Desde hace unos ocho años escribo un diario, que ni es tan diario porque no tengo la disciplina o el tiempo suficientes para escribirlo diariamente. Lo escribo unas tres veces a la semana. Pero aquel hábito, hasta el día de hoy, me ha dado muchas satisfacciones emocionales, psicológicas e intelectuales. Lo inicié con el objetivo un poco vanidoso de que mis sucesores familiares —si los tengo— sepan algo de este escribidor rebelde, soñador y algo ingenuo. Pienso que la historia de una sociedad —incluso la de una familia— es tan compleja y está hecha de tantísimas hebras, a veces invisibles o solapadas, que no puede ser develada solo través de los documentos públicos u oficiales, sino también por las confesiones en algún tiempo íntimas de un espíritu solitario o irreverente, como me considero yo. Entonces, quizás mis páginas podrían en algún momento ser de algún interés para algún indagador del pasado de mi sociedad o mi tiempo.
Una vez leí en una biografía de Leonardo da Vinci escrita por Walter Isaacson que el genio del Renacimiento vivía tomando notas rápidas de todo: la naturaleza, su día a día, sus emociones y sus impulsos intelectuales… Al final del libro, Isaacson aconseja al lector procurar tomar notas en papel, pues, pregunta el biógrafo, ¿qué les sucederá a nuestras efímeras publicaciones en redes sociales de aquí a unos años? ¿La posteridad sabrá lo que dijimos o pensamos? ¿La modernidad líquida (Z. Bauman) respetará nuestros pensamientos plasmados en las pantallas luminosas? «Quinientos años después, los cuadernos de Leonardo nos sorprenden e inspiran. Dentro de cincuenta años, nuestras propias libretas, si cumplimos el objetivo de comenzar a escribir en ellas, estarán a mano para asombro e inspiración de nuestros nietos, a diferencia de nuestros tuits y comentarios en Facebook», reflexiona Isaacson. Hace un tiempo, cuando hacía una investigación historiográfica en Córdoba (Argentina), una archivista me hizo pensar cuando me planteó la cuestión de si en el futuro podremos recobrar los mensajes de WhatsApp o los correos electrónicos que intercambian las personas, como podemos hoy recobrar las cartas personales que la humanidad se enviaba en papel hasta hace solo unos veinte o treinta años…
Un diario, además, es una gimnasia mental constante que va mucho más allá del ejercicio de la escritura para publicar, como un libro o un artículo. Puede servir a un adolescente que pasa por esos mares procelosos del cambio hormonal, como a un anciano que lucha contra la amnesia o, simplemente, el tedio de la vida. El diario es una introspección, un balance de lo realizado y lo sentido en la vida cotidiana y también en el pasado. Las impresiones más irracionales dejan su rastro en él, así como las memorias más razonadas y coherentes de lo acaecido en la vida propia. El diario, así, puede ser el soporte literario más creativo, el más desaforado, el menos púdico y, al mismo tiempo, el más razonado: el más exuberante de todos los que inventó el ser humano. Varios cientos de artistas y científicos célebres se dedicaron a escribir uno, y yo pienso que esa no es una coincidencia. Las mentes creativas sienten la necesidad de plasmar su día a día en cientos de hojas que tal vez sirvan mañana para realizar algo importante, como una autobiografía o unas memorias, o sean sencillamente devoradas por el huracán del olvido.
Lo peor que puede suceder al emprender esta manía escritural es que el espacio de la casa se vaya reduciendo. Yo, por ejemplo, tengo ya como nueve o diez cuadernos gruesos llenos, los cuales ya ocupan un espacio relativamente considerable en el estudio. ¿Cuánto espacio más habré ocupado con mis intimidades escritas de aquí a unos veinte o treinta años —si es que, obviamente, sigo vivo para entonces—? De todas maneras, lo seguiré haciendo. Porque escribir es, como decía Flaubert, una manera de vivir. Nosotros, los escritores, no podemos dejar de teclear, de pensar la palabra justa, el adjetivo preciso, la idea más brillante (o la menos estúpida). Este mundo de locos, acelerado cada vez más, precisa un tiempo de intimidad entre mi yo más íntimo y las palabras que se plasman para siempre.
Hay ejemplos de diarios —como el de Ana Frank, el de Papini o las Conversaciones con Goethe de Johann Peter Eckermann— que se convirtieron en joyas para la posteridad. Yo no quiero ni puedo compararme con Eckermann, pero, si no quedan en el olvido o el fuego, probablemente mis intimidades sirvan a algún investigador del mañana, o tal vez simplemente sean comidilla para mis hijos o nietos, lo cual ya sería un logro para mí.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario