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La lealtad que sustenta a la impunidad

El 29 del pasado mes de enero, cuando el expresidente de mayor permanencia en la conducción del Estado rescató y alabó a su más inmediato colaborador y acompañante, su vice durante 14 años, por lo que considera su máxima virtud, su lealtad hacia el jefe, resumió con ese juicio los reales límites y posibilidades de lo que ha sido para la conducción del MAS el “proceso de cambio” o la “revolución cultural democrática”.

Sin quererlo y tal vez sin saberlo, pero, en todo caso, sin que le interese, Morales Ayma calcaba con sus palabras la médula del ideario político propuesto por Hugo Banzer cuando postuló que “vale más un gramo de lealtad que una tonelada de inteligencia”. 

La lealtad, considerada como respeto y fidelidad, puede canalizarse hacia principios, a compromisos establecidos o hacia alguien. En cualquier caso, se trata de un valor de alta estima social y, en una versión muy particular y definida, de los profesionales políticos. Para estos, el significado vital del término lealtad radica esencialmente, y de manera casi exclusiva, en el espacio personal: el de la certeza de quien manda que no será desobedecido o cuestionado por el que obedece; es decir, el equivalente de la consigna de “subordinación y constancia” en lenguaje militar.

La vida enseña que la práctica política y particularmente el ejercicio del poder introducen tensiones, a cada paso, entre la lealtad con los principios con la de las personas. Frente a esa elección, Morales no tiene duda o vacilación alguna y proclama sin complejos lo que fue la regla central de su régimen, que es la de subordinación irrestricta a su persona.

Su propia interpretación de la frase “mandar obedeciendo” significa licencia para ordenar a los subalternos, subordinándose, siempre, al superior jerárquico. La lealtad se impone y sustituye, casi en todos los casos, al cumplimiento de la ley.

Quien, imitando a su vice, cumplía con esa norma de oro y defendía por encima de cualquier otra cosa al conductor, tenía el compromiso de que la máxima autoridad le otorgaría una porción de poder equivalente a su fidelidad y lo defendería en circunstancias adversas, inclusive si existe de por medio el quebrantamiento de la ley y de los principios.

Como una auténtica y arraigada tradición, esta manera de elegir por la lealtad a tal o cual dirigente domina la escena de las florecientes contradicciones en el seno del MAS. Las diferencias referidas al cumplimiento de estrategias, programas, objetivos o principios está casi completamente anulada en ese campo de lucha.

Los bloques que empiezan a mostrar las pugnas, agudizadas por la rebelión de la base social y electoral que los sustenta a todos, se identifican con los apellidos o nombres de los dirigentes y no tienen ni buscan equivalentes ideológicos de naturaleza alguna, exhibiendo una cualidad prácticamente perfecta de caudillismo desatado.

La consecuencia de la primacía de la lealtad personal por encima de cualquier otra, es que nubla, con el riesgo inclusive de anular, la capacidad de distinguir y enfrentar los problemas de una sociedad. Si las divisiones políticas que copan los espacios gubernamentales se transmiten a lo social, el aturdimiento político se generaliza. Si, por el contrario, y como ahora nos está pasando, los problemas y cuestiones que plantea el poder no sintonizan con los sentimientos y necesidades ciudadanas, la brecha entre Estado y Sociedad se ensancha sin tregua, haciendo que el poder estatal sea una traba para solucionar los problemas comunes.

Esto se ve nítidamente en cuestiones como la reforma judicial. Un cambio tan impostergable y urgente no puede darse con una situación de Constitución “en suspenso”, como es la que ocasionaron los anteriores miembros del Tribunal Constitucional con su sentencia de 2017 que anula la soberanía popular y reforma ilícitamente la CPE. Los actuales miembros defienden tal aberración haciéndola insostenible.

El primer paso para iniciar el esfuerzo de cambiar una justicia, sometida y manejada a los criminales, es la renuncia de los miembros del TCP y la anulación del fallo que ha convertido a los guardianes de la CPE en sus verdugos. Este sencillo e indispensable avance que simboliza la liberación de ataduras políticas para diseñar, con el mínimo de confianza,  y efectuar la reforma se encuentra bloqueado por la red de lealtades tóxicas entre actores políticos que se protegen mutuamente para asegurar el triunfo de la impunidad.

Roger Cortez Hurtado es director del Instituto Alternativo.

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