Pablo Simón
La polarización está de moda. Lo que antes era un concepto casi sólo estadounidense, hoy es moneda corriente en todas las democracias occidentales. Spain [en el fondo] is not different. Ahora bien, antes de entrar en materia conviene distinguir que existen dos tipos, como el colesterol. La primera es la conocida como la polarización política. Esta se refiere a en qué medida existen posiciones políticas más o menos alejadas entre los distintos partidos. En un sistema democrático es inevitable que exista en mayor medida; vivimos en sociedades plurales con diferentes concepciones de lo justo y lo bueno. En ese sentido, quizá la gran convergencia ideológica entre los principales partidos durante los años 90 fue más la excepción que la regla, pero que guste que haya más o menos es una cuestión personal (suele agradar más a los que apoyan a los partidos clásicos, conservadores o socialdemócratas).
Sin embargo, el tipo de polarización que tenemos cada vez más extendida es la polarización afectiva, la cual opera a nivel de los votantes. Esta se basa en generar afinidad y solidaridad entre aquellos que son percibidos como parte del mismo grupo ideológico y generar hostilidad y rechazo hacia los rivales. Ha habido autores que señalan, con horror, que la política se ha vuelto una cuestión de identidad. No deseo menoscabar su hallazgo, pero la política siempre ha ido de identidad. Lo verdaderamente novedoso es que dicha identidad está pasando a ser el eje que entronca con la manera de comportarse o preferir políticas. Dicho de otro modo, que no son tus preferencias sociales las que hacen formar tu grupo, sino que tu pertenencia al grupo es la que marca tus preferencias sociales. Esto suele ir de la mano con generar prejuicios hacia otros grupos y una sensación de constante amenaza hacia el propio, lo que genera una reactividad emocional. Las identidades se vuelven más compactas, más homogéneas y cada contienda electoral se vuelve una batalla a vida o muerte.
Esta última polarización puede tener muchos efectos corrosivos en nuestras democracias. Sabemos que tiende a debilitar la confianza social en los otros; confiamos más en nuestro grupo, pero menos en la comunidad. Además, también hace que la gente empiece a incurrir en el cinismo democrático. Como se tiene cada vez más rechazo por el grupo rival, se acepta que se recurra a medidas de corte iliberal o que restrinjan el pluralismo con el fin de achicar la capacidad de actuación a aquellos que no nos gustan. Esto con frecuencia va de la mano de negar la legitimidad de los resultados electorales, algo que estamos viendo en cada vez más contextos. Si que gobierne el rival se vuelve una amenaza para la supervivencia del propio grupo ¿Acaso no es legítimo oponerse a él por cualquier medio que sea posible?
Otro de los efectos perniciosos de la polarización afectiva tiene que ver con la rendición de cuentas. En democracia es fundamental echar a los malos gobernantes. Para esto hay que contar con una parte de los votantes: los volátiles que cambian de partido según el desempeño del gobierno. Que haya algunos ciudadanos que sean volátiles hace que los gobiernos deban cumplir sus promesas y esforzarse por promover el bien común (o perderán las elecciones). El problema de la polarización afectiva es que genera que los votantes sean cada vez más rígidos. Como toda la contienda va sobre el miedo a que gobiernen los otros, con eso ya basta para seguir gobernando. El resultado es, por tanto, que la calidad de las instituciones se erosiona. Basta con insistir en ese miedo para que, prietas las filas, cada cual se coloque detrás de los suyos.
Finalmente, esta polarización también tiene un efecto a nivel de las propias élites. La cooperación entre partidos de diferentes sensibilidades es más costosa; los propios votantes lo toleran menos. Además, el propio lenguaje del debate público se deteriora: la conversación pasa a girar en torno al «quién» y no al «qué». La deshumanización de los adversarios políticos pasa a ser la norma y, en general, la esfera comunicativa tiende a dejar de ser propensa a la deliberación. La banalidad en el discurso y la competición por la atención del electorado se vuelve central mientras que las redes sociales, no sabemos si causando o amplificando esta dinámica, facilitan que agentes políticos, medios de comunicación y ciudadanos tiendan a estar cada vez más inmersos dentro de esta lógica.
¿Y por qué razón este síndrome se ha vuelto más prevalente ahora que en tiempos pasados? Bueno, lo cierto es que hay dos grandes escuelas. La primera es la que argumenta que tiene que ver con cómo han cambiado y se han complejizado nuestras sociedades. El surgimiento de nuevos temas en la agenda ligados a identidades (feminismo, minorías sexuales, religiones…) generaría una potencial polarización en torno a las mismas. Además, la globalización, los shocks de la Gran Recesión e incluso la covid-19 habrían generado que se abriera la caja de Pandora de la problematización de estos elementos. Por tanto, la polarización vendría dada, esencialmente, por la demanda. La sociedad ha cambiado y la complejidad de nuestro mundo se ha problematizado hacia el conflicto.
Sin embargo, hay otra escuela que lo que defiende es que la polarización no viene de abajo, sino que se fabrica. En ese sentido, las élites políticas, ensu conjunto, serían las responsables. En contextos de continua competición electoral, la polarización es la estrategia ganadora para cohesionar a los votantes, para escapar de las propias responsabilidades. Además, gracias al cambio en la infraestructura de comunicación, eso es más fácil. Mediante redes sociales no hace falta intermediarios, el líder puede convocar a los suyos con facilidad en un ecosistema mediático que prima más el conflicto que el acuerdo. Por lo tanto, la bomba de la polarización se iría cebando por todos lados. El resultado es que los agentes políticos, pensando sólo en el corto plazo, irían corroyendo los fundamentos del propio sistema político en el medio y el largo plazo.
Si bien la primera tesis es más funcionalista que la segunda, en ambas los actores políticos tienen algo que ver, ya sea amplificando o no corrientes de fondo o fabricando activamente este conflicto. Por ello, si nos preocupa la polarización, es más fácil empezar por lo que sí podemos controlar: que las élites recuperen algunos consensos básicos. Si, en ese sentido, pudiera exigirse un programa de mínimos, lo limitaría a sólo dos cosas, dos legados de la Ilustración. La primera es el empirismo, es decir, que los hechos importan para la discusión política. La posverdad es hija de matar este principio. La segunda es apelar a la Razón. Esto supone que, aunque las identidades sean relevantes, lo exigible en el debate público son argumentos, no relatos. Lo que se deben ofrecer es razones y persuasión, no apelar a las entrañas.
Es indudable que el desgarro de ese consenso existe y ha permeado también en los actores clásicos. Sin embargo, creo que retejer estos fundamentos es una condición, al menos necesaria, para retomar una discusión pública más sana. ¿Qué la democracia que tendremos tras esta polarización exacerbada será diferente? Sin duda, pero sabiendo que ella misma está en riesgo, tomarse este debate en serio nunca había sido tan perentorio.
Pablo Simón es titular de ciencia política en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universitat Pompeu Fabra e investigador post-doctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Especialista en sistemas de partidos, la competición electoral, la descentralización política y fiscal y el comportamiento político de los jóvenes.