Alfonso Murillo
A las mujeres indígenas no les gusta ser fotografiadas: creen que se les está robando el alma.
Mi pasión por capturar imágenes fue lo que me consagró a la fotografía. De la vida no me interesaba mayormente el carácter retrospectivo de las cosas; ni la historia y tampoco los vaticinios, sino el ‘instante’, el momento único que no se repetirá jamás: el que queda congelado para siempre. Yo trataba de identificarme, no tanto con los transitorios estados de ‘disipación’ o actuación de protagonistas a fotografiar (llamarlos ‘objetivos’ ya no es políticamente correcto), sino que de manera mucho más profunda e involuntaria extrajeran, en un lapso de máxima naturalidad, su Yo, verdadero, es decir sin disfraces ni máscaras.
En otras palabras, ‘El escándalo de la irrupción de su verdadera esencia, tal como somos en realidad. En momentos de pretendida intelectualidad yo llamaba así a ese “desafío”. Literalmente, tenía que capturar el alma de las cosas, arrancarla de la vertiginosa serie de imágenes con las que nos avasalla el mundo todo el tiempo y escandalizar o por lo menos sorprender. Así de simple. Y ése era mi secreto y en eso consistía, para mí, el arte de la fotografía Lo contrario era capturar una imagen enmascarada por convenciones sociales. En otras palabras: posar.
En general, ante la presencia de un fotógrafo la gente se inquieta, vacila, se pone susceptible, en ocasiones incómoda o hasta agresiva pero nunca indiferente. Puedo afirmar que la mayoría está siempre proclive a posar y mejor si es para algún diario o revista. Pero las cosas van cambiando, ya no todo es ‘color de rosa’ en este oficio; las precauciones nunca llegan a ser suficientes y en ocasiones el peligro de ser descubierto fotografiando —y sin permiso del ‘sujeto’, es decir del fotografiado— puede llegar a ser crítico, sobre todo cuando se trata de preservar la intimidad. También existe el riesgo de que el ‘protagonista’ de algún hecho nonc santo en el Katanas acuda a los tribunales con un: ‘Me fotografiaron en un acto privado y publicaron mi fotografía sin mi permiso’ o ’han invadido mi privacidad’. El derecho a la imagen de una persona se puede volver una máquina legal para hacer dinero con imágenes publicadas sin pagarle derechos de autor al cuerpo del protagonista, que además no tiene riesgo alguno de ser plagiado. Le sucedió a un colega que hizo un libro con cientos de instantáneas de voceadores de minibús, conocidos en La Paz como ‘serruchos’ (por anunciar ruidosamente desde sus vehículos, y a todo pulmón, las direcciones). Uno de ellos se enteró del libro, y “oportunamente” asesorado por una abogada de derechos humanos alegó poseer la ‘originalidad’ de la marca registrada (es decir el propio serrucho) y exigió dinero a cambio de no acudir a los tribunales. En alguna ocasión me golpearon pero pude salvar la cámara. Entonces es preciso seleccionar con mucho cuidado al ‘objetivo’. Entonces los paparazzi debemos actuar como el más flemático de los mortales. Hoy cualquier aficionado aprieta un botón, publica cualquier imagen y punto. Existe otro peligro; con los teléfonos celulares hoy en día cualquiera es paparazzi, sin correr ningún riesgo.
Yo, como profesional (usando gorritos de diferente tipo) me lanzaba a ‘capturar’ imágenes de todo tipo (sensacionalistas), desde protestas y manifestaciones, sobre todo violentas, en la avenida de mayor ebullición de la urbe: la Mariscal Santa Cruz (De la Pérez a la U, como decía aquel famoso cantante local de rock); asimismo entraban en mi cámara la ‘doble vida’ de ministros o políticos de ‘alto vuelo’, para lo cual yo sobornaba a barmans o mozos para que me dieran el chivatazo de quien o qué personajes cenaban en ese momento en lujosos restaurantes con sus opositores o bebiendo con mujeres en ciertas discotecas; también fotografiaba partidos de tenis de políticos (y opositores pagándome las imágenes para desenmascarar la supuesta sencillez y modestia de sus enemigos); fotografiando a celebridades o personajes de la farándula local; científicos sociales extranjeros, intelectuales frecuentando cafés, cantantes, artistas inaugurando exposiciones en las galerías de arte más exclusivas. En mi trabajo yo estaba obligado a alternar entre el mundo de las élites, en los salones de fiesta de la Tumusla o Garita y en los bajos fondos, donde registraba las peleas o encuentros amorosos en antros marginales protagonizadas por poetas o actores del “centro” en sus momentos de disipación, cuyos nombres bastaban por sí solos para ofrecer un ilimitado abanico de posibilidades al gran público, especialmente por sus escándalos.
Para el gran público nada es más ‘dinámico’ (einteresante) que ver caer a los famosos, desde el etéreo nirvana donde flotan usualmente hasta el fango común de los mortales. Y es ahí donde entraba yo, con mi cámara y sin anestesia. Por ahí, de repente, no faltaba el candidato para las próximas elecciones al volante de su vehículo, completamente ebrio, tratando de sobornar a un policía después de su orgía del viernes. Naturalmente, si luego había la posibilidad de que mi sujeto me demandara yo siempre podía alegar el “derecho a la información y el interés mayor, sociológico o terapéutico, si se quiere, de no votar por un borracho bajo el sólido argumento que, si era capaz de sobornar a un policía, una vez en el gobierno también sobornará.
Así que de falta de trabajo no me podía quejar. Lo importante era estar en guardia permanente y durante las veinticuatro horas del día para luego ir a ofrecer al mejor postor mis fotografías. Y no había horario fijo, ni feriados ni domingos. Entre mis clientes principales figuraban algunos periódicos de la ciudad, especialmente revistas de variedades y diarios amarillistas como El Quinto Pasajero, El Ciudadano K y otras publicaciones de menor cuantía como Harem Scarem.
Los sábados por la mañana era mi día y momento libre y me dedicaba al solaz de pasear por los parques y avenidas a mis anchas. (El mercado era también interesante). Sin la obligación ya de ‘capturar’ imágenes de interés ‘publico’, me consagraba exclusivamente a fijar la lente en las peripecias de los personajes típicos y ordinarios de la ciudad: el cargador, la chola sandwichera, el heladero, el vendedor de algodón de azúcar, el albañil, el zapatista o lustrabotas, con su sempiterno pasamontañas. Los lugares ya no eran los karaokes, night clubs, moteles, antros, el Palacio Quemado, galerías o teatros; ahora mis potenciales ‘objetivos’ (‘sujetos’) eran la vegetación creciendo desordenada sobre las bases de viejas casonas a punto de desmoronarse por las lluvias; los andamios de un edificio en construcción, un callejón olvidado, el campanario de alguna iglesia o un árbol centenario desbordando sus raíces. Pacientemente buscaba que la ciudad me revelara alguna de sus magias escondidas. Y es que, en la memoria de mi cámara digital, de última generación, quedaban grabados hasta los mínimos detalles. Luego, subía mis fotografías a la web y en la red social, como Flickr, para compartir en interfaz mis imágenes. Soñaba algún día en tener mi propia galería virtual, sin la obligación de imprimir mis fotos, y así recompensar un poco a mi menoscabada vanidad a causa de los celulares.
Justamente aquella mañana de sábado elegí la plaza Abaroa, por ser una de las más grandes de la ciudad, que, además de ser mi favorita, tenía toda la luminosidad que solo le podía proporcionar un día de verano particularmente despejado. Después de un café cargado, me puse unos jeans ligeros, una polera y me calcé mis sandalias de cuero. Preparé para la ocasión la Canon (una EOS 500d, reflex digital con resolución de 15. 1 megapixeles y pantalla LCD de 3 pulgadas, con capacidad de procesamiento y almacenaje en su memoria de mil quinientas fotografías, (o el equivalente a un banner de grandes dimensiones), no sin antes echarle una mirada llena de nostalgia a mi vieja cámara Olimpos, que en su mejor época sacó hasta 72 fotografías en un mismo rollo. ¡Nada menos! Pero hasta mi cámara Nikon Coolpix L-18, de solo mil fotografías de capacidad ya me estaba resultando obsoleta.
Y aunque aquí el verano no podía calificarse especialmente como caluroso, la temperatura al mediodía podía ser por lo menos urticante (que las montañas suavizaban exhalando siempre su hálito de frescura parecida a un helado de menta). Y como en las alturas existe siempre la posibilidad de una tormenta por las tardes con frecuencia después de muy soleadas mañanas, metí el paraguas y una chamarra impermeable en la mochila. Antes de salir tomé la novela que estaba leyendo. Escrita por un raro escritor austriaco de principios del siglo XX de difícil prosa, a mí me fascinaba. Es que nada me gustaba más que disfrutar de un buen libro en la placidez del banco de la plaza donde destacaba el monumento al héroe de la Guerra del Pacífico, llamado precisamente “Abaroa” (con el asedio permanente de los zapatistas a pesar de tener yo sandalias). Y comencé a disfrutar de la sombra de un árbol. Con una ligera brisa que abanicaba las ramas y las páginas al mismo tiempo (por lo que había que sujetarlas constantemente), con un paquete de cigarrillos recién comenzado y una Coca Cola a la mano para ir bebiéndola entre página y página, en esos momentos yo me sentía como en el paraíso. Solo me faltaba ‘Eva’. De tanto en tanto interrumpía la lectura para buscar motivos sencillos a fotografiar. Ya sin la necesidad de parapetarme detrás de algún vehículo, de algún muro o rincón, desde mi banco oteaba el horizonte de la plaza por sobre el borde del libro buscando imágenes” de adultos conversando 0 paseando perros, vendedores ambulantes ofreciendo a voz en cuello sus productos, parejas tomadas de las manos, policías que hacían su ronda habitual, niños jugando o manejando bicicletas. En fin, estaba la clase de personas y situaciones que suelen encontrarse en las plazas de las ciudades de cualquier parte del mundo una radiante mañana de verano. Abrí el libro en la página señalada de mi novela y fugué hacia otras lejanías.
Hice una pausa para tomar mi Coca, levanté la cámara y disparé una andanada de fotos hacia los niños. Sin mucho entusiasmo retrocedí las imágenes y hasta el texto resultaba obvio: “niños jugando en la plaza”, a la manera del título de un cuadro de Murillo o Zurbarán; de todas maneras, guardé las imágenes.
Iba a encender un cigarrillo, pero la mirada de reproche de una mujer que acababa de sentarse en el mismo banco fue tan abrumadora que volví a guardarlo. Como siempre, los zapatistas caminaban cansinos casi arrastrando sus cajones en busca de clientes a quienes lustrarles los zapatos; los perros se vapuleaban (alguno que otro se había metido ya a las jardineras centrales y se revolcaba sobre el césped, estropeando las primorosas flores con sus patas). Preparé el encuadre y disparé varias tomas de ejemplares en pleno asalto hacia la naturaleza, imágenes que podrían servirme para ofrecerlas a algún suplemento dominical acerca del disfrute de estos animales ‘rompiendo normas’.
Como no podía fumar, por lo menos un cigarrillo, me levanté y fui a otro lugar, inquiriendo fiel al dicho proveniente de alguna corriente budista, o sabiduría oriental, de que lo esencial es invisible a los ojos. “Pero no a una cámara que dispara 170 imágenes por segundo”, me permití presumir con cierto tono pedante, y escudriñé el horizonte, sin encontrar un banco libre donde sentarme a mis anchas para seguir con mi placentera lectura (aunque con la cámara siempre lista).
Pasado el mediodía llegué a la conclusión de que decididamente había perdido la mañana, y manipulaba la cámara con impaciencia (el libro finalmente lo había guardado en la mochila), sin saber hacia dónde dirigirla, barrí por última vez el ambiente con una ‘panorámica’, y fue entonces que tropecé con el rostro, muy pálido, de una joven sentada en uno de los bancos de la plaza. Estaba cerca, como naufragando en medio de la incandescente luminosidad y sin ninguna nube que le prometiera algún sosiego. Era pelirroja. De unos veinte años a lo sumo, delgada, casi flaca, tenía una pañoleta celeste enroscada al cuello. Lo que también llamó mi atención fue que leía un libro, indiferente al entorno. Su pañoleta contrastaba nítidamente con sus cabellos, como si un pedazo de cielo se le hubiera enroscado a su cuello como una serpiente. Por fin había encontrado el ‘sujeto’ que buscaba. Preparé el encuadre y activé el zoom para lograr la máxima posibilidad en ‘detección de rostro’ (en macro). Con extraordinaria perfección hasta pude ver que el rostro de la mujer tenía pecas. Pero lo que más me estremeció fue, ¡oh casualidad! el libro que leía era nada menos que otro ejemplar de la misma novela que yo leía; tal como lo pude ver cuando bajé el zoom digital, que como un larga vistas me permitió ver el título. Y aunque no estaba lo suficientemente alejada de mí (como para que no se diera cuenta de que la estaba encuadrando), de todas maneras, me aproximé algunos pasos, y ahí fue cuando, con esta torpe maniobra, me descubrió. Levantó la vista del libro y miró fijamente hacia la lente con la que le enfocaba. La brisa agitaba las hojas de los árboles.
Entonces sucedió algo inusual: apenas la cámara ‘reconoció’ su rostro fue como si dos lugares comenzaran a funcionar a distintas velocidades: uno rápido, dinámico, el de la ciudad moviéndose, autos que andaban, gente caminando, yo manipulando nervioso la cámara y frenéticamente en el intento de capturar su imagen; en cambio, el lugar donde se encontraba mi “sujeto” estaba, se puede decir, inmóvil, con la mujer como posando; en ese momento hice click y todo se invirtió: la ciudad y yo quedamos inmóviles, los coches dejaron de circular, los niños de correr y los perros de vapulearse (uno de ellos había quedado en medio camino, como prendido en el aire hacia las jardineras). El tiempo para mi toma fue tan lento que por algunas décimas de segundo que el banco estaba vacío ¿Hacia dónde se había movido ella? Es que solo después del click, las dos velocidades: la del mundo (donde estaba yo) y la del ‘sujeto’ (la pelirroja), volvieron a sincronizarse para asumir, como corresponde, el movimiento único y normal: los niños a sus bicicletas, los perros a vapulearse (el otro perro finalmente había caído sobre el césped), los coches a circular, y otra vez la pelirroja, sentada sobre el banco de la plaza leyendo la novela.
Todo había sucedido de una forma tan vertiginosa que llegué a pensar que el mundo se había puesto de acuerdo para no moverse hasta que yo retratara a la muchacha, y una vez tomada su fotografía, cada cual a lo suyo. Luego sucedió lo sorprendente: la muchacha yacía desvanecida sobre el banco, con el libro deslizándose lentamente hacia el suelo. Me quedé perplejo; no sabía si aproximarme, palmearle la cara o levantarle el libro (la mujer seguía desvanecida), y cuando finalmente me decidí por lo primero, en ese momento apareció una mujer interponiéndose entre nosotros. Tenía todas las trazas de ser su empleada doméstica (vestía un delantal de cocina y jalaba a un perrito snauzer de una correa). Alarmada por lo que estaba sucediendo, comenzó removerla por los hombros. Ella volvió en sí, e inmediatamente se levantó asustada, tomó agua de una botellita, guardó el libro en su bolsa y me miró casi con hostilidad. La empleada y ella optaron por retirarse de la plaza, pasando tan cerca de mí que me estremecí.
Un llamado impertinente a mi celular me recordó que debía cambiar mi vestimenta deportiva por el terno para ir atender por la noche un matrimonio en La Florida, lo que me hizo perderlas de vista.
Decididamente, y más allá del incidente del desmayo, era la mujer más hermosa que había fotografiado hasta entonces. ¡Y hasta leía la misma novela! Con su imagen guardada, llegué a imaginar el texto que debía acompañarla: ‘Mujer solar leyendo un libro’ o ‘Incandescente lectora de libros difíciles’; hasta podría ofrecerla a la revista Ellos y Ellas como ilustración de las bondades de las cremas antiradiación. Entonces me asaltó la angustia: ¿quién era? O peor: ¿dónde la encontraría? De ella no conocía ni su nombre ni su dirección; acostumbrado a los personajes públicos y a lo impersonal, había olvidado ese importante detalle. De todas maneras, Sopocachi no era tan grande y siempre habría la posibilidad de encontrarla otra vez.
Pese a todo estaba feliz: había registrado su imagen en la memoria interna de mi Canon. Lo que cabía hacer, en adelante, era editarla pasándola al software digital Photo Professional e imprimirla para regalársela “en persona”. Impaciente, quise rebobinar en busca de su imagen, pero la cámara estaba literalmente muerta. No me explicaba esta pérdida súbita de energía en la batería (de litio, nada menos) y en una cámara de última generación; más aún cuando siempre verificaba el estado de la batería de todas mis cámaras antes de salir; lo usual en un profesional que se respete. Así que al llegar a mi estudio volví a cargar la batería. Fue cuando surgió un problema mayúsculo. Al revisar la larga serie de imágenes precedentes, y cuando llegué al espacio numerado que debía corresponder a la muchacha, estaba en blanco. Todo lo demás de aquel día estaba ahí: vendedores, un malabarista, de aquellos que hacen trucos delante de los semáforos, parejas tomadas de la mano, niños, perros. En el afán de ubicar a la muchacha, me pasé casi toda una noche revisando la cámara.
Hilvané diversas hipótesis ante esta ‘avería’ ¿Se habría estropeado el selector de escenas inteligente justo el momento de fotografiar a la pelirroja? ¿O el filtro de ondas supersónicas no evitó que se adhirieran partículas de polvo al sensor de la imagen? ¿O fue la exposición excesiva a una luz solar demasiado brillante? ¿La pantalla no se ajustó debidamente a la misma? ¿Había vuelto al negativo de las viejas cámaras fotográficas que se velan por una exposición sobreabundante de luz? ¿Por qué las fotos anteriores y las siguientes estaban en su sitio, menos la que correspondía a la pelirroja? Lo cierto es que algo había fallado, algún desperfecto veló la imagen, borrándola de la memoria.
En mi desesperación ensayaba diversas hipótesis y me hacía, consternado, las mismas preguntas, aunque con diferente matiz ¿Por qué aparecían todas las imágenes de aquel día menos la de ella? O bien la joven se levantó con un movimiento brusco e imprevisto en el momento del disparo de la cámara, engañando así a mi retina, o por los nervios definitivamente no disparé esperando el mejor encuadre. Y por enésima vez me pregunté: ¿había tomado o no su fotografía? Y de ser así ¿en qué momento se borró? La joven estaba tan nítidamente visible que hasta los puntos de sus pecas resaltaban, pese al sol incandescente cayendo a pique. Lo indudable era que en lugar de la imagen de la pelirroja únicamente se me aparecía la nada; y justamente era ese espacio en ‘blanco’, ese ‘no lugar’, ese ‘vacío’, por llamarlo de alguna manera, lo que me angustiaba.
Pensé en aquella mujer todo el domingo, los días siguientes; definitivamente aquel rostro me había cautivado, sobre todo cuando nuestros ojos se encontraron a través de la lente… aquel largo momento.
Como no lograba encontrar la foto de la ‘incandescente’ muchacha aquella (pero, estaba seguro, estaba en algún lugar de la infinita memoria de mi cámara), la siguiente semana no volví a la plaza y no tuve más remedio que abocarme, con más ahínco que nunca, a las fotografías usuales: policías aporreando a manifestantes en medio de una nube de gas lacrimógeno en la universidad, en área ampliada; con el modo seguimiento de sujeto para facilitar el máximo enfoque, hice la toma del ministro saliendo de la Fiscalía en medio de una nube de escándalo. Casi diabólicamente (con la pantalla orientable para encuadres difíciles), logré las imágenes del famoso predicador protestante aquél, entrando y saliendo de un motel acompañado de una mujer que no era su esposa; fotos tomadas desde mi coche, casi a ras del volante, como solía hacerlo para no ser visto. Y luego vendí bien la foto.
El sábado siguiente volví a parapetarme en la plaza Abaroa. El acontecer sabatino se repetía casi como una calca: vendedores ambulantes, malabaristas, parejas tomadas de las manos, otra pareja trotando, niños manejando bicicletas, perros vapuleándose en las jardineras, zapatistas. Esperé toda la mañana, pero ella, definitivamente, no apareció. Volví muchas veces a esa plaza en horarios similares a los de aquella mañana; o me aparecía por las noches, los fines de semana; rondaba universidades (la pelirroja, estaba seguro, debía de andar por los veinte), todo en vano. Lo que más me mortificaba era no recuperar por lo menos su retrato para publicarla en todos los diarios de la ciudad y con un texto a la medida de las circunstancias: A la señorita que estuvo en la plaza el día sábado…. a horas… por favor, recoger su fotografía en tamaño postal sin cargo alguno; o se busca alma gemela… y otros anuncios similares para personas con afinidades similares o gustos compartidos, como una novela según yo. Solo me consolaba el recuerdo de su rostro bañado por la luz solar, especialmente cuando levantó la vista hacia el ‘ojo de la cámara’.
Había pasado más de un mes de aquel encuentro y las mañanas de abril eran cada vez más frías. En la plaza seguía el mismo movimiento, aunque con menos brío ya. La caída parsimoniosa de las hojas advertía de una pausa más breve en las actividades al aire libre (advertencia inmune a los niños y a los perros). Me torturaba el hecho de no haberme acercado a ella, en primer lugar pedirle disculpas por mi atrevimiento y luego decirle: “con todo gusto recibirá usted una copia de su retrato en tamaño postal, naturalmente a colores y enseguida: eso si es tan amable en darme su dirección… que no lo tomara a mal, que la mía había sido una aproximación meramente estética, “y aunque esta mi actitud le resulte absurda, señorita, ya sabe usted: la mañana, el cielo, el sol, su cabellera, aquella pañoleta celeste enroscada a su cuello de diosa egipcia; en fin todo aquello me cautivó”. Decirle que a mí también me fascinaba esa novela, que me gustaba leerla en los parques…
Como el problema de la imagen desaparecida seguía sin solucionarse, desesperado fui al último lugar donde podría obtener una respuesta técnica: el establecimiento donde había comprado la cámara. Agité la garantía escrita mientras le gritaba al dependiente: “¡Esta es una cámara Canon de 15! pantalla LCD multiángulo de 2.7 pulgadas, con visor inteligente y video de alta definición, y, además” —volví a increparlo— “¡reconoce rostros! Entonces ¿por qué se me borró precisamente aquella imagen?”.
Asustado, el dependiente solo atinó a remitirme al gerente técnico quien, como alternativa inmediata, y para librarse de un cliente particularmente escandaloso, me pidió que le dejara la cámara por una semana para revisarla.
Entonces sucedió algo así como un pequeño milagro. El próximo jueves a media mañana el gerente técnico me llamó para decirme que después de un trabajo prolijo había logrado recuperar ese mismo momento la imagen desaparecida de la memoria de la EOS 500D.
—Le tengo buenas noticias —me recibió muy alegre el gerente mientras me devolvía el aparato. Aunque sucedió una cosa muy extraña. Como usted sabe, esta cámara capta profundidades indiscernibles para el ojo humano. En este caso sucede que la fotografía que usted busca sí fue grabada en la memoria, aunque luego fue, por así decirlo, escondida, momentáneamente. En principio pensamos que se trató de algunas partículas de polvo que se adhirieron al sensor; en realidad se debió a un cuerpo extraño, lo que trabó el selector de escenas inteligente, cuya función es precisamente evitar fotos borrosas. En cuanto al apagado de la cámara, también fue causada por el mismo cuerpo extraño, que literalmente succionó toda la energía de la batería. De todas maneras, la ‘sombra aquella’ ya fue limpiada en el laboratorio y la imagen ausente que tanto lo afligía ahora sale nítida, ¡ah! y con cuatro más de yapa. Según parece usted no quería soltar el dedo del disparador —me dijo esta vez con cierto tono entre reproche y burla—. Ya las transferimos al software Photo profesional, con lo que damos por solucionado el problema.
Emocionado, el sábado siguiente por la mañana salí rumbo a la plaza Abaroa. Pasé toda la mañana escudriñando el panorama y nada de nada. Hasta que, por fin, cerca al mediodía y cuando mi desazón y desconcierto eran sombríos apareció la empleada. Sujetaba de la correa al mismo perrito snauzer. Con toda la emoción de quien celebra el hallazgo de una moneda de oro en un callejón, me aproximé y le pregunté por la muchacha pelirroja, que por favor ya tenía su instantánea en tamaño postal para entregársela personalmente, le aclaré.
La mujer respiraba con fatiga por el trajín al que le sometía el perro, soltó la correa y recién se fijó en mí, desconfiada frente a lo que consideraba una aparición molesta e inoportuna, y me respondió con miedo y tristeza en su cara como para librarse de mí.
—Desde aquel sábado cuando se puso enferma no volvió a recuperarse. Ningún médico sabía lo que tenía. La señorita murió este jueves a media mañana. La velaron por la noche y ayer fue el entierro. ¿No lo sabe?
Llegué a mi casa completamente aturdido. Activé el software y finalmente apareció la imagen de la hermosa pelirroja, el único objetivo que me había interesado ese día, de miles de imágenes que nos ofrece el mundo todo el tiempo. El problema apareció con las cuatro restantes más que dijo el gerente, lo que me llevó a devanarme los sesos varios días y no encontraba ni explicación ni respuesta. La primera imagen correspondía a la en realidad única fotografía suya: sentada en el banco. Entonces recordé los fundamentos básicos de la geometría euclidiana. Busqué el libro con ansiedad y lo encontré. Siguiendo la idea de movimiento y secuencia temporal se comienza con lo más elemental: el punto (o el ojo de la cámara), sin dimensión. Y así sucesivamente hasta llegar a la línea o longitud: la mujer mirando directamente desde el banco hasta la cámara. Luego ella ya de pie proyectando su sombra sobre las baldosas: lo ancho; la siguiente viniendo hacia la cámara sobre esa superficie: lo profundo. Hasta aquí todo bien: tres dimensiones. Enseguida lo inquietante: la cuarta imagen: el banco vacío y donde ella ya no está más: ¿la cuarta dimensión o el hiper espacio? Leo en el mismo libro: “Un hombre encarcelado en un calabozo podría salir, sin atravesar el techo, el piso o los muros”29. ¿Acaso ella pudo salir así de la plaza y entrar a la cámara y luego aparecer otra vez sobre el banco, desvanecida? Entonces vi la última imagen que traté, inútilmente, de evitar, y se me heló la sangre: una quinta dimensión (desconocida) la mostraba ya en el centro de la plaza, con su pañoleta celeste enroscada al cuello, levitando a escasos centímetros del suelo, con la cara levantada hacia el sol, como un alma que comienza a elevarse, por fin libre, hacia la eternidad