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La muerte y después

Márcia Batista Ramos

“Sobreviviente

Todos murieron

antes que yo naciera:

La abuela Antonieta

La abuelita Negrita

El abuelo Cesáreo

La abuela Leontina

El abuelo Ignacio

Las tías

Los primos

Hoy estoy viva

¡Llena de muertos!

Algunos de mis abuelos, a sabiendas que yo les sobreviviría, me inculcaron la idea de que, lo que llamamos “muerte” no es un final, sino una transformación del relato que sostiene la identidad.

Posiblemente, ellos sabían que la muerte constituye uno de los temas cardinales de la experiencia humana. Desde los mitos cosmogónicos hasta la filosofía contemporánea, la humanidad ha intentado dar sentido a este tránsito inevitable. Sin embargo, ningún lenguaje ni sistema simbólico logró clausurar su misterio, pero todos han dejado huellas de su búsqueda.

Mis abuelos, concebían la muerte no como final, sino como una transformación. Su intuición personal me permite dialogar con diversas tradiciones filosóficas, religiosas y culturales que han entendido la muerte como tránsito, retorno o desvelamiento.

“Sobreviviente / todos murieron / antes que yo naciera (…)”, escribí alguna vez para resumir esa paradoja de estar viva y, al mismo tiempo, habitada por mis muertos. Porque, en mí, la memoria familiar se erige como un archivo de voces y silencios que me enseñaron que la muerte no extingue, sino que muta la forma de la presencia.

Ellos me hablaban de que la conciencia persiste, que no viaja a un “lugar” en el sentido físico, porque no hay un cielo arquitectónico ni un infierno de fuego literal. La conciencia, al soltarse del cuerpo, desconectase de la idea espacio tiempo y retorna a un mar más vasto: un campo de memoria compartida, donde las experiencias se mezclan como gotas en el océano. Cada gota conserva su singularidad por un tiempo, pero poco a poco se integra en la corriente mayor.

Esta noción encuentra resonancia en lo que Mircea Eliade denominó “el mito del eterno retorno”, según el cual, los acontecimientos individuales se inscriben en un ciclo cósmico que los trasciende (Eliade, 1949)[i]. Entonces, la muerte, no interrumpe la existencia, sino que reintegra al sujeto en una temporalidad mayor.

Tal vez, es cierto, que el límite de nuestro lenguaje, sea lo que limita nuestro conocimiento, por eso, hablar del post mortem es como intentar describir un horizonte que no se deja alcanzar, mismo porqué muchos conocimientos fueron velados a la humanidad.

Empero, como si fuera un secreto, mis abuelos escucharon de sus abuelos esas enseñanzas de que la muerte, al igual que la vida, es muy necesaria para el ser humano. Dentro de su complejidad, está inserida su sencillez, por eso, todos asimilan la existencia de la muerte como un paso indudable que garantiza un reencuentro a un nivel no físico.

Las enseñanzas orales de mis abuelos encuentran paralelos en múltiples tradiciones. En los Andes, se concibe la persistencia del ajayu (energía vital) más allá del cuerpo físico. En Mesoamérica, el viaje del alma hacia el Mictlán implica atravesar pruebas hasta alcanzar la depuración final. En África bantú, la muerte no es ruptura, sino tránsito hacia el estado de ancestro, donde se preserva la relación con la comunidad.

Todas estas cosmovisiones comparten una certeza: la muerte no clausura la existencia, sino que la transforma en otra modalidad de presencia.

Sin las vestes que entorpecen nuestro accionar y contradictoriamente, siendo las mismas vestiduras que nos permiten tener una experiencia en la tierra, cuando morimos “somos”, seguimos “siendo” pero sin máscaras. Completamente desnudos los sentimientos, ante nosotros mismos. Sin posibilidad de vivir una ficción, como muchos viven entre sus mentiras diarias.

Cuando uno de mis abuelos estaba en vísperas de partir le pregunté qué sentía:

  • “Lo que siento, al acercarme a ese umbral, es una vibración ambigua: fascinación y vértigo. Fascinación, porque allí se disuelven las máscaras y se libera lo que nunca pudo expresarse del todo. Vértigo, porque implica abandonar la ilusión más fuerte: la de un Yo coherente y continuo.”

Esta vivencia íntima tiene correspondencia con lo que Emmanuel Levinas describió como la alteridad radical de la muerte: no se trata solo de un fenómeno natural, sino de “la imposibilidad de posibilidad” (Levinas, 1979)[ii].

Entre sombras y luces, todos partieron. Dejaron huellas por haber estado y sido.

Después, los imaginé nadando en aguas tibias y cristalinas. Porque, tal vez, sea posible que ese mar donde las conciencia se sumergen, sea lo que muchos llamaron “alma del mundo”, “inconsciente colectivo” o “plano astral”. Palabras distintas para intentar rozar una realidad que excede todo marco lingüístico.

Nunca supe si Carl Gustav Jung, tuvo algo que ver con mis abuelos, pero, él propuso la noción de “inconsciente colectivo”, un sustrato psíquico compartido que conecta a los vivos con los muertos a través de arquetipos y símbolos universales. En este horizonte, la muerte no destruye la memoria, sino que devuelve la conciencia al ámbito de lo común (Jung, 1964)[iii].

 Así, lo que aprendí de mis abuelos, y confirmé en el diálogo con filósofos, mitos y tradiciones, es que la muerte es, al mismo tiempo, pérdida y continuidad, ausencia y presencia. No es un final absoluto, sino el comienzo de una forma distinta de permanencia.

Lo que se oculta tras la muerte, es que quizá, la conciencia nunca fue individual, sino apenas un reflejo temporal de esa totalidad. Lo sabré  a ciencia cierta, cuando vaya a abrazar a los míos, a esos que tenían mucha prisa y se fueron antes.


[i]Eliade, M. (1949). El mito del eterno retorno.

[ii] Levinas, E. (1979). Ética e infinito.

[iii] Jung, C. G. (1964). El hombre y sus símbolos.

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