Estos son tiempos oscuros. En el ámbito intelectual, el panorama es desértico: la mayoría de las voces que otrora eran más o menos lúcidas, ahora están atrapadas en debates falsos o malintencionados. Es deprimente percibir cuán dependiente es el mundo de las ideas del pulso de la política.
Por su parte, el campo político es decadente. Desde las mayores autoridades hasta los más pequeños dirigentes son lamentables. Escucharlos es tan aburrido como ver una telenovela mexicana de los noventa: previsibles, poco imaginativos, los buenos contra los malos, ley del menor esfuerzo y mayor provecho.
En ese escenario taciturno, me pregunto qué pasó con la izquierda nacional, aquella que brilló décadas atrás por su capacidad de movilización, de innovación, de creatividad, de compromiso, de visión. ¿Dónde se fue?
Seguramente hay muchas respuestas. Por mi parte me pregunto qué hizo el poder con la izquierda -y no la izquierda en el poder, que amerita otra reflexión-. Tengo la impresión que el paso por el Estado, más allá de los innegables logros y avances, la dejó pulverizada.
Primero, se instaló lo que llamaría una izquierda oficial o estatal que demostró en los hechos que puede ser tan déspota, mentirosa, corrupta, abusiva y en el límite antidemocrática como la derecha. En muchos puntos los mayores representantes de la izquierda estatal se parecen demasiado a la derecha estatal; es difícil encontrar diferencias.
Por otro lado, la izquierda oficial eliminó la diversidad y se esforzó en que exista una voz, una sola manera de ser de izquierda, la que ellos definieron como la correcta, legítima, suficiente. El que no está de acuerdo con su línea “le hace el juego a la derecha” y es un traidor. Se ha instalado un nuevo pensamiento único cortesano que no tolera la disidencia, el diferente, ni la voz propia.
La izquierda oficial es la de los privilegios. Le gustó tanto el poder que ya no quiere soltarlo. El proyecto -llámese “proceso de cambio”- está sometido a la sed de administrar el Estado y sus tentáculos (periódicos, canales, empresas). Comprendo, es difícil dejar el buen salario, la visibilidad, el mando en alguna institución, el respeto de cierto público, los viajes, las embajadas, las recepciones oficiales, las alfombras rojas y tantos réditos que deja ser de izquierda hoy.
La izquierda estatal inventa la historia como le da la gana, miente, construye datos falsos, borra los verdaderos, crea relatos increíbles y los impone. Hace una historia a modo, como si fuera cuestión de transformar una fotografía con Photoshop, eliminando episodios y destacando otros. Otra vez, quien no esté de acuerdo es golpista o racista.
Ya lo he dicho previamente: hoy lo correcto es ser de izquierda -oficial-, porque significa ser parte del esquema del poder. Este es el momento estratégico para ser de izquierda, no en los setenta cuando había que dar la vida para recuperar la democracia; no en los ochenta y noventa, cuando había que luchar contra el neoliberalismo y arriesgarlo todo.
Por eso entiendo a quienes hoy se montan en el proyecto de la izquierda estatal dominante. Aquellos que en su momento apoyaron la consolidación del proyecto neoliberal, los que consideraban a Eduardo Galeano un romántico atornillado en los setenta, los que escuchaban y repetían encantados las ideas gonistas o tutistas, hoy entonan el coro de “patria o muerte”. Los comprendo, están eternamente en la trinchera de los vencedores, en la trinchera del poder que ahora en algún lugar lleva la palabra socialismo.
A menudo extraño aquellos lejanos años, esa izquierda “incómoda” que construía el futuro desde las calles, no desde los escritorios burocráticos. El poder destrozó la izquierda. Triste destino para una apuesta tan vital.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM.