Hace ya varias semanas comenzó el curso “Derechos Humanos en el siglo XXI: Una mirada crítica”, que estoy teniendo el gusto de dar en Postgrados de la Universidad Católica. Preparar el curso significó un desafío que acepté gustoso, pues lo asumí no tanto con el objeto de hacer una reseña histórica de divulgación cómoda y complaciente de lo que ya se sabe y conoce en torno a los DDHH, sino con el de emprender un enfoque crítico y provocador en torno al concepto de los mismos y su aplicación real en el mundo de hoy.
Creo que lo más estimulante del curso fue apoyarme en un inquisitivo y crítico Bobbio, quien muestra que los DDHH son más una utopía que una realidad, y no precisamente porque la corrupción del hombre y la naturaleza humana impidan su realización, sino —más triste— porque él halla ambigüedades y lagunas teóricas y filosóficas que, aunque no queramos verlas, nos dicen claramente no solo que no todos los que poblamos el planeta tenemos las mismas cosmovisiones sobre el derecho y la vida, sino también —descarnada realidad— que no todos somos iguales. Ante la ley, claro que sí. Pero no ante los cánones de la virtud, la ética y las capacidades individuales occidentales, que son los que han permitido la civilización y la construcción de una razón universal que permita la convivencia pacífica entre todos.
“Todos somos iguales ante la ley” suena bien en los parlamentos y foros internacionales, pero no tanto en las aulas donde se enseña y hace filosofía, lugares en los que se debe intentar hallar la verdad para mostrarla al desnudo. La tesis central de la crítica de Bobbio está en que los DDHH se violan recurrentemente porque el concepto lógico y epistemológico de los mismos ya conlleva falencias que, por consecuencia, hacen que el hombre, inconscientemente, no los acepte, respete ni practique en la vida del día a día.
Para entender esto, hay que recordar que los DDHH nacen de la tradición judeocristiana, la inquietud burguesa por la emancipación económica y la creciente política liberal (sobre todo inglesa y francesa), todas —sobre todo las dos últimas— en ebullición, y no de una fundamentación, un proceso racional o un esfuerzo de reflexión teórico-científico de años (aunque, eso sí, tienen ciertas bases en los mayores filósofos del siglo XVIII, como Voltaire y Rousseau).
En síntesis, los DDHH nacen de abajo hacia arriba y no al revés, pese a que hayan tenido notables teóricos de élite intelectual. Es posible, con todo, que las tesis del iusnaturalismo sigan sin hallar aceptación en tanto a DDHH se refiere, toda vez que, por ejemplo, el fundamentalismo islámico no las acepta ni las aceptará. Pero no solo la religión se opone a su universalidad. Ciertas legislaciones, como la de los Estados Unidos, que contemplan la pena de muerte en sus códigos penales, colisionan con el derecho a la vida, el cual, según las características del iusnaturalismo y el espíritu de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es inherente incluso al más vil criminal ya condenado.
Temo que aquí, en los Andes, los pueblos aborígenes poseen también otro tanto de bagajes culturales y cosmovisiones insertados en su psique colectiva, que no se enmarcan en el orden filosófico, lógico y ontológico de los DDHH. Si se los acepta a ciegas y sin ningún reparo, es por esnobismo o desconocimiento de su fundamentación e historia. Pero en los países latinoamericanos, a diferencia de los demás, los DDHH son violados no tanto por esos choques de orden filosófico y/o racional, sino más bien por debilidad de instituciones y corrupción.
El mayor escollo de los DDHH está en el complejo entramado de cosmovisiones e ideologías humanas; quiérase o no, el iusnaturalismo es unívocamente altruista, cuasidivino y solidario, pero hay millones de personas agnósticas, ateas, antirracionalistas o que creen en la supremacía étnica de ciertos grupos de personas sobre los demás.
Los DDHH son motivo de un constante debate tanto en la vida política como en la académica. Pienso que mirarlos crítica y filosóficamente es fundamental para que se entienda que el asunto no es meramente de tipo jurídico-normativo, sino además filosófico. Pues si se los vulnera en todo el mundo y todos los días, no es solamente por incapacidad instrumental u operativa de garantizarlos, sino también porque, como ya dijimos, el concepto lógico y epistemológico de los mismos ya arrastra falencias que hacen que el ser humano, inconscientemente, no los acepte, respete ni practique en su vida del día a día. El mayor reto no está en hacerlos progresar en cuanto a su normativización, sino en cuanto a que su razón filosófica (la igualdad de los seres humanos) sea aceptada por todo el mundo.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario