, gas, madera, tierras. Todo tiene precio. Todo se negocia. Y el pueblo, otra vez, es el último en enterarse.
Ya no importa si el gobierno es de derecha, de izquierda o de centro. La lógica extractivista se ha convertido en política de Estado. Y es un Estado que negocia sin consultar, sin respetar, sin cuidar. Las comunidades indígenas, los pueblos originarios, los defensores de la tierra y del agua son criminalizados o ignorados. Y los contratos se firman igual, a espaldas del pueblo.
El litio, ese «oro blanco» que según el relato oficial nos convertiría en potencia mundial, ya tiene dueños. Empresas chinas, rusas, alemanas. Negocios millonarios, pactos sin transparencia, sin consulta previa, sin licencia social. Mientras tanto, en Potosí y el Salar de Uyuni, la pobreza sigue siendo la misma. Y cuando alguien reclama, se lo tilda de «enemigo del desarrollo».
Lo mismo con el oro. Las cooperativas mineras actúan como señores feudales. Contaminan ríos, deforestan, destruyen comunidades enteras, enferma y mata a nuestros indígenas, a nuestros niños, a nuestros abuelos, a nuestros pueblos. Y el Estado mira para otro lado. Porque esas cooperativas también son votos. También son financiadores de campañas. En la Amazonía boliviana, los ríos están muriendo en silencio, envenenados por el mercurio. Y nadie dice nada.
¿Y la madera? ¿Y la tierra? ¿Y los incendios forestales que arrasan con miles de hectáreas cada año? Silencio. El extractivismo es negocio para unos pocos, tragedia para muchos. Pero en los discursos se disfraza de desarrollo, de progreso, de crecimiento económico. Mientras tanto, los pueblos indígenas siguen siendo los guardianes sin sueldo de una tierra que no se les respeta.
Evo Morales firmó acuerdos extractivistas. Luis Arce los continúa. Y la oposición, en vez de proponer un modelo alternativo, calla o propone más de lo mismo. Todos quieren parte de la torta. Nadie quiere cuestionar el modelo. Nadie quiere cambiar de rumbo. Porque eso implica enfrentar intereses. Y en Bolivia, los intereses pesan más que la vida.
El extractivismo ha generado riqueza. Pero también ha generado desigualdad, corrupción y dependencia. No hay diversificación económica, no hay apuesta real por la industria, la ciencia o la educación. Hay solo extracción y exportación. Bolivia sigue siendo una república minera, aunque le cambien el nombre, la bandera o el color del partido.
En muchas regiones del país, las promesas de industrialización siguen siendo solo titulares. Se habla de plantas de carbonato de litio, de fábricas de baterías, de parques tecnológicos, pero en el terreno lo que hay son campamentos temporales, maquinaria prestada y comunidades en conflicto. No hay visión integral, solo urgencia de llenarse los bolsillos.
La contaminación ya no es un riesgo futuro, es una realidad diaria. En Oruro, el agua está contaminada por residuos mineros; en el norte de La Paz, los territorios indígenas están invadidos por minería ilegal; en el Beni, la deforestación avanza más rápido que cualquier iniciativa de conservación. La salud de la gente se deteriora mientras las ganancias engordan cuentas ajenas.
Los pueblos indígenas que alguna vez fueron aliados estratégicos del gobierno, hoy reclaman traición. Reclaman consulta previa, territorio, respeto. Pero sus demandas son respondidas con represión o indiferencia. Se han roto los pactos, se ha perdido el horizonte común. Y sin pueblo, sin territorio, sin memoria, no hay proceso de cambio que valga.
En este contexto, hasta las universidades y centros de investigación se ven arrinconados, sin recursos ni apoyo para estudiar alternativas sostenibles. Las voces académicas que advierten sobre los efectos del extractivismo son descalificadas por no alinearse con los discursos oficiales. La ciencia crítica, como el activismo social, ha sido relegada por un pragmatismo voraz que prioriza el ingreso inmediato por encima de la vida futura.
Tampoco hay control real ni fiscalización efectiva. Los informes ambientales, cuando existen, están plagados de irregularidades, los permisos de explotación se entregan sin revisión rigurosa, y los mecanismos de consulta son simulacros disfrazados de democracia participativa. La institucionalidad ambiental ha sido capturada por los intereses que debería regular.
Lo que Bolivia necesita no es renunciar a sus recursos, sino repensar su modelo. Apostar a la soberanía real: energética, alimentaria, productiva. Apostar a procesos a largo plazo que no destruyan comunidades ni ecosistemas. Apostar a un Estado que escuche y respete, no que imponga y negocie a escondidas.
Hoy, la patria está en venta. Y no por falta de recursos, sino por falta de voluntad. Falta liderazgo. Falta dignidad. Y falta pueblo en las decisiones. Si queremos un verdadero proceso de cambio, necesitamos empezar por cambiar el modelo. Recuperar la soberanía. Poner la vida por encima del negocio. Hacer que el desarrollo llegue a todos, y no solo a los de siempre.
Y como decía don Aniceto, mientras se acomodaba el sombrero: «Si seguimos así, vamos a terminar vendiendo hasta el alma, y ni cuenta nos vamos a dar».