Carlos Battaglini
La escena es la siguiente. He llegado a España hace unos pocos días proveniente de Papúa Nueva Guinea. Estoy sentado con una amiga en una cómoda silla de mimbre de un restaurante con vistas al mar. Llega el maître, saluda, bromea, le envía saludos a la familia, y de paso me pregunta que donde estoy ahora. “Ahora vive en Papúa Nueva Guinea”, le dice mi amiga. El maître da un paso para atrás, me mira con los ojos un tanto desorbitados y pregunta, “¿y cómo es aquello?”.
Yo hago un ruido con la nariz (una cierta expiración con tropezones) abro la boca y digo, “la verdad que aquello es bastante interesante”. Vuelvo a abrir la boca para contar un poco de esta isla del Pacífico, “bueno, en realidad”, sigo diciendo, pero el maître de repente me interrumpe (palabras sobre palabras) para decir, “yo estuve hace unos años en Camboya. Aquello era la leche”.
Yo afirmo pero durante unos seis segundos permanezco con la boca abierta con la idea de continuar, pero la vuelvo a cerrar ante el ciclón verbal del maître que ya no hay quien le pare. Gesticulando con las manos como si portase aspas enloquecidas, cuenta sus escapadas a Vietnam, sus buceos en los corales de Sri Lanka y más adelante revela así como el que no quiere la cosa, que también “pinta, en la intimidad”.
Yo vuelvo a asentir, mi amiga también asiente. La verdad es que tenemos hambre. La verdad es que nos gustaría cenar. Pero el maître nos habla ahora de su aventura en Laos, “hay un bosque ahí que no veas, niño”.
Sólo unos diez minutos después, el maître termina su alocución y ya no vuelve haber rastro de PNG en la conversación, si es que acaso lo hubo alguna vez. Acabamos cenando un pulpo muy rico.
Otro día. Mi amiga y yo hemos quedado en un restaurante de Madrid con una librera para hablar de literatura. Llevamos unas semanas intercambiándonos e-mails. Nos proponemos tal vez hacer algo juntos. En uno de los correos electrónicos le cuento que vivo en PNG, y ella responde con un “guau” y con un, “ya me contarás”.
Llega el día de la quedada en un restaurante del barrio de La Latina. La librera aparece bella, vigorosa. Después de las presentaciones de rigor, me dice, “no puedo creer que vivas en PNG, ¿y cómo es aquello?”. Mi amiga mira para otro lado. Yo junto mi trasero al respaldo de la silla, levanto el mentón y abro la boca para decir, “la capital Port Moresby puede ser peligrosa pero el interior es muy bonito, aún hay mucha gente viviendo en tribus”. La librera asiente dos veces, rasca con una uña muy afilada el mantel rojo de papel y a los pocos segundos dice, “bueno, ¿qué pedimos de entrante?” Mi amiga se ríe.
Un día de sol, quedo con mucha gente alrededor de una mesa ovalada. Hace tiempo que no veo a muchos de ellos. Todo el mundo habla alto, muy alto. En medio del ruido, uno pelirrojo me pregunta por Papúa Nueva Guinea, “joder tío, ¿y cómo es la tribu esa? ¿eso está en África no?”. Abro la boca para aclarar, pero se adelanta el camarero para decir, “no hombre no, Papúa Nueva Guinea es un país, está en el Océano Pacifico, muy cerca de Australia“.
“La vida allí, -continua el camarero sosteniendo una botella de vino blanco- no es fácil. Aún hay muchos casos de canibalismo y si no te descuidas, te pueden comer un brazo, por no decir otra cosa”. “¿Pero tú has estado en Papúa alguna vez?”, le pregunta el pelirrojo. “No, pero da igual, es así”. “Hay ya pocos casos de canibalismo”, iba a decir yo, pero de pronto la conversación ha girado por otros derroteros relacionados con Messi y una molestia en el tobillo de Cristiano Ronaldo.
Antes de volver a Papúa Nueva Guinea, he quedado con un amigo escultor en una cafetería. Mi amigo escultor dejó su trabajo en un despacho de abogados hace unos años y se entregó a su pasión: la escultura de bustos. Después de unos años de apuros económicos, empezó, por fin, a vender. Ahora le va bien. “¿Y tú por esos mundos, tío?”, me dice en medio de una conversa que ha girado principalmente alrededor de la escultura y sus últimas exposiciones.
“Bien tío”, respondo, “viviendo muchas experiencias”.
Mi amigo escultor afirma y dice, “guay”. “Mira –continua-, aquí te dejo una entrada de mi próxima exposición, díselo a toda la peña que puedas”. “Claro, hombre”, digo y seguimos hablando de sus esculturas.
Un rato después, salgo de la cafetería y me encuentro en medio de una calle llena de gente a la que debería de reconocer, pero en realidad no me reconozco ni a mí mismo…
A los pocos días, me dirijo al aeropuerto para subirme al avión. En unos días aterrizaré en Port Moresby. “Suerte por esos pueblos de África”, me dice un conocido que me encuentro en el aeropuerto. “Gracias”, respondo mientras me embarco en un avión rumbo al Pacífico. Por la ventanilla observo un día claro, unas nubes esponjosas y cómplices que parecen envolverme en un abrazo de comprensión. “Gracias por estar ahí”, les respondo, “muchas gracias”.
Y ahora te toca a ti lector, ¿te resultan familiares estas situaciones? Seguro que sí, ¡cuéntalas!