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La diplomacia no es un adorno del Estado

El reciente acto de presentación del ensayo Lineamientos para una política exterior de Bolivia en el bicentenario de su independencia, elaborado por un grupo de diplomáticos de carrera, sirvió para poner sobre la mesa una cuestión esencial que el país evita desde hace demasiado tiempo. ¿Cuál debe ser la orientación de la política exterior boliviana en un mundo que está cambiando radicalmente?

Los cuatro grandes temas expuestos en el aula magna de la carrera de Ciencia Política y Gestión Pública de la UMSA, durante la presentación del estudio, ofrecen respuestas complementarias a esa pregunta. Se habló de geopolítica, multilateralismo, relaciones bilaterales y soberanía. Cuatro enfoques que confluyen en una misma convicción; Bolivia necesita reconstruir su política exterior sobre la base de la profesionalización, la coherencia y una visión estratégica.

En materia de límites y aguas internacionales, el país enfrenta un escenario de enorme complejidad. Aunque existen tratados de delimitación con los cinco países vecinos, la labor de demarcación y administración de fronteras sigue siendo delicada, porque la técnica y el relacionamiento bilateral se entrelazan. No se trata solo de colocar hitos o levantar mapas, sino de preservar espacios vitales –ríos, lagunas y bofedales– que sostienen la vida y la economía de las poblaciones fronterizas. La falta de continuidad institucional tiene consecuencias concretas, desde la desatención de comunidades hasta la pérdida de control sobre recursos compartidos.

El derecho internacional ha superado la noción rígida de soberanía como exclusión. En el ámbito de las aguas internacionales, la Convención de 1997 sobre los cursos de agua transfronterizos establece el principio del uso equitativo y razonable. Los recursos compartidos deben gestionarse bajo criterios de cooperación, equidad y sostenibilidad.

La gobernanza conjunta, lejos de debilitar la soberanía, la fortalece. Sin embargo, este principio aún no ha sido asumido plenamente. Persisten visiones burocráticas o negligentes que dejan en manos ajenas la administración de recursos que deberían gestionarse en conjunto.

El juicio por las aguas del Silala fue una advertencia. El litigio ante la Corte Internacional de Justicia reveló la falta de preparación del Estado para asumir la etapa posterior a la sentencia. El caso no termina con el fallo, continúa con su aplicación. Esa fase, decisiva para asegurar resultados duraderos, ha quedado abandonada. Lo mismo ocurre en otras zonas de frontera, donde los acuerdos de manejo conjunto permanecen en el papel, mientras los hechos avanzan por inercia o por acción unilateral de los vecinos.

Si los recursos hídricos gritan nuestra desatención; por otro lado, el narcotráfico, refleja la ausencia de una estrategia de Estado. Hoy el tráfico de drogas ilícitas forma parte de redes transnacionales que combinan finanzas, tecnología y corrupción política. El crimen organizado tiene rostro global y los países débiles son su escenario predilecto. Bolivia necesita comprender que el narcotráfico es un problema de seguridad nacional e internacional. Ya no basta con medir hectáreas erradicadas; está en juego la credibilidad del país y su capacidad de cooperación en la lucha contra el crimen organizado.

La reciente descertificación estadounidense, más allá de su tono político, fue una advertencia. El país no puede seguir ignorando la magnitud del problema. La próxima reunión del Comité de Expertos en Farmacodependencia de la OMS, que ofrecerá resultados sobre la posible exclusión de la hoja de coca de la Lista de estupefacientes, abre un escenario tan prometedor como riesgoso. Si Bolivia asume una posición madura, podrá convertir la decisión en una oportunidad para desarrollar una industria legal y sostenible. Pero si se interpreta como licencia para expandir cultivos sin control, se agravará la dependencia del circuito ilícito. La disyuntiva es clara: madurez o descontrol.

En todos estos ámbitos –límites, aguas y seguridad–la constante es la misma: la falta de una política exterior articulada y profesional. La diplomacia no es un adorno del Estado, sino su voz ante el mundo. Tratarla como botín político solo conduce al aislamiento.

Reconstruir la institucionalidad diplomática no es un reclamo corporativo, sino una necesidad estructural. Y si algo demostró la presentación del ensayo, es que hay una generación de diplomáticos dispuesta a asumir ese reto: recuperar el prestigio, la capacidad técnica y la visión estratégica que el país perdió.

El Bicentenario no debería encontrarnos improvisando, sino aplicando una política exterior coherente, capaz de entender que la soberanía hoy se defiende con conocimiento, cooperación y diplomacia.

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