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La estéril nueva política: polarización, identidad y fragmentación

Guillermo del Valle

Uno de los artefactos políticos más significativos de la última década fue el surgimiento de Podemos. Tras las movilizaciones populares del 15-M, un grupo de profesores de la UCM propiciaron la creación de un nuevo partido político que pretendía recoger el descontento social surgido al calor de la Gran Recesión de 2008 y el clima de desconfianza reinante hacia las instituciones y sus representantes.

Los profesores Andrés de Francisco y Francisco Herreros han analizado de la forma más certera uno de los fenómenos más importantes de la política española en las últimas décadas, en su libro Podemos. Izquierda y nueva política1que retrata con precisión el trasfondo de un partido que pudo devenir hegemónico en la izquierda y transformar la política española, y que, lejos de cumplir tan elevados fines, sí consiguió inocular algunos de los virus que hoy aquejan las estructuras políticas de nuestro país. Entre ellos, destaca su falta de respeto a los procedimientos e instituciones de corte republicano, una aparente paradoja para un partido cuyos representantes han manoseado hasta la extenuación la palabra república, como otras tantas convertidas en significantes vaciados de significado político reconocible. Ese desdén se ve reflejado en la estrategia populista polarizadora y en los fundamentos schmittianos2 de la política, con el eje «amigo-enemigo» a la cabeza y unos modos de hacer política emancipados de esa tradición republicana, deliberativa y participativa, defensora de la virtud pública y de la importancia de la ley común y las instituciones como garantías frente a la arbitrariedad y el despotismo. Así, la política promovida por Podemos se caracteriza por aspectos igualmente propios de las pujantes formaciones de derecha radical e identitaria: como recuerdan los profesores De Francisco y Herreros, «una cultura de facción, con partidismo negativo, cargado de hostilidad, pensamiento dicotómico y de grupo, y una fuerte polarización afectiva».

La tradición republicana, por su parte, otorgaba una preeminencia a los procedimientos deliberativos como la mejor fórmula de canalizar los antagonismos inevitables en una sociedad capitalista, donde las clases sociales, aun con sus modulaciones históricas, siguen generando disensos políticos, así como desigualdades sociales y económicas que no se pueden obviar cuando se analizan la polarización y el conflicto social.

La deliberación colectiva desembocaba, para el enfoque republicano-democrático, en una ley común que se convertía en la verdadera garantía de los más pobres. La ley, para la cultura política republicana, es la voz de los sin voz: la limitación más efectiva a la arbitrariedad de los poderosos. Uno de los rasgos distintivos del neopopulismo respecto a la tradición republicana ha sido ese desdén hacia las instituciones del Estado de Derecho y hacia el imperio de la ley, como si de rémoras de un tiempo burgués pasado se tratasen, meros reductos formales que estorbaban en la «toma del cielo por asalto»eslogan que acuñó el propio Pablo Iglesias.

Especialmente característico de esta predisposición schmittiana ha sido la actitud en relación con el así denominado «régimen del 78»y con la cuestión territorial: se ha alimentado el conflicto con una posición no exenta de adanismo. La Transición no sería otra cosa que un acuerdo entre élites, una operación de maquillaje de la dictadura y, por tanto, el blanco fácil de las impugnaciones populistas. La unidad de España, a su vez, constituiría un síntoma reaccionario y de continuidad entre el régimen franquista y un espejismo democrático. En términos populistas, los enemigos de mis enemigos son mis amigos, de tal forma que partidos políticos tan de derechas como el PNV, o de extrema derecha como Junts, se convertirían en aliados imprescindibles de una nueva «mayoría plurinacional y democrática».Por el camino, se han «cabalgado contradicciones» hasta la extenuación. La confederalización del Estado presuntamente democratizaba una España aquejada de un virus franquista de origen, aunque la consecuencia real ha sido la proliferación de etnonacionalismos racistas y xenófobos que establecen barreras identitarias entre ciudadanos, promocionan una verdadera secesión fiscal y económica de los ricos y debilitan al Estado como garante de las políticas redistributivas y de la igualdad entre españoles.

Si uno tuviera que dar por bueno el diagnóstico populista impugnador de la Transición, encontraría una explicación sencilla a los males que asolan  España, desde la desindustrialización a la falta de productividad, pasando por unos cronificados bajos salarios, la inserción periférica en una Unión Europea incapaz de establecer una unión fiscal y presupuestaria que reequilibre la correlación de fuerzas en favor de los países del sur, o la debilidad de un modelo territorial centrífugo y competitivo entre las partes, desleales con el todo. Serían todos ellos problemas achacables a la Constitución Española de 1978. Descontando el último, sin duda un lastre que tiene buena parte de su origen en el modelo territorial abierto que prevé el título VIII de la propia Constitución Española, germen de su posterior vaciamiento y centrifugación confederal, los demás problemas estructurales de España poco tienen que ver con aquel período histórico —encontramos sus causas en las décadas posteriores, en los años 80 y 90 del siglo pasado, una vez conclusa la Transición— no exento de tensiones, violencia y conflicto, pero principalmente caracterizado por la cristalización de la meritoria política de reconciliación nacional, formulada por el Partido Comunista de España en 1956. Un pacto simbólico de convivencia y vocación de permanencia, en el que los distintos renunciaban a dotarse de una Constitución de parte que fuera impuesta a la otra mitad del país. Un verdadero ejercicio de altura de miras histórica, que resuena en las elevadas palabras que pronunció en el debate sobre la amnistía de 1977 el secretario general de CC.OO. y diputado comunista Marcelino Camacho. En términos estrictamente materiales, además, la Constitución de 1978 prevé una serie de conquistas sociales y planteamientos económicos progresistas, como la posibilidad de planificación de la actividad económica por parte del Estado (artículo 131) y la subordinación de la riqueza, en sus diferentes formas y sea cual fuere su titularidad, al interés general (artículo 128), que serían impensables de haberse planteado el debate constituyente en un contexto cultural posterior, como el de la preeminencia neoliberal de los años 90. Incluso en los momentos actuales, es difícil imaginar una Constitución con un acento tan socialdemócrata, a la vista de una izquierda hegemónica centrada en lo identitario y simbólico, no en lo económico ni redistributivo, y una derecha abiertamente neoliberal.

La transformación de los partidos políticos en tiempos populistas

La nueva política ha promocionado no sólo la sustitución de las instituciones y principios republicanos por una concepción conflictiva y dual de la cosa pública, sino que ha ahormado los instrumentos de participación política al servicio de este propósito polarizador. Así, las citadas instituciones de mediación han ido desapareciendo para convertirse en plataformas puramente electorales, diseñadas a imagen y semejanza del líder, sin ningún nivel intermedio de control o fiscalización, sustituyendo la deliberación por una interlocución directa del líder con las supuestas bases. Las primarias se han convertido en el trampantojo característico del populismo: lejos de aumentar la democracia interna de los partidos, han promocionado el cesarismo y la eliminación de contrapesos internos.

Identidades y simbolismo estéril en un contexto fragmentado y neoliberal

Mientras que las instituciones y principios republicanos se resienten a consecuencia de la estrategia neopopulista, las desigualdades socioeconómicas del neoliberalismo se han enquistado de forma inquietante con la globalización económica y financiera, merced a unas inéditas concentraciones de capital en una economía donde las grandes corporaciones multinacionales tienen, con frecuencia, un poder de decisión mayor al de muchos estados-nación, degradándose por tanto la noción misma de democracia. Las políticas de la identidad, criticadas de forma brillante por un puñado de autores solventes de izquierdas como Eric Hobsbawm3, Mark Lilla4, o recientemente Susan Neiman5, han sido un burdo sustituto del horizonte de transformación social y emancipación universalista que caracterizó al socialismo y al movimiento obrero. Sin embargo, las políticas de identidad no han acercado ni un centímetro la saludable utopía de un mundo sin clases sociales, una sociedad plenamente democrática, de verdaderos libres e iguales. Socavando la igualdad como principio rector de la acción política y sustituyendo la misma por la entronización obsesiva de la diversidad, convertida en desigualdad en nombre del nacionalismo y de las identidades culturales, en concreto las de raza o género, lo que se ha producido es una fragmentación completa del universalismo ilustrado (ciudadanía) y del internacionalismo obrero (clase social). Esa atomización de los sujetos universales ha allanado el camino a las resistencias que el capitalismo neoliberal ha levantado frente a cualquier alternativa emancipadora. Una y otra vez, el clásico divide et impera.

La nueva política populista e identitaria, polarizadora en sus formas plebiscitarias y conflictuales, instalada en la estéril batalla cultural y en la atomización de las luchas universales en un sinfín de pequeñas causas identitarias y grupos estancos sin vasos comunicantes (ni cívico-democráticos, ni de clase social), ha generado una sensación de frustración entre aquellos que participaron de la misma y creyeron con buena fe en su utilidad. Su balance no puede calificarse sino de amargo, tan cargado de una sobredosis simbólica plomiza como estéril para los intereses de las clases trabajadoras y, sobre todo, exiguo en los resultados materiales de sus políticas.

Guillermo del Valle Alcalá es abogado procesalista, ejerciente desde el año 2012 en las jurisdicciones civil, penal y laboral, así como en el Turno de Oficio. Secretario general del partido político Izquierda Española, así como fundador y director del think tank El Jacobino. Colaborador habitual con diversos medios de comunicación, entre ellos El Español y El Mundo, como también lo ha sido en revistas culturales como El Viejo Topo y Claves de Razón Práctica. En noviembre de 2023, publicó con la editorial Península el ensayo político La izquierda traicionada. Razones contra la resignación

  1. Andrés de Francisco y Francisco Herreros, Podemos. Izquierda y “nueva política”, Barcelona, El Viejo Topo, 2022. ↩︎
  2. De Carl Schmitt, aquí explicado por Andrés de Francisco y Francisco Herreros en conversación mantenida con Salvador López Arnal: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/ascenso-y-declive-de-podemos/ ↩︎
  3. https://newleftreview.es/issues/0/articles/eric-hobsbawm-la-izquierda-y-la-politica-de-la-identidad.pdf Eric Hobwsbawm, 1996. ↩︎
  4. Mark Lilla, El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad, Madrid, Debate, 2018. ↩︎
  5. Susan Neiman, Left is no woke, Cambridge, Reino Unido, Polity Press, 2023.
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