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La pandilla del agujero de Caivano

Maurizio Bagatin

Caín es un nombre poco napolitano y Caivano es un nombre de muchas leyendas. Sangre samnita, probablemente fue “fundus Calvanium”, propiedad de la familia Calvanium. Pero me gusta recordar a este pueblo con cuanto me contaban Lele, Antonio y los otros “guaglioni” de Caivano, amigos con los que trabajé como alicatador por un tiempo en Porto Recanati. Gente de corazón, anema e core, como sigue siendo la plebe en Nápoles. Iban siempre contando historias, cuando nos sentábamos a la sombra de un gran árbol de roble, compartiendo un enorme sándwich de mortadela y una botella de cerveza de un litro. Era el refrigerio de los albañiles. Riéndose de su pasado, Lele, que era el más alegre, decía que Caín fue el único en Caivano que no traicionó a la sangre napolitana. Según cuanto le habían contado sus abuelos, el nombre de Caivano se originó de una antigua leyenda en la cual la madre de Caín, desesperada porque su hijo no le obedecía, empezaba a gritarle a su hijo en dialecto napolitano: “Caí va”, y él prontamente le contestaba: “no”. De ahí, según Lele, venia el verdadero nombre de Caivano, de la rebeldía de Caín, de una sangre aun fuertemente samnita: “Cain, andá, no”. Desobedecer porque no quedaba otra cosa que ir siempre en dirección obstinada y contraria, en contra del estado ausente, en contra de la iglesia pecadora, en contra de las familias hipócritas, en contra de lo establecido. Solamente la Camorra era sincera, pero su degradación estaba ya en la esquina, y muy pronto se desmoronó también ella.

Caivano es un no lugar y es todos los lugares del sur, olvidado por el poder y la ignavia que persigue esta tierra. Olvidado, tal vez, desde la efímera y desafortunada experiencia iluminista y democrática de la Republica partenopea del 1799. Ahí en aquel momento histórico probablemente murió un tejido social que se levantaba frente a cualquier horror. Sangre que Masaniello y Cafiero derramaron en vano en otras épocas, demostrando que la revolución no es para los napolitanos. “Mejor un pan con el Rey que la inseguridad con la burguesía”, fue un dicho popular tan marcado al quehacer diario de la última plebe que aun resistía en la península. Aquí donde dejaron sus huellas, su esperma y su sangre pueblos antiguos, los griegos, los romanos, los bizantinos, los longobardos, los nórmanos, los suevos, los franceses, los aragoneses, los españoles, los austriacos y, me viene de decir, “también los italianos”. Ninguno afectando el humus original. Nunca un gueto, nunca un tribunal de la inquisición, nunca la corrida de toros, y la camorra que siempre tuvo nombre y apellido. “Dime cómo ves Nápoles y te diré quién eres” decía siempre Raffaele La Capria. Esta fue Nápoles y así fueron sus miles satélites, Torre del Greco y Castellamare di Stabia, Torre Annunziata e Sangiorgio a Cremano, Nola y Caivano.

La pandilla del agujero era famosa en Caivano y en todos los pueblos que abrazan esta megalópolis que es Nápoles. Llegamos a Giugliano, otra monstruosa periferia del hinterland napolitano, debíamos ensamblar algunos muebles para una exposición y nos alojamos en un hotel que estaba ubicado al lado de un banco local. Noche serena, buena comida y buen vino, y buena tertulia con los demás huéspedes del hotel. Noche serena y sin ruidos, al amanecer el sol filtrando por el “Sterminator Vesevo” de Leopardi y las calles invadidas por policías y carabineros, accesos bloqueados a todos y a todos lados. Y nosotros encerrado en el hotel, revisados e invitados a dejar el hotel lo más pronto posible. La pandilla del agujero, silenciosamente, había actuado durante la noche come en aquel film de Mario Monicelli, Los desconocidos de siempre. Y el banco fue gentilmente desvalijado. Poesía napolitana, un verso del antiguo arte de la sobrevivencia partenopea. La conocida pandilla de Caivano había dejado otra de sus indelebles huellas.

Nápoles es una literatura aparte, no puedes tener una buena digestión sin El Pentamerón (El cuento de los cuentos, o el entretenimiento de los pequeños), la oralidad dialectal transferida, así como lo hizo Boccaccio con el Decamerón; sin quitarle una coma a toda la prosa de Anna Maria Ortese, al desencanto de Curzio Malaparte, llegando a nuestros dias, el trascedente surrealismo de Valeria Parrella y la magia de Antonella Cilento. Tal vez por todo eso y mucho más una gran amante de la ciudad, la esposa de Joaquín Murat, rey de Nápoles y mariscal de Francia, se hizo nombrar duquesa de Lipona: duquesa de un anagrama.   

El Parco Verde que embarra Caivano es lo “Malamente” que invade y deshumaniza, es la mala hora de un destino, todo lo que ocultamos y no queremos reconocer: nuestros fracasos en las instituciones, en el vivir día a día con ellas, en los sueños y en las ilusiones de podernos un día deshacer. Es una infame cicatriz que hiere un tejido social en búsqueda del sol, del pan perfumado, del canto de las sirenas que Ulises sigue evadiendo a apoca distancia de ahí.

Todos seguimos oyendo a la madre de Caín, gritando del balcón siempre abierto, y el perfume a pummarola, la pasta que ya debe ser lista para el almuerzo, el padre que hoy tampoco vendrá, y los siete hermanos que ya están llegando, uno llevando una ruidosa moto, el más joven que corriendo alcanza a Gaetano, mientras que Gennaro, siempre el último en llegar, se queda un rato más a besar a su Concetta. Lele se acuerda como si fuera ayer de esta historia que hoy se fue mezclando con la pummarola con i maccheroni y ahora sirve para alimentar aún más la leyenda. Caivano es Nápoles, mil colores esperando la fortuna, sin saber nunca la verdad.   

Imagen: Andy Warhol, Vesuvius

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