Estamos rodeados por la desesperación en múltiples momentos, ya sea para conseguir los medios de subsistencia o encumbrarnos en la arrogancia del poder circunstancial para aprovecharnos de los demás. Sin embargo, de todos los daños morales que podamos imaginar, el peor es la destrucción de la confianza.
Diferentes situaciones describen el estado fatal en que se encuentran la política, educación y cultura. A esto, los medios de comunicación agregan diferentes conclusiones siniestras para detectar a los supuestos “culpables”, destacándolos con letras mayúsculas, pues la lógica de víctimas y victimarios es una especie de patrón regular en el torbellino de angustias con el que suele alimentarse nuestra sociedad.
De cualquier manera, nadie se atreve a decir que todos estamos involucrados en causar múltiples daños morales. Éstos se generan al estar acostumbrados a desencadenar la mentira como una norma de la vida cotidiana. Decir una cosa y hacer otra totalmente diferente, así como engañar, manipular y tergiversar, genera el daño moral que liquida los soportes más profundos de la confianza en una sociedad.
Los daños morales son infligidos a los sentimientos y a la dignidad de las personas, afectando su salud psicológica. Con distintos tipos de mentiras y promesas incumplidas, se reproducen la zozobra, el miedo y la inseguridad que perturba a las personas en lo psíquico-subjetivo. Los daños morales no sólo lesionan los bienes morales, sino también los derechos, afectando el núcleo más íntimo de la persona humana que es su patrimonio de valores.
Más allá de lo que cada uno entienda qué significa la moral y ética, la mentira sirve para distorsionar, confundir con mala intención y fingir lo que no somos, desarrollando estrategias de infidencia, con la finalidad de eliminar a quienes consideramos competidores o aprovecharnos de la buena fe de los demás.
Por esto me agrada el escritor portugués José Saramago cuando dice que los seres humanos son “universalmente conocidos como los únicos animales capaces de mentir”, inclusive a costa de tirar a la basura esfuerzos, valores, afectos y tranquilidad del espíritu. Las mentiras nos empequeñecen y desatan la ira al reconocernos como seres creados para el engaño.
Los mentirosos deforman la realidad; a veces son respetados y hasta convertidos en líderes ilustres, pero no se dan cuenta que al infligir el daño moral en la sociedad, ésta va perdiendo las condiciones de reproducción de la confianza como cemento para impulsar las instituciones y el progreso que requiere de diferentes compromisos.
Los grandes perdedores del daño moral son el lenguaje y la educación. Nuestras palabras quedan inermes y vacías de significado cuando todo lo que decimos está derretido por la instrumentalización de la farsa. Claro, estamos acostumbrados a decir siempre una cosa pero hacer en secreto algo totalmente diferente, conviviendo con la hipocresía.
Es por esto que nuestro lenguaje muere cada día para arrinconarnos en la soledad. No poder expresarnos con los significados necesarios por falta de credibilidad es caer lentamente en un autismo cultural y espiritual del cual es doloroso salir.
El segundo perdedor es la educación, donde los niños y jóvenes van formándose sobre la base de verdades a medias, pues hoy día ya nadie enseña las virtudes del deber, sino que se ensalza todo lo contrario: el “post-deber” y su arma de doble filo: “todo vale”. Aquí se trata de luchar por la búsqueda de un equilibrio en la temperatura moral; es decir, la realización de esfuerzos para revalorizar las palabras, los significados, los compromisos y el impulso hacia un estado de cosas donde el mérito y el trabajo se paguen con justicia; donde la desigualdad de ingresos y oportunidades sea combatida, reposicionando la confianza como una riqueza subjetiva que favorece la cohesión social.
Necesitamos reconstruir nuestro lenguaje, cumplir lo que decimos y apreciar los valores fuertes como la sinceridad, esforzándonos por reparar los daños morales que cometemos a diario, desde una verdadera educación liberadora donde se recupere el amor por la honra de una conducta que sea fiel a lo que pregona.
Franco Gamboa Rocabado es sociólogo.