-cuento corto-
Guillermo Almada
Hacía frío esa noche, quizás más que en pleno invierno, aunque aún faltaban cinco días para su inicio.
Ella caminaba bien cerca de las paredes, y por momentos parecía acariciarlas, como si quisiera percibir sensaciones conocidas, con el tacto.
No llamaba la atención su gabardina de cuello levantado, como la desnudez de sus pies sobre la acera húmeda.
Mi amigo Balt-Hazar-El-Samid, gran caminador de la noche, y observador minucioso de la nocturnidad del barrio, la seguía con enorme cautela de no ser descubierto. En la esquina de Constitución y la cortada San Carlos pareció detenerse, como se detienen los exploradores buscando un punto de referencia que los oriente. Una Cruz del Sur, una Estrella del Norte. El árabe, entendió que ese podría ser un buen momento para acercarse y establecer contacto. Y lo hizo ¿Está usted bien? Le preguntó ¿Puedo hacer algo por usted? Ella simplemente se sumió en el silencio y lo miró fijo a los ojos. Tenía una mirada muy profunda y desafiante.
-Tengo recuerdos de esta calle –le dijo, melancólica. -Como si hubiera estado aquí hace muchos años…
El árabe, sonriente, escrutó el rostro de la joven buscando esas marcas que el tiempo siempre deja, de manera sutil, como una firma de agua que solamente a los ojos avezados puede manifestarse. “Usted es muy joven”, replicó Balt-Hazar ¿Qué edad tiene?
La muchacha no respondía preguntas. Antes bien, repreguntaba ¿Usted, vive por acá?
No exactamente, pero soy del barrio, respondió mi amigo ¿Y usted, de dónde viene?
-Tengo recuerdos de un siglo pretérito, en donde, entre sentimientos encontrados, tal vez haya cometido el suicidio de olvidarme ¿No lo ve usted así, señor?
Después de esa respuesta, Balt-Hazar, en su total perplejidad, pensó que se encontraba ante una mujer que sacaba de quicio a todas las convenciones. Aún así, su curiosidad pudo más, y persuadido por un presentimiento de dúctil conquistador, avanzó dispuesto a no dejar caer el diálogo
-No se ve usted como una mujer anciana, ni tan vieja.
-Tampoco usted se ve todo lo joven que seguramente es, señor. Y es que la vida muchas veces nos transfigura ¿No le parece? ¿Me invita a tomar un café? –Se atrevió ella – ¡tengo frio! Aclaró.
Es muy posible que entre ambos haya existido un impacto de atracción casi esotérica. Un halo de romántico misterio que produjo el mismo efecto magnético que la aguja de la brújula. Solo que, en esta oportunidad, el norte, quedaba a gusto del consumidor, la aguja era una mujer misteriosa en medio de la noche, y mi amigo, un navegante al garete.
Caminaron los dos hasta la terminal de ómnibus, uno al lado del otro, en medio de una espesa bruma y en un silencio tan profundo que podía escucharse la charla de los otros transeúntes, que se acercaban por la vereda, y de vez en cuando alguno soltaba, como al descuido “¡Esto parece Londres!”. El árabe, fiel al barrio pensaba “Ya quisiera Londres ser como Echesortu, tener sus calles, tener su gente”.
En el primer bar que vieron abierto se sentaron a tomar café, inmersos en un mutismo que causaba estupor. Sin embargo, se miraban. Ambos se miraban. Como estudiándose, se recorrían minuciosos con los ojos, se escudriñaban. Así Balt-Hazar pudo darse cuenta que no había más ropa que la gabardina, y por eso atinó a preguntar –Si está cansada podemos irnos a un hotel. Por acá hay muchos…
-Cuénteme algo de usted, señor –replicó la muchacha –se lo ve muy solitario.
“La soledad no me apabulla. La elijo para proporcionarme cierto alivio de lo urbano. En general mis amigos y yo coincidimos en las tardes. Del mediodía a la cena. A veces cometemos el exceso de juntarnos por la noche, cuando las almas puras ya están durmiendo, y evitan así que el pensamiento libidinoso se les trepe por todo el cuerpo hasta desnudarlos en la cama de algún amante ocasional y clandestino ¡Y lo bien que hacen! Conozco esos síntomas y no garantizan felicidad, créame” Esa fue la respuesta de El-Samid, que inmediatamente pagó la cuenta del café y le compró un chocolate. “Busquemos una habitación confortable para que no se enferme”, agregó, y salieron juntos. Balt-Hazar intentó entrelazarse a la frágil cintura de la mujer, pero ella, con la gracia de una bailarina clásica esquivó el lance.
Caminaron hasta la calle Crespo y San Luis. El árabe rentó una habitación, por una noche, en el hotel Allegro. La joven entró y se sentó a los pies de la cama, sin pronunciar una sola palabra, con la vista perdida, mirando un punto fijo en el espacio. Tal vez ensimismada en algún recuerdo.
Cuando Balt-Hazar movió una silla para sentarse en frente de ella, la bella mujer levantó la vista y comentó, como reflexionando en voz alta, “Pienso en los atlantes, cuando comprendieron que su tierra se hundía, y los imagino suicidándose para acortar la angustia y adelantar el dolor de lo inevitable”
El árabe sintió esas palabras como dardos en el corazón, como un presagio oscuro. Sabía, o se dio cuenta, que era una elipsis del presente que debía atravesar de manera inexorable. Pensó por un momento que podía ser el ángel de la muerte. Le tomó las manos y se las besó, sabiendo que navegaba en el mar de las contradicciones, pero, había una fuerza adentro de él, que le impedía retroceder o detenerse. Cuando intentó soltar el cinturón que le ceñía la gabardina al talle, ella le quitó la mano y se lo soltó por su cuenta, de espaldas a él. Entonces Balt-Hazar se desvistió en silencio y se metió en la cama. La muchacha hizo lo propio, luego lo acarició y lo besó. Él la besó, también. Entera. Ni un centímetro de ella quedó sin sus besos y ni un beso de él quedó afuera de ese cuerpo. Mientras la amaba la miraba fijo a los ojos, consciente de que lo que verdaderamente estaba mirando era su alma. Por un segundo sintió que era el Aleph, al momento siguiente, y sin motivos, tuvo deseos de llorar y nada lo detuvo. Lloraron juntos. Ella, casi en un murmullo, le susurró “Necesito que te voltees”, y él, obediente, lo hizo. Estaba, entonces, como el Cristo, de espaldas en la cama, con los brazos abiertos, y ella a horcajadas, cuando en un espasmo tiró la cabeza hacia atrás y soltando un gemido ahogado desplegó sus alas.
Mi amigo, enmudecido, absorto, la miraba. No era una transformación.
Solo llegamos al frenesí una vez en la vida, explicó ella, y a partir de ese momento comenzamos a volar. Es una característica de las mujeres aladas. Luego se acurrucó a su lado y cubriéndolo con sus alas, lo abrazó tiernamente. Así durmieron. A la mañana siguiente, cuando despertó, no había ni rastros de la mujer alada.
Balt-Hazar se tardó diecisiete años en contarme esta historia. Y lo hizo hoy, porque asegura haberla visto, anoche, rondando la terminal. –