La oposición venezolana está conformada por al menos 11 partidos políticos y un abanico casi infinito de personalidades encendidas, las más prominentes de ellas, en el exilio. Cuenta con un respaldo estable, y a momentos incondicional, de un caudal de la población que oscila entre el 37 (2006) y 56% (2015) de los votantes, según las circunstancias en las que tuvo opción de emerger electoralmente. Su mayor debilidad es su tozuda incomprensión del chavismo, el fenómeno político que la echó del poder en todos los años que van de este siglo.
La oposición venezolana carece de cohesión ideológica. En sus filas se agrupan social demócratas, ultraconservadores, demócrata cristianos y anticomunistas rabiosos. Por la vía del repudio, los unía Chávez y ahora lo hace Maduro. Sin bien en estas dos décadas de sequía ya ganó sus primeras elecciones, las legislativas de 2015, conquistando 112 de los 167 escaños disponibles, no ha podido, cuatro años más tarde, convertir ese triunfo en una acción ininterrumpida de recuperación del poder central.
Ni la escasez de alimentos o medicinas ni la simpatía que fue cosechando por el mundo, bastaron aún para provocar el desmoronamiento del régimen. Uno a uno, los líderes opositores venezolanos fueron derribados, ya sea por la violencia o la astucia gubernamental o el despiadado serrucho de sus propios compañeros de lucha. Vivimos el auge y la caída de Rosales, luego de Capriles, después de López y ahora del ingeniero Juan Guaidó.
El más superficial de los análisis del discurso de la oposición en Venezuela concluiría de inmediato en que aunque ya han cumplido con todos los requisitos para derribar a Nicolás Maduro, siempre les falta lo mismo: que el chavismo se fracture, que los militares se amotinen, que el muro contra el que se vienen estrellando desde hace 20 años muestre, al menos, una inicial rajadura.
Sin embargo, esto no siempre fue así. En 2013, Henrique Capriles estuvo a sólo 200 mil votos de ganarle al chavismo en las urnas. Con Chávez ya enterrado, el exgobernador de Miranda tuvo la controvertida idea de reivindicar a Bolívar para disputarle al prolongado gobierno aquel monopolio de la justicia social que antes le regalaban.
Por primera vez, tras dos elecciones fallidas, la oposición se arriesgaba a hablarle al venezolano de los cerros de Caracas y estuvo a punto de convocarlo a plenitud.
En 2015, eufórica con su triunfo, con dos tercios del Congreso en sus manos, a la oposición venezolana le brotó aquel viejo reflejo de la dominación vengadora, es decir, el ansia de aniquilar al adversario. Los años que siguieron, 2016, 2017 y 2018, fueron una calesita de torpezas, desplantes y enconos internos. En algún momento pasaron de sus 112 curules a solo 64. Nunca tantas personas se habían mostrado tan incompetentes.
Esos resbalones tonificaron la voz de los exiliados, de los residentes venezolanos en Miami, de los amigos selectos del secretario general de la OEA. El triunfo de Trump en los Estados Unidos, justo en ese mismo periodo, puso las pulsiones aún más efervescentes. Nació entonces el anhelo por el triunfo total, el desembarco de tropas extranjeras y la ansiada imagen de Maduro esposado, vestido en mameluco naranja, como el panameño Manuel Noriega hace 30 años.
Pues resulta que ahora, una oposición de esas características ha conseguido arrastrar a una parte sobresaliente de la comunidad internacional a la ejecución de un plan desquiciado. Consiste en que el 23 de febrero, caravanas cargadas de ayuda humanitaria, intentarán atravesar las fronteras de Venezuela, con el fin de despertar simpatía popular, pero sobre todo, de rebasar al ejército.
Si todo lo que piensan funciona según plan, el régimen debería sufrir una implosión. La oposición imagina camiones imitando el avance de las tropas aliadas en Francia tras el desembarco de 1940.
No, así no es. Una democracia sólo puede reinstalarse en serio cuando el destino del país empieza y termina en manos de la gente. Ninguna dictadura se desploma por presiones internacionales, ninguna se disuelve con cañonazos diplomáticos o bombardeos selectivos, transformada en mártir del imperialismo.
No sabemos si los días de Maduro están contados y si la cuenta tiene uno, dos o tres dígitos. Lo que sí queda claro es que al finalizar el compás, la democracia venezolana puede haber perdido todo el brillo que tuvo antes del Caracazo o en los primeros años de Chávez en el gobierno.
Rafael Archondo es periodista